... y, al final, alguien escuchó al juez John Sirica
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John Dean no era el Señor X del Caso Watergate, pero lo que sí era, es su clave de bóveda (tras el Watergate, haría toda una carrera como abogado y, sobre todo, conferenciante y autor de libros, siempre con el epicentro en su experiencia en la Casa Blanca). Un buen síntoma de esto es que terminase por ser la persona nombrada por el presidente para investigar el escándalo; aparentemente, según diría Nixon, Dean le había entregado un informe en el que le informaba de que ningún miembro del staff de la Casa Blanca ni del equipo electoral del presidente había estado implicado en la movida. Sin embargo, en marzo de 1973 la figura de Dean estaba bastante quemada; protagonizaba las noticias en los medios, pero no por su informe exculpatorio, sino por las noticias que habían surgido de que había tratado de obligar al FBI a darle documentación del caso; se sospechaba, incluso, que Dean había destruido pruebas poco después de descubrirse el asalto a las oficinas del complejo Watergate.
De forma un tanto repentina, al iniciarse la primavera de 1973, se supo que Dean estaba dispuesto a acudir al Comité parlamentario y testificar, bajo el juramento de que todo lo que hizo, lo hizo por el bien de la Casa Blanca. Este anuncio no hizo otra cosa que exacerbar las noticias y sospechas sobre su figura. La opinión pública estaba segura de que Dean había sido quien lo había tapado todo; y no eran pocos los que empezaban a pensar que había sido el instigador del asalto y el espionaje.
De hecho, cuando Dean estaba en ésas, el día 3 de junio, el Washington Post publicó que Dean y Nixon habían tenido 35 reuniones durante la segunda mitad de 1972 y las primeras semanas de 1973 para discutir la forma en la que taparían el escándalo. Esto ponía en una posición desabrida al presidente, puesto que ya había dicho que la primera noticia que tenía de cualquier estrategia de ocultamiento era de marzo de 1973.
La Casa Blanca salió con un desmentido categórico de todas las afirmaciones del reportaje. La Prensa, lógicamente, repreguntó si, para demostrar la autenticidad de sus negativas, la Casa Blanca estaba dispuesta a facilitar los registros meticulosos que guardaba de las reuniones del presidente. El portavoz de Nixon contestó con un categórico never que no dejaba lugar a la duda. No obstante, en apenas 48 horas anunció que lo haría. Los políticos, ya se sabe: digo una cosa, luego la contraria, y siempre tengo razón (no porque ellos sean muy listos; más bien porque siempre hay algún imbécil que les cree).
Para cuando las audiencias parlamentarias recomenzaron, el 5 de junio, las tres grandes cadenas estaban en la sala con unos equipos que daban la impresión de que iba a declarar Leo Messi. No sólo eso: es que en un mundo como el de hace medio siglo, en el que las redifusiones no es que no fueran tan comunes como hoy en día, es que eran rarísimas, la PBS reemitió la totalidad de la sesión por la noche para que la pudieran ver los que habían estado currando. Archibald Cox, que recordaréis era el special prosecutor, pidió que las retransmisiones se parasen durante tres meses, para poder ganar en eficiencia en el proceso. No le hizo caso ni dios.
El 6 de junio, compareció una persona joven llamada Hugh Sloan, tesorero de la campaña de Nixon (quien luego ha hecho una carrera como ejecutivo empresarial). Era un viejo conocido del caso: en el juicio del juez Sirica ya había testificado sobre unas sumas de dinero que presuntamente le había dado a Gordon Liddy durante el verano de 1972; sumas que Sloan sostenía no tener ni puta idea de para qué eran. Uno de los principales reproches de Sirica a los fiscales de su caso había sido, precisamente, que no habían juzgado importante investigar aquellos pagos. Ervin era más bien de su opinión.
Sloan informó de que la orden de regar con pasta contante y sonante (no traces) le había llegado del director adjunto de la campaña, Jeb Stuart Magruder (extraño caso de la fauna Watergate: se hizo pastor presbiteriano, y se ha pasado la vida dando charlas sobre moral, touch your balls), y que los pagos al final totalizaron 83.000 dólares, que si son una pasta ahora, hace 50 años eran el puto sueldo Nescafé del rey Felipe VI. Siguió contando Sloan. Le constaba que Magruder tampoco estaba muy tranquilo con la orden que acababa de transmitir y, por lo tanto, consultó con su superior, Maurice Stans, ex secretario de Comercio en las administraciones Nixon (que escribiría un libro sobre su participación en la movida: The terrors of Justice: the untold side of Watergate; murió en 1998, a los 90 años de edad). Stans le dio una respuesta propia de peli de Scorsese: “No quiero saberlo y, créeme, tú tampoco quieres saberlo”.
