miércoles, julio 19, 2023

El otro Napoleón (58: El final de un apellido histórico)

Introducción/1848
Elecciones
Trump no fue el primero
Qué cosa más jodida es el Ejército
Necesitamos un presidente
Un presidente solo
La cuestión romana
El Parlamento, mi peor enemigo
Camino del 2 de diciembre
La promesa incumplida
Consulado 2.0
Emperador, como mi tito
Todo por una entrepierna
Los Santos Lugares
La precipitación
Empantanados en Sebastopol
La insoportable levedad austríaca
¡Chúpate esa, Congreso de Viena!
Haussmann, el orgulloso lacayo
La ruptura del eje franco-inglés
Italia
La entrevista de Plombières
Pidiendo pista
Primero la paz, luego la guerra
Magenta y Solferino
Vuelta a casa
Quién puede fiarse de un francés
De chinos, y de libaneses
Fate, ma fate presto
La cuestión romana (again)
La última oportunidad de no ser marxista
La oposición creciente
El largo camino a San Luis de Potosí
Argelia
Las cuestiones polaca y de los duques
Los otros roces franco-germanos
Sadowa
Macroneando
La filtración
El destino de Maximiliano
El emperador liberal y bocachancla
La Expo
Totus tuus
La reforma-no-reforma
Acorralado
Liberal a duras penas
La muerte de Víctor Noir
El problemilla de Leopold Stephan Karl Anton Gustav Eduardo Tassilo Fürst von Hohenzollern.Sigmarinen
La guerra, la paz; la paz, la guerra
El poder de la Prensa, siempre manipulada
En guerra
La cumbre de la desorganización francesa
Horas tristes
El emperador ya no manda
Oportunidades perdidas
Medidas desesperadas
El fin
El final de un apellido histórico
Todo terminó en Sudáfrica  

La bandera blanca ondeó en la ciudadela de Sedán tras el desastre de Illy. Generales, políticos e historiadores franceses dijeron, dirán y hasta dicen que, en ese momento, el gran objetivo de los generales en batalla era conservar la vida de sus soldados. Personalmente, no estoy de acuerdo. Esos mismos generales, militares de carrera con información más que suficiente para ello, sabían, como poco poquérrimo, desde una semana antes de la jornada de Sedán, que la guerra estaba perdida. Si tanto les preocupaba la vida de sus soldados, hubieran capitulado entonces. Desde que quedó más o menos claro que Bazaine estaba a por uvas y que el plan original de movimiento del ejército de Châlons era una quimera, los prusianos tenían todos los triunfos. En el ínterin entre ese momento y el final de la guerra, miles de franceses perdieron sus vidas de una forma totalmente inútil; y nadie se preocupó de ellos porque, Ducrot lo dejó bien claro durante las horas de Illy, allí, lo importante, era salvar el honor de, con perdón, la puta Francia de los cojones.

El chulo Wimpffen que, la verdad, mejor habría hecho cavando una zanja en la tierra y metiéndose dentro, todavía tuvo el cuajo de enviarle un mensaje al emperador, en el que, recobrando su estilo sobrado y chulesco, venía a decirle que prefería salir atacando de la ciudadela que quedarse allí rodeado de enemigos; y le sugería que se allegase por allí a estar con sus tropas, que, añadía, “tendrán el honor de abrirle un pasaje”. Luis Napoleón le contesta que no irá, y da la orden de enarbolar bandera blanca.

En la prefectura de Sedán, Margueritte está gravemente herido. A lo largo del día van llegando Douay y Ducrot con sus tropas. Ducrot, de camino, se ve con el emperador, que le dice que quiere tener una entrevista con el káiser, cara a cara, para “conseguir unas condiciones ventajosas”. Ducrot le contesta que no mame, y que lo que tienen que hacer es planificar una huida al abrigo de la noche. El emperador le contestó que no, que la prioridad, en ese momento, era cesar el fuego artillero.

Sin embargo, tanto Ducrot como Wimpffen se negaron a firmar al pie de la orden, redactada por el propio emperador, ordenando un cese del fuego para comenzar la negociación de la capitulación. Wimpffen, de hecho, intentó, con unos 5.000 hombres, la operación prometida, cayendo sobre los bávaros de Balan. Aun con la ayuda de Lebrun, tuvo que regresar a Sedán sin haber conseguido algo.

A las cuatro de la tarde, dos oficiales prusianos se presentan a Napoleón para intimarle la rendición. El emperador ruega que le hagan llegar al káiser una carta personal que acaba de escribir.

Señor mi hermano,

No habiendo podido morir a la cabeza de mis tropas, no me resta sino dejar mi espada en manos de Vuestra Majestad.

Yo soy el buen hermano de Vuestra Majestad.

NAPOLEON

El káiser se había trasladado del bosque de La Marfée a Frénois. En ese momento, no tenía demasiada información de dónde estaba el emperador francés. Pero finalmente llegó ante él el general André Charles Victor Reille, el hombre que, con el permiso de los dos oficiales prusianos, llevaba la carta de Luis Napoleón. Con él estaban Moltke, Roon y Bismarck y los príncipes de su familia. Guillermo contestó con un billete telegráfico, cortés, pero en el que exigía la rendición total e inmediata del Ejército francés.

