Cuando Franco decidió mutar en Franco
Con fecha 30 de marzo, ya muy avanzada la noche, Serrano fue recibido en la Nunciatura; allí comunicó la decisión del caudillo de que el cardenal Segura no podía seguir siendo arzobispo de Sevilla. Por ello, el gobierno español quería que el prelado fuese llamado a Roma con urgencia. A Cicognani lo del viaje le parecía oportuno, y así se lo hizo saber a la secretaría de Estado. Creía que si Segura viajaba a la Santa Sede, esto colaboraría para aliviar la tensión, le daría al cardenal la oportunidad de explicarse, y permitiría ganar tiempo para desarrollar una solución.
Yo no estoy cierto de si Segura
tuvo algún conocimiento o sugerencia sobre estos movimientos orquestales en la
oscuridad. Creo que pudo ser así, y que por eso decidió huir hacia adelante, y
escalar el conflicto.
En aquellos días, el secretario
de la Curia sevillana, lógicamente por orden de su jefe el arzobispo, le envió
una comunicación al Gobierno Civil en la que avisaba de que publicaría un
edicto de excomunión contra los responsables de las pintadas en el Palacio
Arzobispal si la autoridad civil no procedía a borrarlas de inmediato. Esto
provocó que el gobierno de España redoblase las presiones ante el nuncio para
que el cardenal fuese llamado a Roma.
La Secretaría de Estado, y muy
particularmente Maglione, estaba bastante harta de los problemas con la España
de Franco, y era escasamente proclive a darle gusto. El 5 de abril, el
ministerio vaticano de Exteriores le comunicó por telegrama a Cicognani que
Segura no sería llamado a Roma. Eso sí, animaba al nuncio para que excitase en
el arzobispo sevillano actitudes más moderadas y contemporizadoras; pero,
decía, hacer lo que quería el gobierno español sería generar un precedente de
extremado peligro. Esta decisión, recordad, se comunica un día después de que a
la Embajada de España haya llegado la carta de Pío XII para Franco, pero no
haya llegado ningún documento oficial poniendo negro sobre blanco un posible
acuerdo sobre el derecho de Patronato. Es claro para mí que la demanda por
parte de Franco de que un arzobispo ya obrante fuese cesado de facto de sus responsabilidades hizo
pensar en el Vaticano que, de concedérsele al general un derecho de Patronato
más o menos tenue o edulcorado, podría usarlo para realizar, que diría Peter
Griffin, cosas nazis.
Segura, parece ser, acogió
positivamente las llamadas de Cicognani a la morigeración; pero a quien ya no
le servían esas cucamonas era al gobierno español, que quería que Segura
probase, sí o sí, el catering de Alitalia. El 7 de abril, Yanguas recibía en
Roma un cablegrama en el que se le comunicaba que Segura había continuado en
sus acciones contra las autoridades y los poderes públicos, y añadía: “En el
día de hoy, domingo 7, publicó en el púlpito de todas las iglesias de Sevilla
la carta en que conminaba con excomunión al gobernador de Sevilla si éste no
borraba de la pared del Palacio Arzobispal una inscripción con las palabras
FRANCO FRANCO FRANCO ARRIBA ESPAÑA”. En consecuencia, el gobierno español proponía
“la llamada urgentísima a Roma de este prelado, prohibiéndole entre tanto toda
manifestación pública que no tenga la previa aprobación del Vaticano, en
evitación de las gravísimas consecuencias que para todos puede tener [al loro
con lo que viene] su estado de demencia. Signifique los daños que el retraso de
su salida puede acarrear y decline toda responsabilidad de cuanto en lo
sucesivo pueda ocurrir”.
Tal cual: oye, Pío, tu arzobispo
está loco y, además, cualquier día alguien le va a dar un cate, o algo peor.
El enorme cabreo de Beigbeder en
su cablegrama provenía del día anterior. Segura había tomado la costumbre de
hacer sus homilías los sábados, no los domingos; todo el mundo en Sevilla
conocía sus sabatinas, y las esperaba
como esa faena de Curro Romero que, que yo sepa, nunca llegó. El día 6,
sabatina previa al cablegrama, pues, Segura se había referido a su amenaza de
excomunión, y le dijo a sus feligreses que había recibido mazo de adhesiones a
su gesto, y leyó en público su intercambio de correspondencia con el gobernador
civil. Además, como la Biblia es un libro que lo mismo sirve para un roto que
para un descosido, cosa que descubre enseguida cualquiera que la estudie, se
dedicó a extraer, en sus mensajes, citas de Pablo de Tarso, versión
antigubernamental; como ésa, tan famosa, que dice “podréis encadenar mi cuerpo,
pero la palabra de Dios nunca la podréis encadenar”.
