lunes, junio 21, 2021

Watergate (11): El discurso del político acorralado

    ... y, al final, alguien escuchó al juez John Sirica

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El lunes siguiente a aquel sábado tan intensito que había vivido la Casa Blanca y, con ella, todo Estados Unidos, la cosa se relajó por el flanco internacional. Las grandes potencias, todas ellas cada vez menos convencidas de que la guerra árabe-israelí les fuese a aportar ventaja alguna, se apresuraron a patrocinar un alto el fuego decretado por la Casa Inútil (o sea, la ONU) que entraría en efecto en 48 horas. Para el caso Watergate, fue un alto el fuego todavía más corto: el martes, el Comité Judicial del Congreso recibió el permiso para comenzar sesiones de análisis de impeachment, gracias, sobre todo, a los votos demócratas. Ese mismo día, Alexander Haig confesó frente a los periodistas que la orden al FBI de sellar la oficina de Archibald Cox la había dado él personalmente; había acudido al encuentro con los plumillas para convencerlos de que la Casa Blanca no había traspasado la línea roja de la dictadura y los convenció de exactamente lo contrario.

Ese mismo martes, además, el juez Sirica, inasequible al desaliento, instó a la Casa Blanca a contestar su auto reclamando las cintas. También aquel martes, entrada ya la tarde, el espíquer del Congreso, Carl Albert, informó a la prensa de que el Comité Judicial tenía luz verde para estudiar el melocotoneo presidencial.

En la sala de Sirica, el juez leyó delante de Wright, el abogado de Nixon, su orden de 29 de agosto. El juez estaba nervioso, o tal vez encabronado, o tal vez las dos cosas, porque la cosa es que leyó una parte de su auto dos veces sin percatarse, aparentemente, de lo que estaba haciendo. Charles Wright, le dijo a your honor que no estaba en condiciones de darle una respuesta. Sin embargo, continuó diciendo que “puedo declarar que el presidente de los Estados Unidos cumplirá en su totalidad la orden de 29 de agosto. Este presidente no incumple la ley”.

Rápidamente, sin embargo, en el otro flanco, el de la política internacional, las cosas se jodieron. Los soviéticos se apresuraron a denunciar que los israelíes estaban rompiendo el alto el fuego porque se estaban moviendo hacia Damasco. Realizaron una advertencia a la Casa Blanca: o le cortaban el rollo a sus amigos del pito rasurado, o tomarían medidas unilaterales. En el Departamento de Estado, esta amenaza se tomó como la probabilidad de que la URSS procediese a armar a todos los Estados árabes, generando un conflicto global. Los espías de la CIA emplazados al otro lado del Telón de Acero informaron de que centenares de miles de soldados soviéticos, especialmente las divisiones aerotransportadas, habían sido movilizados. En Yugoslavia se preparaban a pelo puta las infraestructuras aéreas y navales necesarias para transportarlos a través del Mediterráneo. Washington, de hecho, hizo lo que pudo por convencer a los israelíes de que respetasen el alto el fuego; los hebreos, sin embargo, tal vez porque sabían con quién se estaban jugando los picatostes, no les hicieron mucho caso.

En la noche del martes se reunieron Haig, Schlesinger, el secretario de Defensa, y el director de la CIA. Su principal decisión fue mover al ejército desde DEFCON 4 a DEFCON 3, lo cual quiere decir que todas las tropas debían acuartelarse para preparar posibles acciones de guerra. El contraste era evidente: en 1967, cuando se planteó la misma posibilidad a causa, también, de la guerra entre árabes e israelíes, LBJ ni siquiera la consideró. Muchos estadounidenses comenzaron a pensar que el cambio de DEFCON no dejaba de ser un invento de Iván Redondo para cambiar el foco de interés de la sociedad; que se olvidasen del Watergate, vaya. Schlesinger, en una conferencia de prensa, estalló frente a los periodistas y dijo, quejoso, que “debería existir una mínima confianza de que los altos responsables del gobierno de los Estados Unidos no están jugando con las vidas del pueblo americano”.

Pues no, no existe. De hecho, en mi caso, debo confesar que no existe nunca.

El asunto Watergate, en todo caso, seguía rodando. Otro de los abogados de Nixon, Fred Buzhardt, compareció a una reunión con el juez Sirica para discutir el tema de las cintas. En dicho encuentro, el abogado admitió que dos de las cintas, incluyendo la que se consideraba primera discusión grabada en torno al golpe en el complejo Watergate, y el encuentro crucial del 15 de abril sobre la que había declarado Dean, no existían. Este detalle hizo que algunos medios que hasta entonces se habían mostrado más o menos favorables a Nixon terminasen por abandonarlo. Carl Albert, preguntado por las novedades, simplemente confesó: “me siento incapaz de reaccionar”. Asimismo, otro medio informó de que la Bolsa de Nueva York estaba diseñando un plan de contingencia que le permitiese detener sus transacciones durante 48 horas en el caso de Nixon dimitiese. La revista Time, en un gesto cuya importancia y significado nos es difícil de valorar a los no estadounidenses, publicó, por primera vez en su medio siglo de existencia, un artículo editorial. Defendía la necesidad de que Nixon fuese expulsado de la presidencia.

