miércoles, junio 23, 2021

Watergate (12): La última trinchera

    ... y, al final, alguien escuchó al juez John Sirica

Un presidente Missing in Action
El día que James McCord le dijo al mundo: "¡Es un pato, imbéciles, es un pato!"
Breznev y los prisioneros de guerra contraprograman el Watergate
Los pruritos morales de Hugh Sloan
Johnny cogió su fusil
El testimonio de Alejandro Mantequilla
Spyro Agnew y las 21 preguntas de los cojones
A situaciones paranormales, aficiones paranormales
Los diez negritos fiscales
El discurso del político acorralado
La última trinchera
It's not easy, but it could be done
El último martillazo de Warren Earl Burger
Barbara Jordan, Christine Chubbuck, y el final 


Las historias sobre las interioridades financieras de la campaña de Nixon no dejaban de brotar, quizás porque, a causa de su creciente debilidad, la locuacidad de muchos de sus subordinados de entonces, cabe sospechar que muy desengañados, era cada vez mayor. La Prensa también publicó historias sobre cómo Nixon había escondido la plusvalía generosa obtenida por la venta de unos terrenos en Florida a base de registrar toda la operación a nombre de su hija Tricia, amén de otras irregularidades menores, como que se había registrado para votar en California, aunque no pagaba ni un duro de impuestos en dicho Estado.

Para cuando el Post publicó toda esta mierda, Nixon jugaba ya a contracorriente. Tuvo, por ejemplo, que someterse al interrogatorio de un grupo de editores de medios de comunicación en televisión. Con los datos financieros muy recientes en la mente de todos, Nixon hubo de ser tajante: “nunca me he beneficiado de realizar servicio público; cada centavo que he obtenido, lo he ganado. Nunca he obstruido la labor de la Justicia. Y después de todos mis años de servicio público, debo decir que aplaudo estas investigaciones. Porque el pueblo americano tiene derecho a saber si su presidente es un corrupto; y yo no lo soy”.

Otro clásico de la dialéctica política: si te acorralan, ponte al frente de la manifestación. Coge a tus ovejas, monta una buena manifa, y hazla caminar presidida por la pancarta ¡Viva el Lobo!

Conforme pasaban los días, sin embargo, el suflé tomaba su verdadero tamaño. La tan cacareada Operación Candor no parecía convencer a nadie. Time vino a decir que era sólo una colección de medias palabras, distorsiones y falsas asunciones.

En ese momento, se produjo el anuncio de Fred Buzhardt; que era, como ya hemos dicho, uno de los abogados del presidente. A Fred se le encargó la revisión de las cintas de marras para prepararlas y así cumplir con el auto de Sirica. En ese momento, descubrió que en una grabación del 20 de junio de 1972, que correspondía a una conversación entre Haldeman y el propio Nixon, había un espacio de 18 minutos y medio durante el cual todo lo que se escuchaba era un zumbido.

¿Era importante ese encuentro? Ante el juez Sirica, hubo un simple ciudadano estadounidense que lo explicó. Claro que ese simple ciudadano había sido, hasta poco tiempo antes, bastante más que un simple ciudadano en términos del Watergate. En efecto, Archibald Cox le explicó a la Corte que aquel encuentro era “la primera ocasión para una discusión completa sobre cómo se podría gestionar el incidente Watergate”. El ex fiscal especial del caso consideró que “la hipótesis de que en dicha entrevista se pudieron producir instrucciones claras” sobre la materia “es prácticamente irresistible”.

Para Nixon, aquel zumbido era un problema de gran tamaño. El presidente se había desgañitado en las semanas anteriores diciendo y repitiendo que todas aquellas cintas, puesto que la tesis era que contenían secretos fundamentales para la Humanidad, habían permanecido en todo momento under my sole personal control. Lo cual suponía que, automáticamente, lo que ya todo el mundo conocía como the gap fuese directa responsabilidad suya. El nuevo equipo fiscal especial, bajo las órdenes de Leon Jaworski, inició una investigación sobre si el presidente había destruido personalmente elementos probatorios del escándalo Watergate.