Yanguas se fue a ver a Maglione.
El secretario de Estado trató de darle razones al embajador para tranquilizar
las cosas; entre ellas, un telegrama de Cicognani, del día 8, en el que el
nuncio se mostraba convencido de que la amenaza de excomunión quedaría en nada.
De nuevo, la cosa se dirimía en valorar la palabra de un sacerdote. Yanguas,
que los conocía bien, no salió, claro, nada convencido.
Maglione, sin embargo, se mantuvo
en sus trece de decir que no way con
el tema del exilio de facto del
cardenal. Le dijo a Yanguas que le había dado instrucciones muy precisas al
nuncio; o sea, le vino a decir que Cicognani iba a controlar el tema, que no se
preocupase. Yanguas le comunicó a sus jefes en Madrid que su impresión era que
el Vaticano nunca cedería ante el riesgo de crear un precedente peligroso al
que se pudieran agarrar otros países, como Alemania. La verdad, tenía razón. Si
la Santa Sede le permitía a Franco expulsar a un arzobispo, lo más probable es
que Hitler demandase echarlos a todos.
Puesto que la pelota estaba en el
tejado de la Nunciatura, éste fue el punto al que Serrano se dedicó a darle
puñetazos de fajador. El cuñado de Franco se dedicó a comerle la oreja a
Cicognani con el último argumento del cablegrama de Beigbeder: en España había
mucho falangista cabreado que le tenía gato al cardenal y, si no se hacía algo,
algún día íbamos a tener un disgusto.
En Roma, Yanguas envió a su
ministro secretario a hablar con el primer sustituto del secretario de Estado,
monseñor Tardini, dado que Maglione no estaba a disposición. Entre el material
argumental que Yanguas preparó para su subordinado iba una perla destinada a
acojonar a la Curia, y era la noticia de que se había recibido de Madrid orden
de iniciar los trabajos para poder cerrar la embajada caso de llegar una orden
en tal sentido. El tema surtió efecto, porque Tardini se comprometió a hablar
con su jefe cagando melodías gregorianas.
En efecto, Yanguas y Maglione se
entrevistaron el 12 de abril. El secretario de Estado le comentó que el
Vaticano estaba espírico con todo aquel tema. Que cuando se había sabido, por
Cicognani, el tema de la excomunión, el propio Papa Pacelli había agarrado el
teléfono y había sacado a Maglione de la embajada de Perú, donde estaba
almorzando (suponemos que ceviche de corvina, causa limeña y anticuchos). Yanguas, en todo caso, y oliéndose la tostada de que la estrategia
de Roma era cauterizar el tema de la excomunión y pretender que con eso ya
estaba todo solucionado, se apresuró a hacer la nómina total de los desaires
del cardenal, incluyendo lo de Franco en Semana Santa. Maglione le vino a decir
que el Vaticano había revocado la excomunión, pero que no esperase Madrid más
gestos, porque eso ya era en sí droga dura. Y, desde luego, la pretensión real
del gobierno español, y es que Segura fuese llamado a perpetuidad a Roma, ni de coña. Estaba el peligro, ya comentado,
de que otros países reclamasen lo mismo. Pero estaba también el hecho,
palmario, de que se corría el riesgo de que Franco fuese embalsando prelados relapsos en
Roma.
“En cumplimiento del telegrama
31”, escribe Yanguas en su informe urgente de esta reunión para Madrid, “he
hecho saber Secretaría de Estado orden VE cuyo anuncio ha impresionado
profundamente. Se me dice que el Papa espera de un momento a otro informes
reclamados urgentemente a Cardenal de Sevilla y Nuncio para poseer todos los
datos y resolver asunto cuya grave trascendencia aprecia”.
