viernes, junio 25, 2021

Watergate (13): It is not easy, but it could be done

     ... y, al final, alguien escuchó al juez John Sirica

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Un signo claro de que la suerte de Nixon, si es que alguna vez la había tenido, estaba cambiando rápidamente, era la suerte de sus íntimos. El mismo día de la conferencia de prensa que ya hemos referido, Herbert Kalmbach, su asesor legal personal, se declaraba culpable de haber montado comités electorales falsos para lavar contribuciones electorales recibidas en 1970. Cuatro días después, la oficina del fiscal especial anunció la imputación de Haldeman, Ehrlichman, Mitchell y Colson, a los que acusaba de 24 cargos de conspiración, mentiras y obstrucción a la Justicia.

Nixon se sometió a otra conferencia de prensa. En la misma, el conductor de noticias de la CBS Dan Rather, le preguntó, directamente, si consideraría que, en el caso de que los mismos crímenes que se le imputaban a sus socios se le imputasen a él, se trataría de ofensas suficientes como para justificar un melocotoneo. Nixon trató de salir a la americana, esto es, con un chiste, que hoy ya no sería visto como tal: “bueno, la verdad es que también he dejado de pegar a mi mujer”.

Lo peor de lo peor era el cargo que se le imputaba a Haldeman de haber mentido en sede parlamentaria. Si el fiscal especial consideraba que el ex mano derecha de Nixon le había mentido al Congreso, entonces es que no creía en su versión sobre lo que Nixon sabía y, sobre todo, no sabía sobre el Watergate. John Dean, lo recordaréis, había declarado que, en marzo de 1973, Nixon había asegurado que no sería problema conseguir el millón de dólares que hacía falta; ante el Senado, Haldeman había reconocido que había estado en esa reunión, y que había dicho lo que Dean declaró. Sin embargo, ahora se lo imputaba porque el Gran Jurado, finalmente, había podido escuchar la cinta y había comprobado que Nixon no había dicho nada, cuando menos en esa reunión (luego veremos que sí lo dijo). Aunque, en ese caso, los dados cayesen sobre la mesa a favor de Nixon, aquello no era ninguna buena noticia; aquello era el preludio de todo lo que aquellas cintas iban a colocar en su sitio. Y el Comité Judicial no paraba de pedir que se le enviasen más.

Así las cosas, en ese punto, a principios de 1974, el tema era cada vez menos judicial, porque ese flanco estaba cada vez más claro, y se centraba más en la cuestión de si el Congreso tendría las pelotas de lanzar un impeachment. Nixon, en el fondo, no lo tenía tan difícil; necesitaba entre 50 y 60 demócratas que estuviesen de acuerdo en votar con él.

El 16 de marzo, el presidente se fue en el Air Force One a Nashville, Tennessee, donde tenía entrada para la primera representación del teatro Gran Ole Opry. Allí habló de lo importante que es la música country y recibió lecciones de virtuosismo con el yo-yo de un experto en la materia llamado Roy Acuff. En todo momento, desdeñó a las personas que, en el público, sostenían silenciosamente carteles llamándolo corrupto. Dos días después estaba en Houston, donde tenía agendada una sesión de preguntas por parte de la National Association of Broadcasters. Allí dijo que la consulta sobre la posibilidad de un impeachment estaba descontrolada y siguió defendiendo que, constitucionalmente hablando, no había base.

Por mucho que Nixon se pudiera dar todavía baños de masas en el Dixie, lo cierto es que sus apoyos políticos decrecían a marchas forzadas. Apenas 48 horas después de su regreso a Washington, una de las voces más prominentes del republicanismo conservador, el senador por Nueva York, James Buckley, dio un discurso en el que dijo que la credibilidad y la autoridad moral de Nixon estaban beyond repair; que, por lo tanto, ya nada se podía hacer por él. Por ello, dijo, por el bien de la República, lo mejor que podía hacer era dimitir.

Al llegar el mes de abril, la prensa publicó que el presidente Nixon había pagado en 1969 algo más de 72 millones de dólares en impuestos, pero que en 1970 había tenido una devolución de 72.000 dólares y al año siguiente había pagado 800 dólares. Aquel cambio tan brusco estaba causado por su decisión de donar todos sus papeles como vicepresidente al gobierno. Sin embargo, había realizado una pirula legal, y ahora el IRS le reclamaba unos 475.000 dólares. Aquel mes, por primera vez, en las encuestas el porcentaje de americanos a favor del impeachment superó a los que estaban en contra.