La fiscalía le encomendó a una abogada, Jill Wine Volner (que fue la primera mujer directora de la American Bar Association) el interrogatorio de la persona que, de repente, se había convertido en fundamental: Rose Mary Woods, la que venía siendo, desde 1951, la secretaria personal de Nixon. El 8 de noviembre, ante Sirica, el juez le había preguntado si era posible borrar una cinta inadvertidamente. Ella contestó: “no me considero tan estúpida como para borrar algo que esté grabado en una cinta”. Ahora, ante Volner, trató de recular de todo aquello, pero sólo consiguió labrar un relato bastante contradictorio y extraño, en el cual, mientras atendía una llamada urgente de teléfono, decía haber presionado un pedal y un botón que tal y tal. Se realizó una gestión probatoria en el mismo despacho de Woods, en la que quedó claro que lo que ella decía que había hecho: atender el teléfono, pisar el pedal y pulsar un botón, era imposible. El tribunal designó a un grupo de peritos que concluyeron que el borrado tenía que haber sido deliberado.

El ambiente social no le ayudaba en nada al presidente; el cabreo nacional cogía momento. En New Hampshire, hasta 25 municipios distintos suspendieron prácticamente todos los servicios públicos que demandaban desplazamientos. En Nueva York se prohibió la iluminación exterior de los establecimientos comerciales a partir de las 9,30 de la noche. Hubo incluso debates en torno a si los Estados Unidos se podían permitir los 37 dólares que suponía la factura de gas correspondiente a la llama permanente que ardía (y arde, creo) en la tumba de John Fitzgerald Kennedy. En la Nochebuena, la OPEP multiplicó unilateralmente el precio del petróleo por cuatro.

En aquel cambio de año, el estado de ánimo del país quedó bien claro en el gran éxito cinematográfico del momento: El Exorcista. Una recién llegada a la escena, Linda Blair, interpretó el papel de una niña de unos doce años, supuestamente alquilada por el demonio. En la escena más escandalosa para el momento, Linda grita: Let Jesus fuck me! Lick me! Lick me!

Casi todo en El exorcista, por no decir todo, es bueno: el ambiente oscuro, entonces mucho menos común en la pantalla que hoy en día; la figura de Linda Blair, un descubrimiento para significar la inocencia destrozada; el papel de su madre, asumido por Ellen Burstyn, una mujer de pocas creencias, si es que tenía algunas; la figura del padre Karras, un fracasado desde el minuto uno; la banda sonora, inigualable; y el fondo de la cuestión: una familia acorralada por el Maligno que debe fiar su felicidad a un ser notablemente imperfecto.

Hoy nos parecerá estúpido, pero en las primeras proyecciones de la película en Estados Unidos siempre había algún desmayo y algún espectador que soltaba la raba. La llegada a Europa no fue mejor: en Alemania, un chico se pegó un tiro delante de la pantalla y en Reino Unido otro falleció en plena proyección después de sufrir un ataque de epilepsia. En Estados Unidos, varias personas terminaron en el manicomio, convencidas de que el demonio los había poseído (aunque siempre puede que ya trajeran la mierda de casa, por así decirlo).

El 4 de febrero de 1974, la hija de Randolph Hearst, nieta por lo tanto del fundador del imperio de medios de comunicación que inspiró a Orson Welles al filmar su Citizen Kane, fue secuestrada. Unos días después de que unos tipos armados la hubiesen sacado violentamente del apartamento en que vivía con su novio, la estación de radio KPFA recibió un comunicado de los secuestradores, anunciando que habían cumplido una orden expedida por el Tribunal del Pueblo para arrestar a la hija de un “enemigo corporativo del pueblo”. Exigieron que todas las comunicaciones de esta Corte fuesen publicadas íntegras en todos los periódicos y medios de comunicación en general, y que si no cumplían, la seguridad de la secuestrada estaría en peligro. Sucesivos comunicados anunciaron la intención de seguir realizando secuestros para financiar la guerra contra el fascismo capitalista.

Los secuestradores pertenecían al Ejército Simbiótico de Liberación, una organización que, recientemente, había reclamado la autoría del asesinato del responsable de la inspección educativa del área de Oakland, “el Judas negro de Oakland” como lo llamaron (era, efectivamente, de raza negra). Patty Hearst estudiaba y vivía en Berkeley. En aquel entonces, en aquel campus dabas una patada en el suelo y salían toneladas de estudiantes marxistas hasta la médula; el ESL sabía que allí tenía un santuario de siperos.

El 11 de febrero, los simbióticos enviaron una cinta de casete con la voz de Patty Hearst. Anunciaba que no la estaban maltratando ni “asustando innecesariamente”; que sus secuestradores habían sido muy honestos con ella, y que sus padres debían cooperar con sus peticiones. La Policía se dio cuenta de que la grabación no era seguida; que había sido parada y reiniciada muchas veces. Un signo claro de que los secuestradores le habían ido sacando a la niña las frases una a una.