Ese mismo día, sin embargo, el
gobierno, en Madrid, volvió a presionar al nuncio. El motivo fue su
conocimiento de la publicación por parte de Segura de una carta pastoral, con
fecha 2 de abril, en la que se criticaba con dureza la deriva
nacionalsocialista del Estado español.
Días después, la prensa italiana
informó de que Segura abandonaba su sede sevillana para ir a Roma como cardenal
de Curia. Pero la secretaría de Estado desmintió la noticia. El gobierno español,
mientras tanto, envió puntillosa documentación al prepósito general jesuita, el
padre Ledokowsky, quien ya hemos dicho le era muy parcial a la nueva España; el
prelado, tras estudiar la documentación, elaboró una nota para la secretaría de
Estado. España, por su parte, entregó copiosa documentación al propio Maglione
que, según el gobierno, demostraba la enemiga de Segura con el nuevo Estado.
Con estos mimbres, Yanguas y
Maglione se vieron de nuevo, el 26 de abril. Maglione, yo creo que muy a su
pesar, estaba acorralado. Si un principio sostenía el Vaticano (y dice que sigue sosteniendo, aunque desde
Wojtyla para acá se hace más difícil creerle en esto que en lo de la inmaculada
concepción) era la radical separación de los ámbitos eclesial y temporal. Los curas,
tal había sido la instrucción número uno del Pío anterior y del Pío reinante,
no se meten en política. El dosier que le había entregado el gobierno no
ofrecía lugar a dudas. El cardenal Segura había meado fuera del plato.
Yanguas, inmediatamente, solicitó
una audiencia con el Papa. Maglione le
contestó que si quería ver a Pacelli para discutir la mejor forma de cantar los
himnos a Santa Bárbara, no había problema en que se vieran ya; pero que si su
intención era discutir el tema cardenal Segura, el Papa no lo recibiría hasta
que no hubiese recibido documentación completa de todos los implicados. El
gobierno español temía intoxicaciones de Segura.
La esperada audiencia llegó el 4
de mayo, y fue larga. Primero, Yanguas expuso los hechos, más o menos como
había hecho ante Maglione. Seguidamente, el Papa se refirió al informe que
había recibido de Segura. En el mismo, el cardenal negaba haber hecho algo malo. Argumentaba, por ejemplo, que sí había acompañado en varias ocasiones a
Franco en Sevilla y que si había comenzado los oficios sin él había sido porque
el general llegó media hora tarde. Admitía que no había acudido a la procesión
con el jefe del Estado, pero lo justificaba con sus achaques. Que siempre le
había dicho a Franco que lo esperaría a la vuelta, en la puerta de la Catedral.
Contaba Segura que estando ahí esperando se le habían presentado dos personas
del Ministerio de la Gobernación que le habían ordenado que, inmediatamente, se
personase en la calle de las Sierpes, en la comitiva de Franco; a lo que él se
negó pretextando la hora nocturna y sus padecimientos.
Yanguas se apresuró, en varios
puntos del relato, a apuntarle al Papa que había cosas que decía Segura que
eran falsas; y que, además, no era cuestión opinable, pues los hechos referidos
eran públicos y notorios. Pacelli, ante esas precisiones tan claras y difíciles
de contestar (Yanguas contaba con un amplísimo informe, traído en mano a Roma
por el vizconde de Manzaneda), trató de buscar una salida por la comarcal
justificando a Segura por su condición de monárquico. Intento bastante torpe, pues el Papa tenía
que saber que el señor que tenía delante también lo era, lo cual no le impedía,
como le recordó al punto, cumplir con sus obligaciones con el Estado
franquista.
Pacelli, bastante acorralado como ya lo había estado Maglione diez días antes, no porque Franco tuviese razón, que eso es opinable, sino porque el cardenal Segura, a todas luces, estaba conculcando la esencia (presunta o estéticamente) apolítica propugnada por la Santa Sede para todos sus obispos, acabó por admitir ante Yanguas que estaba dispuesto a llamar a Segura a Roma y conminarlo a callar sus posiciones políticas, pero sólo a cambio de garantías por parte de Madrid de que luego no encontraría dificultades para volver a Sevilla. En ningún caso, Pacelli iba a permitir un Vidal y Barraquer, segunda parte. De forma muy gráfica, le sugirió a su interlocutor que España no le pidiera más de lo que él, como Papa, podía dar.
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