En el bando gabacho, se monta la mundial entre los generales sobre quién negociará la capitulación. Nadie, literalmente, quiere ese marrón. Wimpffen no para de gritar que ha sido desobedecido y traicionado, mientras Ducrot le grita que, lejos de ello, es el culpable de la derrota. El emperador, finalmente, le encargó a Wimpffen la labor. La misma tarde de ese día, el general se desplaza a Donchery para verse allí con Moltke y Bismarck. Allí, los prusianos no se movieron ni un milímetro: el que está vencido, está vencido. Un actitud, por cierto, que bien podrían haber aprendido de ese señor llamado Napoleón Bonaparte.

Moltke lo deja claro: todo el Ejército será considerado prisionero; los oficiales, en reconocimiento de su bravura, podrán conservar sus armas. Bismarck se permite el lujo de insinuar las condiciones que llegarán cuando se regule la paz entre Prusia y Francia: la Alsacia toda y 4.000 millones de francos. Wimpffen, un soplapollas con borlas de principio a fin, amenaza, en ese momento, con recomenzar la batalla. Moltke, fríamente, le contesta: “ustedes tienen 80.000 soldados, pocos víveres, y no tienen munición. Nosotros tenemos 230.000 hombres. En dos horas, nuestra artillería les puede destrozar”.

Cuando Wimpffen informó a su emperador de la frialdad e inflexibilidad prusiana, Luis Napoleón no lo podía creer. Aparentemente, hasta ese momento había creído que aquéllos a los que, acojonantemente, consideraba sus amigos, le permitirían una paz honrosa. El 2 de septiembre, seis de la mañana, llevando el uniforme de general y acompañado por un séquito minimalista, el emperador abandona Sedán en calesa hacia Donchery. Allí espera ver al káiser, pero en ese pueblo ya sólo está Bismarck quien, además, en un gesto que yo siempre he creído estudiado pues por fuerza tenía que estar informado de la llegada, permanece en la cama y, cuando llega Napoleón, ha de vestirse a toda prisa para recibirlo.

En una casita a doscientos metros de la entrada del pueblo, emperador y canciller se sientan en dos sillas de paja. Luis Napoleón solicita que el Ejército, bajo la solemne promesa de no batallar más, sea autorizado a regresar a Francia o, como propuesta transaccional, a irse a Argelia. Bismarck se sacude esa mosca diciendo que los temas militares los decide Moltke. A él, dice, le competen las negociaciones de paz, que está dispuesto a iniciar inmediatamente.

Cuando el canciller expuso sus ideas, los testículos del emperador le brotaron del escroto y salieron a la calle rebotando. En esencia, Bismarck le dijo que lo que se pretendía era firmar un papel en el que Francia le trasladaba la preponderancia europea a Prusia. El alemán lo dejó claro: aun vencida, Francia era una nación de muchos recursos; podía rehacerse si se lo proponía. Así pues, si para sacralizar este concepto hacía falta asediar París, se haría. Hábilmente, Bismarck llevó al emperador a la conclusión de que no podía negociar la paz (hemos de recordar que, formalmente, había un gobierno en París); y que, por eso mismo, para negociar dicha paz, la posesión del Ejército gabacho era un gran triunfo en la mano de Prusia. No lo regalarían. En ese momento, para más inri, entró Moltke, quien, en su habitual frialdad, informó de que el káiser exigía la concentración de las tropas francesas vencidas en Bélgica. A las nueve y media, un escuadrón de coraceros se presentó, tomó la persona del emperador, y lo llevó al castillo de Bellevue.

A esa hora, a Wimpffen se le estaba presentando el acuerdo diseñado por el Estado Mayor prusiano. Ni una concesión. El Ejército francés será trasladado a Alemania, donde deberá permanecer hasta firmada la paz. Desde Bellevue, Luis Napoleón le escribe a su mujer: “El Ejército está derrotado y cautivo. Yo mismo estoy prisionero”.

Minutos después, recibió la visita de Guillermo. El káiser le dijo que le dolía mucho verle así y le ofreció un castillo mejor, el del Wilhelmshöhe, para su cautividad mientras se acordaba la paz. Todo un golpe de imagen: un emperador francés, enjaretado en Westfalia. El emperador se limitó a negociar el séquito que podría llevarse. Después volvió a escribirle a su mujer. Una carta en la que, entre otras cosas, reconoce que “hemos hecho una marcha contraria al sentido común” y justifica sus cesiones pastueñas en que “había que evitar una matanza de 60.000 hombres”.

El 3 de septiembre por la mañana, Napoleón sale escoltado hacia Kassel. Por el camino, se cruzó con algunos soldados franceses. En su mayoría, le insultaron y le dedicaron gestos obscenos.