Gallup señaló que el nivel de aprobación del presidente había descendido a un histórico 27%. El país estaba en un estado de nervios tan intenso, viendo conspiraciones por todas partes, que incluso hubo periódicos que, al llegar Halloween, recomendaron a los padres que les prohibiesen a sus hijos coger en otras casas dulces o chucherías, porque podrían ser envenenados.

El país, por lo demás, estaba en medio del desastre en que estaban todos los demás que no tenían un dictador militar que le decía a su gobierno “cualquier cosa, menos aumentar el precio de la gasolina” (y así nos acabó yendo). En diversos Estados había miles de gasolineras cerradas, y se planteaban medidas drásticas como contingentar la venta de electrodomésticos de línea marrón u obligar a usar luces fluorescentes en lugar de incandescentes.

En medio de aquella situación, Richard Nixon apareció en la televisión para anunciar “un hecho muy grave: nos acercamos a la mayor escasez energética desde la segunda guerra mundial”. Los estadounidenses, dijo, iban a tener que apretarse el cinturón: menos calefacción, menos electricidad, menos gasolina.

Hasta entonces, la sociedad estadounidense no había entrado en pánico. Pero la intervención de Nixon cambió las cosas. El presidente ya tenía su DEFCON 3 social; pero esta vez el tema tenía toda la base, porque la situación era desesperada. El presidente solicitó que se recortasen las horas de escuela y las de las fábricas, la cancelación del 10% del tráfico aéreo. El gobierno federal daría ejemplo recortando la temperatura de sus termostatos, explicó el presidente, incluyendo el despacho oval. Todos los vehículos oficiales deberían circular a un máximo de 50 millas por hora; límite que Nixon sugería debería ser impuesto por los gobernadores en sus Estados. En cuestión de horas, circular en coche un único ocupante se convirtió en algo así como un delito federal.

Nixon le dijo a los estadounidenses que era momento de dejar atrás a la América de los cincuenta y los sesenta, “como antes dejamos atrás a los Estados Unidos de Glenn Miller y los años cuarenta”. Recordó la machada de 1969, cuando los Estados Unidos colocaron un hombre en la Luna, y reclamó que se realizase el mismo esfuerzo colectivo de entonces. Se imponía, dijo, el Proyecto Independencia, por medio del cual, en 1980, Estados Unidos debería ser autosuficiente en materia energética.

Finalmente, el presidente dijo que quería terminar con “una nota personal”. Primero recordó que su presidencia había acabado con la guerra más larga en la Historia de los Estados Unidos. Que había conseguido el retorno de todos los prisioneros de guerra. Que el país había logrado alcanzar una línea de prosperidad sin guerra. Y que, sin embargo, “algunos medios de comunicación han defendido la idea de que yo debería dimitir”.

Continuó: “no tengo la menor intención de abandonar este trabajo para el que fui elegido. En la medida en que sea físicamente capaz, seguiré trabajando de 16 a 18 horas diarias por la causa de la paz real en el exterior, y por la causa de la prosperidad sin inflación. Confío en que, en estos meses que tenemos por delante, la sociedad estadounidense acabará por comprender de que yo no he violado la confianza que depositaron en mí cuando me eligieron presidente de los Estados Unidos, y me comprometo esta noche en el sentido de que siempre haré lo que sea necesario para merecer esa confianza en el futuro. Gracias a todos, y buenas noches”.

Este discurso marca el Catón del político acorralado. Cuando el político no está acorralado, su discurso, al ser más fácil, es más variado. Suele centrarse, como lo hizo Nixon, en negarlo todo; en atacar la credibilidad de quienes lo acusaban o aportaban pruebas en su contra; y en insinuar que todo era el futuro de conspiraciones que, en realidad, son ellas las corruptas.

Sin embargo, en octubre de 1973, Nixon ya no estaba en ese momento procesal. Lo rodeaban muchas pruebas y casi-pruebas y, sobre todo, lo rodeaba el hecho innegable de que había un riesgo cierto de que tuviese que facilitar las cintas que, como él sabía bien, lo incriminaban. Ése es el momento en el que el discurso del político cambia. Con elementos muy claros:

  1. Identificación institucional. Yo no soy Pepito Pérez. Yo soy el gobierno de España, yo soy Cataluña; yo soy el proyecto de progreso social de izquierdas, yo soy el proyecto de la España liberal-conservadora.