Los registros de estas audiencias reflejan claramente que, en ese momento, se produjo en la sala ese tipo de murmullo que se produce en el Camp Nou cuando Jordi Alba pasa de la línea de tres cuartos, y la gente barrunta que va ser capaz de llegar hasta la de fondo con la pelota controlada.
Sloan explicó que el día antes del 7 de abril de 1972, jornada en la que se legisló una mucha mayor transparencia de las aportaciones electorales, por las oficinas de la campaña de Nixon aparecieron para su reparto casi dos millones de dólares. Las personas que tenían potestad completa sobre el dinero, como Liddy o Herb Kalmach, entraban y salían con dinero; aunque, al parecer, como eran un poco más finos que las mafias marbellíes, por lo menos no lo llevaban en bolsas de basura.
Para cuando los arrestos del Watergate se produjeron, 17 de junio de 1973, Sloan le había entregado a Liddy 199.000 dólares. Se acojonó. Tuvo claro que estaba en medio algo muy gordo y probablemente maloliente, así pues se fue a ver a Mitchell. ¿Qué le dijo Mitchell? When the going gets tough, the tough gets going. Un juego de palabras básicamente intraducible en el que le venía a decir que habría que pirarse.
Magruder le contó que el FBI iba a investigar al comité de reelección. También le dijo a Sloan que él pensaba mentir y reducir los pagos a Liddy a 80.000 dólares. Sloan dijo que le dijo que él no pensaba cometer perjurio. Magruder contestó: you may have to. Más te valdría.
Sloan fue instruido para mantener una entrevista con Dwight Chapin, secretario del presidente (quien todavía hoy es un activo consultor político y de relaciones públicas, siempre en el ámbito republicano), obviamente una de las personas que estaba en contacto más continuado con Nixon. Chapin le dijo a Sloan que tal vez era momento de que se tomase unas vacaciones. Más tarde, aquel mismo día, se encontró con Bob Haldeman, a quien volvió a comentarle sus cuitas morales, que Haldeman dijo no entender. Haldeman le dijo que si necesitaba ayuda buscando un abogado, que se lo dijera. Los mafiosos siempre quieren que aceptes ser asesorado por un abogado de su confianza, que ya no sabes muy bien si es tu abogado o tu peor enemigo.
Dos semanas después de las dos entrevistas en la Casa Blanca, Magruder se fue a tomar unas cerves con Sloan y le dijo que era su obligación contarle a los investigadores federales que el dinero entregado a Liddy no era ni siquiera 80.000 dólares, sino la mitad. Sloan dijo que se negó y que el otro se puso como el Puma de Baracoa.
Aquella misma tarde, Sloan habló con otro alto ejecutivo de la campaña, Fred LaRue (siempre se negó a declarar contra Nixon y probó la cárcel por ello; murió en el 2004). LaRue quería que Sloan hiciese el viaje de vacaciones que le había sugerido Chapin. Incluso le dijo que había hecho una reserva para él para un vuelo a las seis de la mañana que salía de Dulles. Le dijo que tomase una habitación en el Dulles Marriot, y que saliese de su casa inmediatamente.
El mismo día de aquella declaración, el republicano Paul McCloskey, conocido como Pete por casi todo el mundo, se convirtió en el primer político en proponer que el presidente fuese objeto de una consulta de impeachment. El congresista del ala liberal del Partido Republicano que quería ver a su presidente melocotoneado era un marine condecorado que, tras su experiencia bélica, se había convertido en un pacifista irredento. En 1972, aun sabiendo que no llegaría a nada, le había disputado las primarias a Nixon en New Hampshire; es autor de un libro que lleva el evidente título Truth and untruth: political deceit in America. Consiguió hablar unos seis minutos antes de que, usando un truco parlamentario, el congresista de Indiana Earl F. Landgrebe consiguiera quitarle la palabra; Landgrebe pertenecía a la extrema derecha republicana, y se hizo famoso por sus intentos de introducir Biblias clandestinas en la URSS.
A Sloan lo siguió Herbert Porter, el hombre responsable de la agenda en el comité de campaña. Porter había tenido el mismo tipo de encuentros con Magruder; pero, en su caso, él, aparentemente, había decidido colaborar. Su declaración fue el momento que escogió para saltar al ring el senador Howard Baker. Baker es una figura interesante, y uno de esos elementos de la política estadounidense que te llevan a pensar que, a pesar de todas sus mierdas, está bastantes escalones por encima de la política europea, normalmente basada en la fidelidad partidaria estricta. Baker era republicano, uno de los tres (de siete) miembros del comité de dicho partido. Era un hombre que le debía su carrera política a Nixon, pues sólo gracias a la implicación de su amigo pudo dar la vuelta a los resultados en un Estado como Tennessee, de claras vocaciones liberales. Sin embargo, cuando vio lo que vio y oyó lo que oyó, Baker no hizo lo que se supone que debería hacer, esto es mantener un perfil bajo y matar el partido; de hecho, la Prensa lo bautizó “el hombre que siempre pregunta por qué”. Baker se convirtió, efectivamente, en el hombre que preguntaba y repreguntaba a los testigos sobre sus motivaciones y pensamientos ante lo que estaban haciendo, hasta que les arrancaba la confesión de que eran perfectamente conscientes de que estaban en algo sucio y que aun así callaron, la inmensa mayoría por fidelidad a la persona de Nixon.
El efecto del caso Watergate es algo que difícilmente podemos imaginar. Ya sabéis que en EEUU era común que niños preadolescentes repartiesen los periódicos en bici. Pues bien: los periódicos empezaron a llegar tarde a las casas porque los propios chavales, al recibir la remesa, cogían uno de los números y se ponían a leerlo antes de comenzar a repartir. Un niño de 11 años le escribió una carta a Sam Ervin diciéndole que quería saber más del escándalo, y el presidente del Comité le mandó dos grandes cajas con todas las cintas de las sesiones. Un niño de 10 años de Hawai hizo su primer viaje al continente en compañía de su abuela, su madre y su hermana. Lo llevaron a Disneylandia, al Gran Cañón, al hogar de sus ancestros en Kansas y a Yellowstone. Durante todo ese viaje, el niño se pegaba por la noche a la televisión en el motel para ver las redifusiones de la PBS. Se llamaba Barack.
El 12 de junio, Herb Porter regresó al comité. El tema, esta vez, fue el montaje de manifestaciones falsas y la infiltración en campañas demócratas, y la entrega de memorandos procedentes de la campaña de Edmund Muskie para John Mitchell. Después de Porter, le llegó el momento a Maurice Stans. La cuestión fundamental que tenía sobre la mesa es cómo era posible que una parte tan significativa de los 1.777 millones de dólares recibidos por la campaña de Nixon lo fuesen en cash, y justo antes de la regulación de su publicidad, el 7 de abril. Por qué los registros de muchas de esas aportaciones habían sido destruidos.
Stans se defendió con la legalidad. Los registros se habían destruido porque la ley no obligaba a mantenerlos (el paralelismo con el famoso ordenador de Bárcenas es sorprendente). Quienes habían donado el dinero buscaban en anonimato, y lo suyo era que ellos respetasen eso.
En realidad, el problema con Stans era el contrario que el de Bárcenas; lo que no lograban entender sus interrogadores era que no hubiese guardado ningún tipo de registro personal. Stans se encastilló en que no guardar registros personales no era ningún delito. Ervin le vino a decir que alguien con suficiente moral debería regirse por principios básicos, aunque no estuviesen en la ley.
La declaración de Stans elevó como pocas veces ante los estadounidenses la figura de Sam Ervin y les enseñó otra curiosa enseñanza de la política, y es que, así como está básicamente repleta de corruptos (entiéndase el concepto en un sentido lato), a veces te sorprende porque hace que aparezcan figuras admirables donde menos lo esperarías. Sam Ervin había sido, una vez, casi el jefe del bando parlamentario americano que practicaba el filibusterismo contra las leyes de derechos civiles. Una vez, había apelado de locas a las feministas.
Ahora, sin embargo, portaba durante las audiencias un mazo con colores arco iris que le había fabricado expresamente un indio cherokee, y hacía las delicias de personas y políticos de izquierdas.
Ervin, evidentemente, no era un cualquiera. Era un graduado de Harvard, y tenía una experiencia amplísima en los cuerpos legislativos que comenzaba en 1925 y se había dilatado ininterrumpidamente, con sólo un breve hiato en el que había formado parte del Tribunal Supremo de Carolina del Norte.
Pocas personas causaron una mayor discusión social que Sam Ervin en aquellos tiempos. Para unos, era un héroe. Para otros, era un inesperado inquisidor para el cual las personas implicadas en el Watergate eran culpables antes de haber podido hacer su primera declaración. Medio país, pues, lo veía como el salvador de su democracia, y el otro medio lo veía como su verdugo. Lo curioso, sin embargo, es que los papeles estaban trocados; aquéllos que lo alababan eran, por lógica, quienes debían odiarlo; y viceversa.
Estas cosas pasan en los sistemas políticos que, aunque sean corruptos e imperfectos, son sistemas abiertos, en los que la representatividad del voto cuenta y en los que, en consecuencia, no puedes ir por la vida defendiendo que blablablá porque Pedro Sánchez te dice que lo defiendas si tus electores piensan otra cosa. Sistemas en los que la estructura educativa se preocupa (o, más bien, se preocupaba) de inocularte ideas en materia de moral y hasta de filosofía, para que puedas tener claro qué es lo que de verdad está por encima de todo. Estas cosas, lógicamente, no pasan en sistemas donde todo se reduce a que un tipo te ponga o no te ponga de número dos por La Rioja. Es, literalmente, lo que hay.
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