... y, al final, alguien escuchó al juez John Sirica
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Nixon decía que no
tenía nada que ocultar, pero al mismo tiempo invocaba su executive privilege
para impedir que las personas de su equipo tuviesen que testificar en
comité alguno. Sin embargo, en paralelo Woodward y Bernstein habían olido la
sangre en la figura de McCord, y se aplicaron a investigarlo. Entre otras
cosas, descubrieron que había alquilado una oficina muy cerca del cuartel
general en Washington del senador Edmund S. Muskie, un candidato demócrata.
Nixon seguía con el mantra: presidential privilege.
Pero era complicado
seguir. Gray, en el curso de sus comparecencias para lograr la confirmación
como jefe del Efbiai, se quedó tan acorralado que no le quedó otra que
confirmar que el misterioso John Dean había estado presente cuando el FBI había
interrogado a los testigos del intento de robo del Watergate. Y no eran los
judiciales los únicos problemas que acosaban al presidente.
La economía
estadounidense estaba recalentada. En enero de 1973, el aumento del IPC
alimentario fue el mayor desde 1948. Nixon prometió que los precios bajarían
pronto, pero el IPC de febrero parecía los registros de Kobe Bryant después de
un partido de los Lakers contra los Maristas de Camporrapado. El principal
problema era la carne. Tocar el precio de la carne en Estados Unidos es como
subir el arroz en China: sólo a un mierda se le ocurriría permitirlo. En el
entorno de aquella economía, sin embargo, los productos cárnicos cada vez
subían más; su precio prácticamente se había doblado en un año.
De una forma parece
que espontánea, en diversos lugares de los Estados Unidos, y en movimientos
mayoritariamente dirigidos por mujeres amas de casa, comenzó a surgir la idea
de un boicot a la compra de carne.
En efecto, las amas
de casa comenzaron a llamarse por teléfono y a organizarse para no comprar nada
de carne en días concretos de la semana (martes y jueves). Los productores
entraron en pánico (pero no agarraron las riendas de los precios) y la Casa
Blanca respondió con una rueda de prensa de Virginia Knauer, su asesora en
cuestiones de consumo, que se dedicó a explicar lo rica que podía cocinarse la
casquería.
El sindicato
nacional de trabajadores de la automoción, entonces uno de los más poderosos
del país, se unió oficialmente al boicot de carne apenas un día antes de que el
juez Sirica leyese en voz alta la carta de McCord. Para entonces, el país vivía
obsesionado con el nuevo oro rojo. En Cleveland un juez condenó a un tipo que
había robado unos 30 kilos de solomillo de un restaurante y, en su sentencia,
declaraba que “la carne es hoy más valiosa que las joyas”. La Casa Blanca hizo
público el cambio de menú de la familia presidencial, ahora más basado en los
vegetales; la Casa Blanca, pues, incrementó sus flatulencias. Las cadenas de hamburgueserías se plantearon vender hamburguesas de
soja (la idea, entonces, no era la idea chupi guay que es ahora; entonces era un castigo. Nuestros valetudinarios estaban así de locos. O no.)
En realidad, para
entonces el problema ya no era el precio, sino el boicot. Cada vez más
extendido, amenazaba con arruinar a muchos, desde los propios productores de carne
hasta los empaquetadores. En algunas grandes ciudades de los EEUU, las ventas
de carne habían caído el 80%. Al calor de ese movimiento, por cierto, fue como
nació el de las Panteras Grises, es decir, el asociacionismo de la gente mayor
que no se siente representada por las organizaciones al uso.
El conflicto de la
carne, es decir, el conflicto de los precios, le jugaba a Nixon a favor,
paradójicamente. En medio del escándalo de la carta de McCord, el 70% de los
americanos contestaba en las encuestas que no tenían ni pajolera idea de qué
era el caso Watergate. Y, del 30% que sí sabían lo que era, sólo un tercio (el
10% de la opinión pública, pues), consideraba que era un tema serio.
El país estaba a otras
cosas. El rumor de moda aquella primavera era que en verano el gobierno
decretaría el racionamiento de la gasolina. Subió la cebolla que, aunque no lo
parezca, es un cultivo muy americano. Y estaba, claro, el crimen. El último día
del año anterior, Mark James Essex, un veterano de Vietnam, negro, disparó a
tres policías blancos. Tres semanas después, anunciando la revolución negra,
trató de realizar una matanza de civiles blancos. Fue abatido por un marine de
paisano; todo el mundo pudo verlo en la tele. A finales de enero, cuatro
hombres que se identificaron como “servidores de Alá” organizaron eso que los mexicanos llaman una balasera en una tienda de efectos deportivos en Brooklyn, y escaparon por los tejados
con varios rehenes. A finales de febrero, activistas indios tomaron el pueblo
de Wounded Knee, sede de la última gran matanza de indios perpetrada en el
siglo XIX. Dos indios fueron abatidos por francotiradores y un miembro de los marshal quedó inválido por un tiro. En solidaridad con los indios muertos, fue ese año
cuando Marlon Brando envió a recoger el Óscar que le fue concedido por la Academia
a una mujer india, Sacheen Littefeather. Asimismo, Septiembre Negro, la
organización terrorista palestina que había perpetrado los asesinatos de los
Juegos Olímpicos de Munich en 1972, atacó la embajada de Arabia Saudita en Jartum,
Sudán; asesinaron a dos diplomáticos estadounidenses que estaban allí y
exigieron la liberación de Sirhan Sirhan El Redundante, el asesino de Robert Fitzgerald
Kennedy.