En la capitulación propiamente dicha se rindieron 83.000 soldados franceses, a los que hay que añadir 23.000 acumulados de batallas anteriores. Todos esos soldados, mantenidos al norte de Sedán en un clima frío, sin vestidos y prácticamente sin víveres, esperaron entre dos y tres semanas por los convoyes que los habrían de llevar a Alemania. Mucho antes, porque todavía hay clases, el tonto del culo con balcones a la calle y trienios de antigüedad Wimpffen fue trasladado a Stuttgart. Ducrot y Lebrun, más militares de pura cepa, se negaron a los privilegios e insistieron en permanecer con sus soldados.

¿Y Bazaine? Pues Bazaine, aparte de ocultarle a Mac-Mahon los peligros que él sabía que comportaba el avance que intentaba y de no contarle a su Estado Mayor que el otro mariscal pretendía juntarse con él, intentó una acción de cierto valor entre el 31 de agosto y el 1 de septiembre. Le Boeuf atacó a los alemanes, con algún éxito inicial que perdió con rapidez. Fue una acción estúpida en la que se perdieron muchísimos hombres. Eso fue el mismo día de la batalla de Sedán. Claramente, Bazaine, al darle a Le Boeuf la orden de abandonar la lucha y regresar, estaba tratando de conservar su Ejército intacto; pensaba ya en la Francia de después de la derrota.

En París, a mediodía del 1 de septiembre Palikao recibió un mensaje que informaba de que el Ejército francés estaba rodeado en Sedán. Sin embargo, se calló esta información, y dejó que la capital y el país siguieran viviendo de las fake news que por todos los lados se publicaban, según las cuales el Capitán América y Santiago Matamoros habían descendido juntos sobre los campos de batalla y no estaban dejando ni un prusiano vivo.

El día 2, ya casi de noche, a Jerôme David le entregaron en su casa una esquela. Venía de Bruselas y era de un buen amigo suyo. Decía: “Gran desastre. Mac-Mahon muerto, el emperador prisionero”. El buen hombre coge el caballo y caga melodías hasta Las Tullerías, donde se lo casca a la Euge. La regente dice creerle, pero parece que no se lo cree mucho. David, después, se va al Comité de Defensa. Thiers exige allí el retorno de Mac-Mahon a l'Ille de France. En ese momento, Thiers no sabe lo que David cree saber; el otro se lo cuenta a la salida de la reunión. Ambos son políticos con océanos de ideología que los separan; pero, en ese momento, les une que están, por decirlo mal y pronto, totalmente acojonados.

A la mañana siguiente, día 3, la noticia de la derrota comienza a llegar a París. La traen en los labios las personas que vienen de viaje desde Bélgica, donde el asunto es sobradamente conocido. En el Cuerpo Legislativo los Favre, Garnier-Pagès, Simon, Picard, Ferry, Gambetta, el gotha republicano en una palabra, encierran a Thiers en un despacho. Son claros. La revolución es inevitable. Todo el movimiento republicano tiene claro que éste es el momento propicio para derribar el Imperio. Conscientes de que un gobierno de republicanos puros se le va a hacer bola a media Francia, tratan de convencer a Thiers de que se ponga al frente del proyecto. El viejo zorro político francés se deja querer, pero no se abre de piernas. Le insisten hasta con violencia; pero no cede. Thiers era un hombre político nato y total; tenía, pues, ese elemento diferencial que distingue al político del que no lo es, que es la percepción de los tiempos. Tenía, pues, muy claro, que normalmente quien se pone al frente de una revolución suele ser flor de un día; siempre hay gentes de segunda fila que le arrebatan la merienda en un momento u otro.

Thiers, además, tiene una visión distinta de los republicanos. Él, como Torcuato Fernández Miranda, quiere ir de la ley a la ley; no hay que derribar al Imperio; el emperador debe abdicar.

A las tres de la tarde, el Cuerpo Legislativo comienza una sesión ante la cual se presenta un Palikao totalmente abatido. Favre toma la palabra para decir que “el gobierno ha dejado de existir de facto”. Aunque no lo nombra, propone que Trochu tome el poder. Pero la sesión se termina sin haber tomado decisión alguna.

En esos momentos, en Las Tullerías, Chevreau, como ministro del Interior, asume la labor de comunicarle a la emperatriz el corto mensaje del emperador informando de la capitulación. Euge reacciona gritando: ¡No! ¡No es verdad! El emperador no ha capitulado. Un Napoleón nunca capitula; ¡está muerto! El ministro también estalla. Allí todos llevan semanas tragando mucha quina y, supongo, Chevreau también juzga que los tiempos de tenerle el respeto a la puta española ya pasaron. Así que berrea delante de su imperial belfo: ¿Por qué no se ha hecho matar el emperador? ¿Por qué no está todavía compartiendo el asedio de Sedán? ¿Es que no se ha dado cuenta de que todo eso lo deshonra? ¿Qué nombre le va a dejar a su hijo?

Acto seguido, el ministro se tranquilizó y le pidió perdón a la emperatriz. Pero, vaya, que lo hecho, hecho estaba. El apellido Bonaparte acababa de alcanzar su punto más bajo.

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