viernes, junio 18, 2021

Watergate (10): Los diez negritos fiscales

    ... y, al final, alguien escuchó al juez John Sirica

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Dos días después de la dimisión de Agnew, el presidente Nixon anunció la designación en su puesto de Gerald Ford, el líder de la minoría de la Cámara. La elección sorprendió a todo el mundo salvo, claro, a Nixon. Buena parte de los republicanos esperaban que el designado hubiera sido Ronald Reagan; ciertamente, el ex gobernador de California había sido un apoyo incansable del presidente; pero también tenía bastantes enemigos en el partido y Nixon siempre quería un segundo plano y gris; en ese sentido, hizo la elección perfecta. Ford, además, era otra cosa: era una persona fiel a la figura de Nixon, como demostraría poco tiempos después cuando, ya presidente, tomó la discutidísima decisión de otorgarle el perdón presidencial a un señor que, por el bien de la democracia americana, debería haber probado el cáterin de la cárcel.

El mismo día de la designación, el Tribunal de Apelaciones del distrito de Columbia Circuit dictaminó que el presidente no estaba por encima del imperio de la ley y que, por lo tanto, debía proveer las cintas solicitadas por el juez Sirica, dándole de plazo hasta el 19 de octubre para cumplir con la orden. La cuestión se podía apelar en el Supremo, pero el tema era especialmente peligroso para Nixon pues, en el caso, bastante probable, de que el Supremo fallase contra sus intereses, se escenificaría una importante ruptura constitucional. Si le preguntas a un estadounidense average cuál es la institución más poderosa de su país, lo más probable es que te diga que la Presidencia; pero si la pregunta se la haces a un estadounidense cultivado, las probabilidades crecen de que te diga que el Supremo. En realidad, la respuesta a la pregunta depende de cómo te lo tomes. El Supremo tiene más poder que nadie en EEUU porque cuando el Supremo habla se callan hasta las palomas; sin embargo, no lo tiene en el sentido de que el Supremo, como todo tribunal, no habla sobre aquello que le parece y, por lo tanto, no legisla stricto sensu. Sin embargo, lo importante a efectos de lo que estamos contando es que una eventual decisión del Supremo en el sentido de que el Presidente entregase las cintas supondría, de un plumazo, que todas esas cosas que Nixon decía o insinuaba, en el sentido de que las cintas no se podían entregar porque podían contener secretos de Estado o temas de Seguridad Nacional, quedaría absolutamente anulado. El presidente se quedaría sin argumentos; como le dice Richard Harris a Gene Hackman en Unforgiven, si me quitas mis armas, me dejas a merced de mis enemigos. Algo así.

El 29 de agosto, el juez Sirica dio un paso para tratar de llegar a algún punto intermedio que la Casa Blanca pudiera aceptar. Propuso, en ese sentido, que le fuesen facilitadas las cintas, que luego serían censuradas por el propio juez por razones de seguridad nacional. Para entonces, Charles Alan Wright, el principal abogado de Nixon, estaba metiendo miedo a base de recordar lo inusitado de la medida y los graves peligros que podría comportar, no sólo en el presente sino en el futuro. El 5 de septiembre, en el marco de una rueda de prensa, Nixon invocó al sacrosanto Lincoln, quien “varias veces durante su mandato indicó que haría cosas por el bien de los intereses nacionales que muchos podrían pensar que estaban en contra de la ley”. La verdad es que citaba bien porque Lincoln, cuando le lavamos la mugre del mito, era un tipo al que la legalidad constitucional le venía más bien pequeña.

En paralelo, mientras planteaba la pelea en la opinión pública, el dúo Nixon-Wright preparaba su jugada fundamental, que era la apelación.

El 14 de octubre, la sociedad estadounidense supo que la guerra de Oriente Medio también era su guerra, puesto que una fuerza aérea estadounidense volaba hacia Israel. En dos semanas, el apoyo al estado judío era ya mayor del que se había enviado a Berlín en 1948 durante todo un año. El Departamento de Estado había tomado esa decisión el día 9. La Casa Blanca quería que Israel recuperase su pegada y tuviese la capacidad de retrotraer la pelea a la casilla de salida, para así poder abrir conversaciones de paz. Los israelitas le habían lanzado un SOS a Kissinger en el que admitían estar sufriendo pérdidas inesperadas. La URSS había establecido puentes aéreos con Siria y Egipto, en los cuales les mantenía constantemente dotados de material nuevo. Golda Meir, la primera ministra israelí, advirtió a la Casa Blanca de que Israel estaba débil, y que si los países árabes acababan por darse cuenta de esa debilidad, se unirían en un frente común destinado a borrar del mapa el Estado de Israel. Si Washington no quería que eso ocurriese, entonces los mismos aviones que llegaban de la URSS a los países árabes deberían llegar de los EEUU a Israel. O, mejor, más.

El principal temor que podía tener Kissinger respecto de esta operación: la reacción de la URSS, fue borrado por Reagan. Diplomáticamente hablando, el reto de los EEUU era poder proveer a Israel de material por encima de sus pérdidas sin que pareciese que estaba interviniendo para cambiar el signo de la guerra. Pero fue Reagan quien se dio cuenta de que los árabes, dentro de su política de propaganda, estaban exagerando notablemente las pérdidas israelíes. Así pues, EEUU podía presentarse como un país que simplemente estaba rearmando a su aliado, como estaban haciendo los soviéticos; cuando, en realidad, lo que estaba haciendo era fortalecerlo. Si las fuentes árabes decían que Israel había perdido quince carros de combate cuando en realidad sólo había perdido seis, EEUU le enviaba a Israel 15 carros nuevos, con lo que ahora el ejército judío tenía nueve más. Lo que se dice una llave de judo: derribar a tu enemigo utilizando para ello la fuerza con la que te ataca.

Aramco, es decir el consorcio de petroleras que estaban emplazadas en el Oriente Medio, había advertido a Nixon el 12 de octubre de que, si EEUU se implicaba en favor de Israel en demasía, los países árabes reaccionarían cortando el grifo del petróleo. Nixon, sin embargo, haciendo uso de ese típido sobradismo monclovita modelo lo que yo no entiendo, no existe, nunca se tomó en serio que la OPEP pudiera llegar a ser un arma bélica. El presidente de los Estados Unidos, simplemente, consideraba imposible que se pudiera producir un embargo internacional del petróleo. Se lo dijo a su secretario del Tesoro, Georges Schultz; se lo dijo a Willy Brandt; y se lo dijo a Georges Pompidou. Al francés le vino a decir que, más allá de EEUU, Europa, Rusia, China y Japón, todo lo demás era farfolla.

Entre los días 14 y 15 de octubre, en una reacción inmediata a los envíos estadounidenses, los tanques israelíes (de fabricación USA) le pasaron por encima a los soviéticos en el desierto del Sinaí, avanzaron hacia el Canal de Suez y se llevaron por delante las baterías de misiles tierra-aire. El 16 de octubre, las primeras tropas de infantería judías entraron en el territorio de Egipto. El presidente egipcio Anwar el-Sadat, acojonado, presionó inmediatamente a la URSS para que buscase en la ONU una declaración de alto el fuego. O sea, el típico momento en el que, en el patio del colegio, el abusador que iba ganando la pelea y que ahora está recibiendo unas hostias como panes comienza a gritar "¡Para, para, que llevo gafas!"

Pero, claro, pasaron otras cosas. La OPEP reaccionó incrementando unilateralmente el precio del barril de petróleo desde 3 dólares a 5 dólares y 11 centavos. Al día siguiente, anunciaron que no le venderían petróleo a los Estados Unidos, así como que su producción se reduciría un 5% al mes mientras Israel no abandonase los territorios palestinos ocupados. Nixon contestó pidiéndole al Congreso una nueva ayuda para Israel por valor de 2.200 millones de dólares. En el Madrid antiguo se decía: para chulo yo, y para puta, tu madre.

En medio de todo ese follón, Archibald Cox, quien como ya sabemos era el fiscal especial del caso Watergate, se posicionó de forma más radical incluso que Sirica: las famosas cintas grabadas en el despacho oval debían serle entregadas a él y al Gran Jurado, sin filtros ni movidas ni hostias decoradas. Para Cox, todo el problema era simple: cuando alguien en la situación de Nixon se niega a entregar pruebas, es que es culpable. Veía al presidente como ese tipo que, en las series de asesinatos, se niega a que le saquen un frotis bucal para hacerle un análisis de ADN; ¿quién que sabe que no es el asesino se negaría?

El sábado 20 de octubre, John Dean compareció ante la Corte del juez Sirica para declararse culpable de un cargo de obstrucción a la Justicia y fraude; ese mismo día, los titulares de la Prensa sugerían que Nixon podría dar la espantada ante el Supremo. Según las noticias publicadas, la noche anterior había habido una reunión en el despacho oval, en la que Howard Baker y Sam Ervin habían llegado a un compromiso: en lugar de escuchar las cintas, el juez Sirica leería un resumen de las mismas preparado por el presidente. La autenticidad de dicho resumen provendría del hecho de que las cintas serían facilitadas sin restricciones a “una personalidad distinguida, reconocida por todos los americanos por su integridad, patriotismo y adecuación” (en España tendría que ser Locomotoro, supongo), encargado de certificar que en el sumario estaba todo lo que tenía importancia para el caso Watergate.

¿Quién era esa persona de reconocido prestigio? Pues el senador John Stennis de Mississippi, un hombre que entonces tenía 72 años y, en un detalle que parece de coña y que la Prensa explotó a fondo, estaba prácticamente sordo. Lejos de ser lo que Nixon pretendía que era, Stennis era un político que siempre le había apoyado.

Cox, sin embargo, contraatacó. Apareció tranquilo y frío en una rueda de prensa en la que, de aperitivo, dijo que, en su opinión, cumplir con las condiciones puestas por el presidente supondría para él “violar mi compromiso solemne con el Senado y con el pueblo estadounidense”. Argumentó que un sumario, al fin y al cabo censurado, no podría ser admisible en un tribunal. Y prometió que continuaría con sus esfuerzos para obtener las cintas.

Aquella tarde, hora del Atlántico, las tropas israelíes estaban a 15 kilómetros de Damasco. En Oslo, se anunció que el Nobel de la Paz sería, aquel año, para Henry Kissinger y Le Duc Tho, los dos negociadores de la paz de París. En Washington, el jefe de Gabinete del presidente, Alexander Haig, le envió al fiscal general Elliot Richardson una orden directa del presidente. La orden era despedir a Archibald Cox. Como Richardson era un fiscal general de verdad, no como otros, otras y otres, le dijo a su jefe que los cojones, y dimitió.

Haig era un hombre al que le costaba concentrarse en los detalles y valorarlos. En España lo conocemos bien por haber hecho una famosa declaración pública en las horas posteriores al golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, en el sentido de que todo aquello era “un tema interno español”. En Estados Unidos, en aquel momento, era más conocido por el detalle de haberse presentado en el acto de toma de posesión del cargo de jefe de Gabinete en uniforme militar, que es una cosa que, la verdad, no quedó muy elegante. Cuando Richardson le dijo que se fuera a la mierda, no se arredró; levantó el teléfono y llamó a su segundo, William Ruckelshaus. Le informó de que ahora era el fiscal general y que tenía que despedir a Cox. This is an order from your commander in chief, le dijo. Ruckelshaus le dijo que el comanderinchif se podía meter su orden por donde amargan los pepinos, y dimitió aussi.

Siguiendo con el escalafón, ahora el fiscal general era el jurista Robert Bork, de cuyas identificaciones con la derecha política estadounidense no cabe duda; sólo hay que recordar que, aun en 1973, seguía oponiéndose a la legislación de igualdad racial. Éste, claro, obedeció al presidente.

Los noticieros del sábado por la noche abrieron con una noticia sorprendente en los Estados Unidos: la institución de la Fiscalía General del Estado había dejado de ser independiente del poder político. Los reporteros ésos de televisión que salen en las pelis y series, ésos que iban siempre en una fragoneta blanca con una antena ridícula en el techo, grabaron una imagen para la Historia: agentes del FBI, todos ellos obedeciendo an order from their commander in chief, sellaron la oficina del fiscal especial del caso Watergate, como si en su interior alguien hubiese cometido un horroroso asesinato.

El presidente se había hecho con el pleno control de toda la investigación que se había realizado sobre él mismo.

Las personas más de izquierdas comenzaron a hablar de un golpe de Estado de corte fascista. Y, la verdad, exageraban más bien poco.

La NBC, quizás la cadena de televisión más influyente políticamente en ese momento, comenzó su comentario editorial en el informativo aquella noche aseverando que “el país, esta noche, está en medio de lo que probablemente es la mayor crisis constitucional de la Historia”. La American Bar Association se apresuró a recordar algo que olvidamos demasiadas veces: que los tribunales son “nuestra primera línea de defensa frente a la tiranía y el poder arbitrario” (ésta es la razón por la que en los países serios como el nuestro nunca jugamos con el gobierno de los jueces). Leon Jaworski, un eminentísimo jurista que había sido presidente de esta misma asociación y que, tócate el testículo derecho lorito, había sonado como defensor de Nixon, salió ante las cámaras hablando de lo que había pasado aquella tarde y calificándolo de “acciones similares a las de la Gestapo”. Sam Ervin, por su parte, declaró que Nixon lo había engañado al negociar lo que se conocía como acuerdo Stennis, puesto que, dijo, se le habían prometido transcripciones literales, pero luego el presidente dijo que le daría un resumen.
Archibald Cox, por su parte, estuvo muy en su sitio. Publicó una nota de prensa en cuya parte más importante decía: “si seguiremos, o no, bajo el imperio de la ley y no de los hombres, depende ahora del Congreso y, en última instancia, del pueblo americano”.

Tomad nota: en Estados Unidos, que el presidente pueda darle una orden directa al Fiscal General del Estado se considera un golpe de Estado antidemocrático. En otros países, ese mismo presidente (más o menos) se presenta en la radio pública y declara con total desparpajo, a micrófono abierto, que el Fiscal General del Estado hace lo que él le ordena. Y ahora reíros de Trump, anda.

El domingo, las tropas israelíes rodearon al III Ejército egipcio y llegaron a unos 60 kilómetros de El Cairo; Henry Kissinger voló a pelo puta a Moscú, para iniciar conversaciones urgentes destinadas a tratar de parar el problema de Oriente Medio. En Washington, las oficinas de las empresas de correos estaban desbordadas con centenares de miles de telegramas. Un senador republicano, James Buckley, y tres congresistas de la misma tendencia, anunciaron que el 90% de aquellos de sus votantes que les habían escrito querían a Nixon fuera de la Casa Blanca, ya. Gente avispada comenzó a hacerse de oro vendiendo stickers para las lunetas traseras de los coches en. las que se leía HONK FOR IMPEACHMENT. Los coches respondían a la sugerencia siempre que pasaban por la avenida Pensilvania.

Ralph Nader y organizaciones como la American Civil Liberties Union comenzaron a trabajar sin ambages para lograr el melocotoneo del presidente. 17 decanos de facultades de Derecho firmaron un manifiesto exigiendo el nombramiento de un nuevo fiscal especial. La AFL-CIO, es decir la principal organización sindical americana, adoptó una resolución en favor del impeachment; George Meaney, el presidente de la organización y un hombre muy cercano a Nixon, declaró que no creía que el presidente estuviese en pleno uso de sus facultades mentales.

En suma, para la Casa Blanca, el último dique de que disponían para impedir el desarrollo del Watergate había caído. Cuando Mitchell era fiscal general se había hartado de decirle al Senado que para hacer lo que quería hacer tendría que dar el paso del impeachment. Por lo tanto, la Casa Blanca siempre había jugado con la carta de que quienes querían investigar el Watergate nunca se atreverían a dar ese paso. Ahora, sin embargo, todo el país parecía querer que pasara eso. A todos los estadounidenses, por así decirlo, les entraba en la cabeza la posibilidad de que el presidente de los Estados Unidos pudiera ser despedido a causa de haber cometido actos que estaban mucho más allá de la Constitución.

2 comentarios:

  1. Ya que has mencionado a Gerald Ford, ¿es cierta la afirmación de que fue el único presidente no electo que tuvo en su historia EEUU? Tengo entendido que al fin y al cabo a Agnew sí lo votaron, y que la posterior dimisión de nuestro antihéroe Nixon dejó al cargo a Ford... Por cierto, también tengo entendido que a pesar del perdón a aquel, fue muy bien valorado como persona.

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    1. Como persona sí, como presidente ya no está tan claro. Y sí, yo creo que Ford es el único presidente que no fue votado para el cargo. Aunque el tema es constitucionalmente discutible, porque los estadounidenses votan a un señor al que dotan del poder de designar su vicepresidente.

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