En el secuestro, sin embargo, comenzó pronto a haber cosas un tanto sospechosas. La policía se fijó enseguida en Steven Webb, el novio de la Pati y conviviente con ella, que al parecer tenía ciertas simpatías hacia grupos cercanos a los secuestradores. Aunque, como sabemos, al final fue la novia la que terminó teniendo algo más que simpatías.

Finalmente, un hombre que se identificó por el alias Cinque y dijo ser el mariscal de campo del Ejército Simbiótico (en realidad, Donald DeFreeze, líder de la organización; se había escapado de la cárcel en marzo de 1973. El 17 de mayo de aquel mismo 1974, la Policía rodeó una casa donde estaba con otros cinco simbióticos, hubo un tiroteo, la casa ardió en llamas y, aparentemente, DeFreeze se suicidó con una pistola antes de arder vivo) dijo, en una cinta, que el padre de la secuestrada debería dar 70 dólares de comida para cada californiano que fuese elegible para la ayuda social, o cualquiera que hubiera estado en prisión o en libertad condicional. Asimismo, exigía que el emblema del Ejército, una serpiente de siete cabezas, se imprimiese en todos los periódicos.

Tres días después, el padre de Patty Hearst dio una rueda de prensa en la que dijo que, dado que las exigencias del ESL no eran muy factibles, estaba preparando una contraoferta.

El 30 de enero de 1974, el presidente Nixon dio su discurso del Estado de la Unión. En su discurso, dijo que ni pensaba dimitir, ni pensaba entregar más cintas o documentos. El país estaba en medio de una serie de medidas drásticas de racionamiento de la gasolina, incomprensibles en un país muchos de cuyos habitantes habían vivido convencidos de que EEUU tenía todo el petróleo que quería.

Una semana después del Estado de la Unión, el Congreso “respondió” votando 410 contra 4 a favor de darle al comité judicial poderes totales para poder acusar y emitir órdenes y autos ante cualquiera; incluido el presidente. Todo estaba en manos de John Doar, el jurista (republicano) que había contratado el Comité, en la búsqueda de un jefe de las investigaciones con imagen de independiente o, cuando menos, equilibrado.

Era el principio del proceso de impeachment propiamente dicho.

El melocotoneo, sin embargo, no era tan fácil de llevar a cabo. Lo primero en lo que tenía que ponerse de acuerdo el equipo de Doar era sobre la cuestión: ¿qué es, y qué no es, una impeachment offence? En otras palabras: ¿qué es lo que tiene que hacer un presidente para que sea legal enseñarle la puerta de salida?

La cosa es más compleja de lo que parece. El régimen constitucional estadounidense, como probablemente no puede ser de otra manera, regula el impeachment, pero no regula sus porqués. Por ello, tal y como ya habían señalado en el pasado de los tiempos que relatamos muchos dignos juristas, en realidad un impeachment va, en cada momento, de lo que el Poder Legislativo considere, también en cada momento, que es una ofensa digna de la expulsión. Ésta es la razón, en mi opinión, de que la figura del juicio político se haya deteriorado tanto en los últimos años y, sobre todo, con la presidencia de Donald Trump, presidente al que se ha querido melocotonear un par de veces, sin éxito. Dejar la definición de las causas en manos de los miembros del Congreso y del Senado equivale a fiarse de que dichos miembros, aunque se beneficien de mayorías sólidas, no van usar su prerrogativa en un sentido partidista. Esto, sin embargo, cuando menos parcialmente no ha sido el caso de Trump, a quien se quiso durante su mandato someter a impeachment por unas acusaciones que no estaban muy claras; tan poco claras estaban que, de hecho, salió de ellas limpio de polvo y paja después. Ciertamente, una buena forma de explicar hasta qué medida el impeachment es una figura jurídica enormemente resbalosa es recordar que incluso en el caso de Nixon, un hombre al que abrumaban las pruebas y las sospechas, el tema no estaba nada claro.

El 25 de febrero, en una conferencia de prensa, Nixon dijo: “no hay que ser un constitucionalista para tener claro qué es lo que la Constitución considera como una ofensa digna de juicio político. Ha de tratarse de un delito criminal por parte del presidente”. Pero ése no era el concepto del equipo de Doar, para el que el impeachment era “una válvula de seguridad constitucional”, un mecanismo para permitir que las Cámaras pudieran responder a toda situación que consideraren lesiva para el orden constitucional o violase los compromisos y juramentos presidenciales. Los padres constitucionales, sostenían, habían querido ser “lo suficientemente flexibles como para abarcar cualquiera de las situaciones que, en su momento, no podían adivinar”.

El caso Watergate atacaba la última trinchera que le quedaba a Richard Nixon.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario