viernes, octubre 30, 2020

Franco y Dios (28: el ministro que se agarró a los cataplines de un Papa)

Como quiera que el tema de España, la República y la Iglesia ha sido tratado varias veces en este blog, aquí tienes algunos enlaces para que no te pierdas.

El episodio de la senda recorrida por el general Franco hacia el poder que se refiere a la Pastoral Colectiva

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Y ahora vamos con las tomas de esta serie. Ya sabes: los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.
El obispo que dijo: si el Papa quiere que sea primado de España, que me lo diga.
Y Serrano Súñer se dio, por fin, cuenta de que había cosas de las que no tenía ni puta idea
Cuando Franco decidió mutar en Franco


Como os he dicho, Serrano Súñer, muy probablemente, no quiso verse con el Papa porque cuando estuvo en Roma ya sabía que sería, como mínimo, ministro de Asuntos Exteriores, y no quería perder la baza de manejar la negociación con el Vaticano desde el principio. Él tenía que saber, además, que antes de los cambios de gobierno de 16 de octubre, los cambios que lo encumbraron al puesto citado, monseñor Cicognani, tal vez oliéndose la tostada de que el régimen español iba a dar un giro profascista, había llegado a un acuerdo de principio con el gobierno español para regular la provisión de las sedes vacantes; acuerdo que, ambas partes lo tenían claro, no debía prejuzgar el pacto final.

Este acuerdo se basaba en puntos muy simples. En primer lugar, el jefe del Estado, ante cada sede vacante, realizaría consultas con el Episcopado, tras lo cual consultaría con el nuncio las personas concretas que deberían presentarse a las sedes vacantes. Tras dichas consultas, el jefe del Estado haría la presentación.

Estamos en un terreno opinable. Pero yo, cuando menos, estoy convencido de que este movimiento por parte de Cicognani fue el movimiento de un diplomático que estaba presente en España, que la conocía, que sabía lo que se estaba cociendo en el país, y que sentía la urgencia de dar un paso en la concordia con el Estado, puesto que, de lo contrario, la Iglesia corría peligro de perder un montón. Sin embargo, los resultados de su gestión creo dejan bastante claro que la suya fue una iniciativa personal, movida por urgencias que no eran sentidas en el Vaticano de la misma manera. En la sede central, además, con seguridad valoraban otros factores que probablemente a Cicognani se la soplaban, como pudiera ser la actitud de otros países cuando se conociera el acuerdo con Franco que, planteado en los términos del nuncio, era bastante deferente con España.

Precisamente por esto, los temores de Serrano, si es que alguna vez los tuvo, eran infundados: cuando la propuesta de acuerdo llegó a Roma, la Secretaría de Estado devolvió el toro al corral por ser demasiado condescendiente con el derecho de Patronato. En todo caso, pues, el dosier iba a encontrarlo abierto cuando llegase al Ministerio de Asuntos Exteriores. Podría haberse ahorrado perfectamente hacerle la cobra a Pío XII pero, claro, eso no lo sabía. Como tampoco lo sabía Pío; el jefe de Pío, ése sí que lo sabía, digo yo.

En estas circunstancias, el 16 de octubre cambió el gobierno y a Serrano Súñer lo nombraron jefe de la planta de Oportunidades. La situación era comprometida. Al Vaticano no sólo la solución Cicognani no le gustaba, sino que, tal y como informó Yanguas a Madrid, se aprestaba a dotar algunas canonjías, lo cual venía a ser una actuación unilateral por parte de la Iglesia; no exactamente ilegal, pero sí muy poco elegante. De hecho, Madrid le exigió a su embajador que condujese una protesta formal. Todo provenía de una carta de 9 de agosto de aquel año por la cual Cicognani, creo yo que tratando de allanar el camino para el acuerdo que estaba tratando de cocinar, comunicaba a los obispos que tenían autorización para dotar hasta dos tercios de las dignidades eclesiales intermedias en sus diócesis. Existía fondo jurídico para ello: el código canónigo establece que, si la autoridad encargada de nombrar esas dignidades no ha actuado en seis meses, plazo que se había superado de largo, el Vaticano puede ejercer el nombramiento unilateralmente. Sin embargo, la ofensiva española (Yanguas ante la Secretaría de Estado, Serrano ante el nuncio en España) dejó esta provisión en nada, y los obispados siguieron sin sargentos y tenientes de la Fe.

Cicognani se fue de viaje a Roma y estuvo allí varias semanas hasta el 18 de noviembre, cuando regresó a Madrid. A su regreso, traía la autorización vaticana para negociar una solución parcial para la designación de las 18 sedes vacantes en ese momento en España. En otras palabras: el nuncio había logrado convencer al Papa de que si no se llegaba a alguna fórmula provisional, el momio se podía ir al carajo.