  2. Yo soy un genio que he hecho cosas de la hostia. Gracias a mí hemos salido más fuertes de la pandemia. Gracias a mí, España no nos ha aplastado el cuello con la bota. Gracias a mí, se ha evitado el robo de la Isla Perejil. Gracias a mí tienes las cifras de desempleo que tienes (si es que son buenas; basta con que sean mejores que otras), las de endeudamiento, las de renta per cápita, etc. (como decía Churchill, siempre hay a mano una estadística que, convenientemente torturada, dice que lo que tú quieres que diga).

  3. Yo trabajo de la hostia. No estoy aquí por intereses o ambiciones personales, sino to protect and serve. Yo no hago otra cosa que pensar en los demás, y luego llegan estos cabrones que me critican.

  4. Todas estas cosas cojonudas se ponen el peligro si me siguen tocando los cojones.

  5. Yo soy un resistente. A mí no me están pidiendo cuentas. Me están acorralando de forma subeptricia, normalmente las cloacas del Estado, que promueven demandas judiciales mil contra mi partido, que roban los móviles de mis amigas, que hacen ese tipo de cosas. Pero no podrán conmigo, porque yo tengo la fuerza de El Pueblo. Porque los Siricas, los tribunales supremos, podrán decir lo que quieran, pero no hay juez más alto que el Pueblo, ese Pueblo que me ama y al que, aunque no lo sepa, yo estoy defendiendo.


Esto, insisto, siempre es así. Hable Maduro, hable Trump, hable Sánchez, Rajoy, o el porquero de Agamenón. Da igual. Y sólo teniendo en cuenta que los planes de Educación son un viaje progresivo a la mierda es como se explica, en mi opinión, que tanta gente siga tragando.

Nixon había respondido a la crisis del Watergate llamando a los Estados Unidos a una unión que tenía el lejano sabor de Pearl Harbor. Las gasolineras comenzaron a secundar la recomendación voluntaria de cerrar a las 9 de la noche del sábado hasta las 12 de la noche del domingo. Lo cierto es que la medida fue una mierda, puesto que los conductores comenzaron a hacer algo que se llamó topping off: cada vez que conducían cerca de una gasolinera, esperaban la cola pacientemente para llenar el depósito. El resultado agregado fue que el consumo de gasolina subió. Evidentemente, el hecho de que el precio de la gasolina subiese prácticamente cada día no movía a la paciencia ni al “vuelva usted mañana”.

Las escuelas en Massachusetts y Connecticut, Estados ambos de amplia dependencia energética, anunciaron que las vacaciones de Navidad durarían todo el mes de diciembre y todo el mes de enero. En una escuela de arte de Boston, las modelos que posaban desnudas fueron autorizadas a hacerlo dentro de tiendas de campaña de plástico transparente.

El 13 de noviembre, Roland Ziegler anunció la Operación Candor: en las semanas siguientes, el presidente iba a responder a todos los cargos que se hacían contra él en el caso Watergate. Pero la Operación Candor fue recibida con un enorme escepticismo por la sociedad estadounidense. Como se ocupó de recordar Time, desde el comienzo del escándalo eran ya trece veces las que Nixon había anunciado que lo aclararía todo (otro clásico del lenguaje político, sobre todo del lenguaje del político corrupto: promesas constantes de una transparencia que nunca llega, y la expresión correlativa de diferentes versiones, incluso incongruentes unas con otras, para explicar el mismo hecho).

El 17 de noviembre, el Washington Post publicó nuevos datos sobre el milk money, es decir, los centenares de miles de dólares que habían recibido los republicanos en 1969 de los productores de lácteos a cambio de controles de precios. El asesor jurídico de la Asociación de Productores Lácteos reveló que las donaciones se produjeron después de una conversación que tuvo con el entonces fiscal general (John Mitchell) acerca de cómo comprar el apoyo de los ganaderos a la administración Nixon.

Yo comprendo que a lectores de un país en el que de su fiscal general se ha publicado una grabación en la que le explicaba a un policía corrupto que el actual ministro del Interior es “maricón, pero maricón, maricón”; y en la que dicha fiscal general se solaza de que el policía de marras le meta putas en la cama a según qué gente para luego poder chantajearla; yo comprendo que a lectores de un país donde pasan este tipo de cosas, digo, va a resultar difícil explicarles en qué medida para los estadounidenses era un grave anatema descubrir que su fiscal general había estado pactando con los ganaderos de vacuno la subvención de la candidatura de su presidente. Pero debéis entender que, en ciertos países, que pasen estas cosas es incomprensible. Aunque, tal vez, lo que penséis es que lo que es realmente incomprensible es que pasen cosas como las que pasan en nuestro país. Pero, vaya, es un inútil ejercicio de nostalgia.

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