Eso que llamamos la
confianza en las instituciones encontraba muy poco margen, la verdad. En marzo,
el alcalde de Miami fue condenado por sobornar a un juez para que liberase a un
traficante de drogas; otro juez de la misma demarcación lo fue por aceptar
dinero a cambio de no enjaretar a un pederasta.
La rueda de
Watergate, sin embargo, seguía rodando. En ese momento, los demócratas iban a
por lo que tenían más a mano, a lo seguro: Louis Patrick Gray. Salvando las distancias, y para que nos entendamos: el Marlaska de esta historia.
Con Gray, Nixon había
hecho una cosa un tanto fea. Se supone que el cargo de director del FBI debe de
ser un cargo apolítico; esto es algo que, en los primeros setenta del siglo
pasado, muchos americanos, políticos y no políticos, tenían muy claro después
de la ominosa época de J. Edgar Hoover, El Aspiradoras. Gray, sin embargo, era
un hombre de Nixon; 100% Nixon. Regresando a ejemplos o símiles que pudiésemos entender, sería como si Pedro Sánchez nombrase a su mujer gobernadora del Banco de España.
Para cuando llegó el
momento de que Gray compareciese ante las Cámaras para ser valorado antes de su
nombramiento (en realidad, antes de que éste fuese prolongado), el tema del
Watergate había dado ya suficientes coletazos como para que existiesen
sospechas bastante amplias en el sentido de que Gray había colaborado con la
Casa Blanca para tratar de matar el partido. Nixon trató de contraprogramar
esta presión otorgando a los senadores una especie de transparencia controlada,
puesto que les permitió revisar la documentación del caso, pero sólo durante
una media hora cada día.
El Senado, sin embargo, supo convertir una comparecencia básicamente rutinaria, teóricamente
dedicada a comprobar que el candidato para un puesto es verdaderamente hábil
para el mismo, algo doblemente rutinario en la persona de alguien que ya había ocupado el cargo, en una comisión de investigación. El hilo del que tirar se
llamaba Donald Segretti (a quien todavía podéis entrevistar a día de hoy si vais a Orange County). Segretti era un conseguidor republicano cuyas
actividades petardeando las campañas demócratas eran bien conocidas; pero la
cosa es que tanto él como el misterioso John Dean habían tenido acceso a esa misma
documentación del caso Watergate que a los senadores sólo se les facilitaba
durante el tiempo en que se tarda en sentir la necesidad de mear un vaso de
agua. Investigando a Segretti, los senadores descubrieron que su salario había
sido pagado, por orden del secretario de Nixon Dwight Chaplin, por Herbert
Kalmbach, que era el abogado de Nixon y el principal responsable de recaudar
aportaciones para sus campañas. De alguna manera, pues, en el punto de mira dejaban de aparecer liebres y empezaban a aparecer muflones creciditos.
Nixon respondió
intensificando sus demandas en torno al privilegio ejecutivo. La básica doctrina
de la separación de poderes, argumentaba, impedía que tanto él como su staff
debieran proveer cualquier tipo de información solicitada por el Congreso o el
Senado relativa a su actuación en el ejercicio de sus funciones. Sam Ervin, el Larry
David de esta historia, le respondió en la prensa: that’s not executive
privilege, it’s executive poppycock. Más o menos: esto no es un privilegio ejecutivo,
es una chorrada ejecutiva. Y anunció que lo que no hicieran voluntariamente las
personas del equipo de Nixon tendrían que acabar haciéndolo arrestados.
El 4 de abril de
1973 cayó la primera víctima del caso Watergate: Pat Gray renunció a optar a la
dirección del FBI. A Nixon, en ese momento, no le faltaban apoyos. John McCain,
teniente coronel, veterano de Vietnam e hijo de un antiguo jefe de operaciones
navales en el Pacífico, opinó en la prensa de derechas: “en su contexto
histórico, Watergate será un tema menor comparado con los éxitos de su
administración”.
Esta declaración tenía
su contexto. McCain era uno más de los elementos de la Operation Homecoming, el
regreso de nuestros chicos desde Vietnam. Todos sabemos que la principal
herramienta de un político es la mala memoria de sus votantes. La mejor manera
de hacer que una opinión pública olvide una mancha de vino es regar la camisa
con una botella entera de Rioja. En términos de notoriedad pública, el regreso
de los soldados prisioneros de Vietnam era la mejor de las opciones. Así las cosas, el
Presidente impulsó el diseño de una medalla para los prisioneros de guerra y
supervisó personalmente el envío de flores a todas sus mujeres. Nixon, como un
Iván Redondo cualquiera que quisiera hacer aparecer una pandemia con decenas de
miles de muertos como una experiencia de excelencia que “nos hace más fuertes”
y “no deja a nadie atrás”, hizo todo lo que pudo por hacer aparecer el regreso
de los prisioneros que se habían quedado enjaretados tras las líneas norvietnamitas
como el regreso de unos vencedores. Unos vencedores que, además, hasta haber
sido detenidos habían estado, básicamente, repartiendo caramelos de menta entre
los niños y lanzando perfume con Rita Irasema. Como se pasó de frenada, esto
es, como, seguro de que la gente es tonta, también se acabó por convencer de
que era gilipollas, el tema rápidamente le comenzó a salir por la culata.
Una vez la guerra
terminada, el manto de censura, legal y voluntaria, que la había tapado,
se levantó. Testigos comenzaron a hablar de escenas en las cuales hombres,
mujeres y niños habían sido arrojados desde helicópteros. Jane Fonda, en una entrevista
en la Prensa, dijo: “creo que no deberíamos saludar a nuestros pilotos como
héroes; son hipócritas y mentirosos”. Siguió: “son asesinos profesionales y,
además, si verdaderamente hubieran sido torturados, su condición física lo demostraría
claramente”. El Parlamento del Estado de Maryland llegó a aprobar una ley que
le prohibía a la actriz pisar el Estado, y se concedía poderes para embargar
todo el dinero que sus películas pudiesen ganar dentro de sus fronteras (en el momento de redactar estas notas, ignoro si Jane sigue sin poder pisar Maryland, aunque supongo que le habrán levantado el castigo hace tiempo).
Además de este
conflicto, lo que pasó también es que, tras una primera oleada de repatriados,
la mayoría de ellos militares de alto rango, comenzaron a llegar los
prisioneros puta base; ese tipo de tíos que habían saltado del mostrador de un ultramarinos a un platoon en medio dela selva; el tipo de gente que hemos visto en muchas películas,
que regresaban afirmando, mayoritariamente, que la guerra no había servido para
nada, que había sido una puta mierda y que Estados Unidos la había perdido con todas las de la ley.
Otro problema: Operation Homecoming repatrió 587 estadounidenses. Sin embargo, Nixon había repetido muchas veces en los años anteriores, cual Fernando Simón bélico, que los prisioneros de guerra eran unos 1.600. Lo más probable es que el Presidente, como todos los Simones de la vida que han sido, son y serán, tuviese muy claro desde el principio de qué iba la mentira. Los 1.600 prisioneros salían de no clasificar ni un solo MIA (missing in action) de entre todos los militares estadounidenses, la mayoría del Aire, caídos tras las líneas norvietnamitas. Nixon, pues, probablemente supo siempre que había unos 1.000 prisioneros de guerra que no lo eran, gentes a las que los norvietnamitas nunca habían enjaretado porque cuando los encontraron, si es que los encontraron, eran cadáveres; pero siempre dijo que sí que eran prisioneros y que los traería de nuevo para que besasen a sus mujeres y jugasen con sus hijos.
Y, claro, cuando Homecoming terminó y sólo 587 militares reales de los 1.600 teóricos habían bajado de los aviones, aparecieron mil señoras que comenzaron a gritar: ¿dónde está mi puto marido?
Este movimiento
creó la figura imaginada del combatiente estadounidense que, por diversas razones, es, a
pesar de los acuerdos de París, mantenido tras las líneas enemigas. Un combatiente que, según la mitología, es mejor soldado que nadie; lo cual es bastante absurdo en esencia pues, en ese caso, por qué resulta que le han trincado precisamente a él (los verdaderos presos de los norvietnamitas respondían mucho más al retrato de The deerhunter, esto es, honestos y simplones obreros siderúrgicos pillados en medio del marrón). Esa figura, la del combatiente acorralado, que con tanta eficiencia ha explotado Silvester Stallone. La Administración no tuvo
otro remedio que sugerir que podría quedar gente en Vietnam, a pesar de que yo
creo que sabían que eso era bastante difícil. Especularon con eficiencia con la escasa credibilidad de los regímenes comunistas en el mundo libre. Vietnam ya podía salmodiar que no tenía más prisioneros; nadie le creería, y Hollywood menos que nadie.
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