Para España, la delegación en Cicognani fue un triunfo diplomático. El Vaticano no podía ser ajeno al conocimiento de que el nuncio papal se había mostrado ya, claramente, a favor de conceder al gobierno español un Patronato “blando”; por esto mismo, yo creo que uno más de los errores de Serrano al frente del Ministerio de Asuntos Exteriores durante aquella época fue enrocarse en que el derecho de Patronato le debía ser garantizado a Franco en los mismo términos en que lo fue a Isabel la Católica. Es éste, pues, uno más de los ámbitos en los que Serrano vendría a demostrar ante la Historia que era persona con menos cintura que Alexanco y que, por lo tanto, le costaba trabajar con ideas ajenas y sacar beneficio de situaciones en las que no obtenía todo lo que quería.

Entre otras cosas, el cambio de orientación que se produjo con el regreso de Cicognani a Madrid fue notablemente lesivo para España en tanto que redujo notablemente el papel de los negociadores romanos; y eso, por parte española, suponía renunciar al agente más conocedor del tema, más dominador de las artes del diplomático y, en resumen, más capaz: el embajador Yanguas. Alboreando el año 1941, el centro de gravedad de las negociaciones se desplazó a Madrid, con Ramón Serrano Súñer y monseñor Gaetano Cicognani como protagonistas. El Vaticano, con este movimiento, ganaba un negociador bastante más hábil que Maglione, aunque el puesto de éste pudiese llevar a pensar que era el más hábil de los diplomáticos sotanudos (estaba muy lejos de ser eso); pero España, por su parte, marchó en la dirección exactamente contraria: cambió a un monárquico franquista templado, buen conocedor del derecho canónico y que se sabía de memoria el emplazamiento de todos los baños de El Vaticano, por un tipo que había llegado al solio ministril para hacer Historia, que albergaba un proyecto totalitario y de poder personal, que de temas eclesiásticos sabía lo justo y que, sobre todo eso, normalmente no escuchaba.

Conforme avanzaba el año 1941, sin embargo, comenzaban a hacerse patentes, en España, las notables diferencias entre el hombre que, además de ministro de Asuntos Exteriores, ostentaba el extraño y polisémico puesto de presidente de la Junta Política, y otras fuerzas integradas en el Movimiento. Como respuesta a todo ello, en mayo Franco tuvo que redefinir el gobierno, dando una mayor entrada a franquistas civiles, desmilitarizando el cotolengo ministril, por así decirlo; por el camino, como le gustaba hacer, realizó otro cambio, que fue reducir el peso de Falange dentro de las estructuras de poder españolas. El general era muy amigo de estos amagos en los que cantaba línea para que te fijaras en tus cartones mientras, en la mesa de al lado, la de la partida de cartas, robaba el naipe que le interesaba. 

Alemania no se tomó muy bien la evolución de España en la primera mitad de 1941. En su opinión, y en la mía, la evolución de España hacia el fascismo era una evolución más estética que otra cosa. Había mucho frufrufrú, pero poco ñiquiñiqui. Por ello, decidieron continuar en una línea que ya habían comenzado meses atrás, que es presentar a Franco la lista de deudas de guerra (porque hay mucha gente que piensa que Hitler ayudó a Franco a cambio de nada; pero la factura presentada era de 372 millones de marcos; en realidad, los nazis le exigieron a España incluso indemnizaciones individuales para los alemanes caídos en batalla, que es algo que en guerra normalmente no se da nunca). Con la firma por Franco del protocolo de Hendaya, que venía a suponer que España se retiraba de sus reivindicaciones sobre África, buena parte del estamento militar más racialmente franquista, el de los hombres hechos en armas en el teatro marroquí, se cogió un cabreo de mil demonios. Nadie o casi nadie, en cambio, osó culpar al general de aquello; todos quisieron ver en el gesto la larga mano de Ramón Serrano Súñer. Porque Serrano, como todos los políticos de inteligencia mediana, se pensaba a sí mismo como alguien capaz de manipular a su cuñado; pero, en realidad, era él el manipulado, puesto que el inquilino de El Pardo lo usaba para señalar a Serrano cada vez que él se tiraba un pedo.

Entrada la primavera de 1941, los alemanes acercaban tropas a la raya de Francia. Todo dependía, en ese momento, de Erwin Rommel. El militar alemán se encontraba en Egipto y, en ese momento, la pinta era de que iba a poder empujar a los ingleses más allá del canal de Suez y que, por lo tanto, Alemania se haría dueña del paso de aprovisionamiento desde las costas asiáticas hasta el Mediterráneo. Si esto ocurría, tal era el consenso general incluso de los aliados, Franco no podría resistir las presiones en favor de que las tropas alemanas cruzasen España para inutilizar Gibraltar. Pero, claro, a principios del siglo XIX ya tuvimos una larga experiencia sobre lo que pasa cuando dejas que alguien “pase” por tu territorio con sus tropas. Si eso ocurría, España daría definitivamente el giro que Hitler quería.