El 4 de abril, el Comité Judicial se dirigió al gobierno para recordarle que llevaba nada menos que 38 días esperando que se le contestase al auto que había emitido solicitando la remisión de 42 cintas más. El presidente del Comité Judicial, Peter Wallace Rodino Jr., congresista por New Jersey, declaró que la paciencia se había acabado. Le dio a la Casa Blanca un plazo de cinco días hasta el día 9 de abril o le enviaría una subpoena al presidente (la primera de un comité judicial en la Historia).

En medio de toda esta movida, con un comité parlamentario dándole un ultimátum al presidente y Hacienda reclamándole a ese mismo presidente medio millón de dólares, los simbióticos entregaron otra cinta con la voz de Patty Hearst grabada.

Empezaba la Hearst su perorata indicando que a ella nunca se la había obligado a decir nada que no quisiera. De seguido, y tras decir que ni la habían drogado ni hipnotizado, acusó a sus padres de ser parte de una conspiración del FBI para asesinarla a ella y a sus secuestradores, a los que ahora llamaba camaradas. Dijo que sus camaradas le habían dado a elegir entre la libertad o proseguir la lucha por la libertad de los demás en el ESL; y que había elegido quedarse con los chavalotes. Luego siguieron varios minutos de quejas y broncas varias contra sus padres, contra el capitalismo, contra todo. El discurso era tan delirante que incluso en un momento llegó a decir que toda la crisis del petróleo no era sino una conspiración internacional para “convertir al obrero moderno en una pequeña clase de presionadores de botones”. Terminó explicando que había cambiado su nombre neoliberal, Patty, por Tania, en homenaje a una camarada que había luchado en Bolivia codo con codo con el Che Guevara; y, de hecho, en nombre de Tania pronunció en español el tan manido Patria o Muerte, Venceremos. El comunicado estaba acompañado por una foto de Patty Hearst vestida de camuflaje y con boina, con una metralleta, que daría la vuelta al mundo y que yo diría que sigue siendo yo el icono de esta tipa.

Aquella primavera, diversos miembros del Ejército Simbiótico, entre ellos la propia Hearst, fueron captados por las cámaras de seguridad del Hibernia Bank de San Francisco durante su robo.

El 11 de abril, el Comité Judicial votó, 33 contra 3, la demanda de las 42 nuevas cintas, y decidió darle a la Casa Blanca un plazo de dos semanas para que las produjese. Pero eso no fue todo. La semana siguiente, Leon Jaworski, el nuevo fiscal especial, extendió una orden relativa a 64 cintas más; gesto que fue respondido por el Comité Judicial al día siguiente solicitando 142 cintas más. El abogado de Nixon James St. Clair, desbordado, tuvo que pedirles algún aplazamiento para poder llevar a cabo aquellos encargos.

St. Clair, tras conseguir el OK del Comité sobre el aplazamiento, se fue a Camp David a ver a su jefe. En la noche del 29 de abril, los trabajadores del Congressional Record trabajaron para producir un grueso libro titulado Submission of recorded presidential conversations to the Committee on the Judiciary of the House of Representatives by President Nixon, April 30, 1974. Nixon apareció en televisión con los tomos, como los políticos hacían antes con los libracos de los Presupuestos Generales del Estado cada año. En realidad, buena parte de las transcripciones habían sido reproducidas a doble espacio, para así parecer que el material era mucho más voluminoso de lo que realmente era.

Nixon le aseguró a los americanos que lo que estaba en aquellas 1.400 páginas lo aclararía todo. Se detuvo en algunos detalles especialmente beneficiosos para él para insinuar que, efectivamente, cuando cualquiera leyese esas transcripciones, descubriría que él era un santo varón. Y, por supuesto, incidió con su argumento preferido: el Watergate como molestia: “cada día absorbido por el asunto Watergate es un día perdido para el trabajo que vuestro presidente y vuestro Congreso deben realizar”.

Para mí es absolutamente claro que Nixon intentó, con aquellos tomos, hacer la misma jugada que estoy convencido (claro que soy el único) hizo el gobierno estadounidense cuando se dio cuenta de que no podía parar Wikileaks. En ambos casos, creo yo, quien elaboró la información estaba pensando en ahogar a sus contrarios en tal cantidad de datos y de información que, unido, en el caso de Nixon, a la clara imagen que buscaba de presidente transparente, presidente que lo facilitaba todo, todo y todo, hacer que el interés público por el tema Watergate decayese.

El libro se puso muy rápidamente a la venta a un precio bastante razonable para semejante tocho (12 dólares con 25 centavos; hoy se puede llegar a conseguir por el mismo precio nominal). En dos horas se vendieron 3.000 copìas. La prensa se ocupó de comunicar a toda hostia que lo que el personal tenía que hacer era ir a la página 187. Allí estaba, allí está, la famosa conversación del millón de dólares. La conversación en la que D (Dean) dice que buscar un millón de dólares por debajo de la mesa puede suponer problemas legales. Todos, dice Dean, están implicados en el tema, y el tema es obstrucción a la Justicia. Y dice: “lo que tenemos que hacer es lavar el dinero; como la Mafia. Pero nosotros no sabemos hacerlo”.

Ése es el puto momento en que el presidente pregunta cuánto dinero hace falta. El momento en que Dean le contesta: “yo creo que esta gente [aquéllos a los que quieren mantener tranquilos y sin cantar] costará un millón de dólares en dos años”.

Y Nixon contesta (copio literal): you could get a million dollars. You could get it in cash. I know where it could be gotten. It is not easy, but it could be done. But the question is: who the hell would handle it? Any ideas of that?

Se puede conseguir un millón de dólares en cash; no es fácil, pero es posible. Si no recuerdo mal, en alguna de las partes de The Godfather esa respuesta (“no es fácil, pero es posible”) es la que recibe el Don cuando está planificando un asesinato.

Pero no son las palabras de un padrino de la Mafia. Son las palabras del presidente de los Estados Unidos de América. Hablando, eso sí, como un mafioso. Y participando, de hoz y coz, en la maniobra para esconder las miserias del Watergate en la que siempre dijo que no había participado.

La United Press International, la famosa UPI, hizo una machada: en apenas 4 días, le transmitió a sus periódicos clientes las 350.000 palabras de las transcripciones; muchos de esos periódicos utilizaron todo ese material para crear suplementos especiales. La mayor de las machadas fue la del Chicago Tribune: empleó nada menos que 300 personas y se gastó un cuarto de millón de dólares; pero colocó un suplemento de 44 páginas en la calle apenas unas horas después de la aparición de Nixon con los primeros tomos. La Radio nacional Pública organizó la lectura completa de los textos.

Así las cosas, era inevitable que los trucos inventados por los abogados del presidente aflorasen rápido. Por ejemplo: en las transcripciones había unos 1.800 momentos que estaban clasificados como inaudibles o ininteligibles. Este tema, en sí, no era muy raro. Lo que sí era raro es que los episodios inaudibles resultasen ser el doble en el caso de Nixon que de cualquiera de los otros contertulios.

En términos generales, el conocimiento de las transcripciones tuvo sobre el americano medio el mismo efecto que tendría hoy sobre el votante medio español el conocimiento de unas cintas de esa naturaleza grabadas en Moncloa durante cualquier gobierno. Los estadounidenses descubrieron que los políticos que regían sus vidas hablaban muchas veces como prostitutas de Tijuana; que sus conversaciones revelaban bajos niveles de empatía con la gente, en realidad muy poco interés en la gente; y que, en general, la imagen que quedaba de la Casa Blanca después de leer todo aquello es que, lejos de ser ese lugar angélico en el que Aaron Sorkin hace vivir a Jeb Burlett, ese sitio donde siempre hay alguien que, cada vez que hay que bombardear un centímetro cuadrado de la Tierra, se siente contrito y desesperado; la Casa Blanca, digo, es un lugar sórdido, egoísta, frío y despiadado, un lugar donde lo que importa, básicamente, es que el votante siga votando y, si para que lo haga, hay que mentir, hay que pisar testículos, destrozar vidas, hacer que los sinceros parezcan mentirosos, que los humildes parezcan infatuados, que la mentira parezca justicia, el robo solidaridad, el abuso de poder sensibilidad social, pues se hace, y punto. Porque el político en el poder es un tiburón; un tiburón que si deja de nadar hacia delante, se muere; y lo sabe.

Pero todos tranquilos, porque, por supuesto, en vuestro país las cosas son diferentes.

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