El cambio de gobierno de mayo es hijo, en ese sentido, del fracaso de Rommel. El hecho de que los alemanes se quedasen estancados en el teatro egipcio, como sabemos bien, cambió la guerra, puesto que los obligó a reavivar, para poder conseguir los aprovisionamientos de petróleo que necesitaban, la operación Barbarroja, en la que sellarían su desgracia militar. Pero el asunto, en todo caso, no fue menos importante en España. El hecho de que Alemania se quedase sin argumentos, cuando menos sin argumentos de corto plazo, para forzar la firma por parte de España del pacto tripartito, fue lo que le abrió la puerta a Franco para normalizar su gobierno. El jefe del Estado, al menos yo lo creo así, era consciente de que no tenía otra que forzar en su gobierno una evolución parecida a la diseñada por su predecesor Miguel Primo de Rivera; tenía que buscar sus Galos Pontes, sus Calvo Sotelos. Y sabía que, si los buscaba en Falange, en realidad iba a operar un cambio meramente lampedusiano.

A principios de mayo, el embajador Hoare le dice a sus jefes en el Foreign Office que cree detectar que se ha deteriorado la situación entre Franco y los elementos falangistas de Falange (porque Falange, para entonces, es un constructo que tiene muchas cosas dentro; entre otras, militantes de fuerzas de izquierdas durante la República que lavaron sus expedientes a paso de oca). El día 2 de mayo, Serrano pronuncia un discurso en Mota del Cuervo en el que carga contra lo que considera las fuerzas de la reacción y los puntos de vista caducos, y aboga por un Movimiento totalmente identificado con Falange, que no sea “el ciempiés eclecticista, y que piden los que no son ciegos para ver en nuestros caminos y mancos para allanarlos”. En la embajada británica insistieron, en esos días, en que se preparaba un golpe de Estado militar.

Lo que pasó, sin embargo, fue lo mismo que pasaría durante cuarenta años cada vez que se escapaba agua hirviendo de la olla: que llegó Franco y bajó el fuego.

La crisis de gobierno de mayo de 1941 se produjo para mandar a tomar por culo a lo que mucha historiografía llama, de forma yo creo que bastante precisa, la izquierda falangista. Los miembros del partido único de corte hitleriano, muchas veces göbelsiano, no pocos precocinados en la olla de las JONS de Ramiro Ledesma, de quien no por casualidad recelaba José Antonio. Franco había cometido el error, provocado por sus lógicas ausencias de la política mientras tenía que ganar una guerra, de permitir que muchas de esas personas hubiesen instilado las estructuras del Estado y, muy particularmente, las que dan poder sobre la dominación social: el sindicato único, la censura, la Prensa. Ahora, sin embargo, se imponía la purga: ocho gobernadores civiles dimitieron, Gamero del Castillo también se fue (yo creo que cinco minutos antes de que lo echasen), se cambió al jefe superior de Policía y, sobre todo, se puso al frente del Ministerio de la Gobernación a un militar, el coronel Valentín Galarza. De hecho, el enfrentamiento más gordo que se produciría entre Falange y el nuevo gobierno sería un artículo de prensa, preparado por Ridruejo, titulado El hombre y el currinche (algo así como el hombre y el soplapollas, en lenguaje actual) dirigido a Galarza.

Hoare le reportó a Londres que Serrano, en conociendo los cambios de gobierno, amagó con dimitir; en esto yo le creo. Beigbeder, que hablaba mucho con los ingleses, les llegó a decir que esperaba la entrada de las tropas alemanas en España para el mes de julio.

Para que entendamos la importancia que tenía la negociación concordataria para España en general y para Franco y, ahora, Serrano, en particular, os daré el dato de que el mismo día que se publicitaban los cambios en el gobierno, el Ministerio de Asuntos Exteriores daba una nota de prensa. Y, ¿qué decía?

“El jefe del Gabinete diplomático ha comunicado a la Prensa nacional y a los corresponsales de prensa extranjera que está autorizado para manifestar que entre los asuntos pendientes de arreglo entre la Santa Sede y el gobierno español se ha llegado prácticamente a un acuerdo satisfactorio en lo que ha venido siendo objeto de la presente negociación”.

Serrano se agarraba a los cataplines de Pío XII para seguir subiendo.

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