viernes, junio 11, 2021

Watergate (7) El testimonio de Alejandro Mantequilla

  ... y, al final, alguien escuchó al juez John Sirica

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El testimonio de John Dean dejó una honda impresión, tanto en los miembros del Comité como en la América entera. Después de Dean, el siguiente testigo fuerte fue Mitchell. Durante su interrogatorio, Sam Ervin le comunicó al presidente la decisión tomada por el comité, decisión unánime, decretando su acceso irrestricto a cualquier documentación gubernamental que “pudiera ser relevante a la hora de proveer o desmentir cualquiera de los elementos que el comité ha sido autorizado a investigar”. En ese momento, la decisión se refería, muy en particular, a toda documentación preparada o que hubiera pasado por las manos de John Dean. Esta decisión era una importante vuelta de tuerca. Dean había cantado de lo lindo, pero no dejaba de ser alguien que decía qué; de alguna forma, era su palabra contra la del presidente a la hora de decir que Nixon lo sabía todo. Los parlamentarios buscaban poder solventar ese impasse.

El mismo día en que Ervin le comunicaba esa decisión al presidente, ocurrió algo inusitado: el commander in chief que llevaba a gala no haber estado enfermo nunca (su médico se jactaba públicamente de que una sola vez, en 1959, le había tenido que tratar de una dolencia de garganta), ingresaba en el hospital de Bethesda. Los doctores dijeron que lo mismo tenía para una semana.

Al presidente le dolía el pecho.

Pocos días después, Alexander Butterfield apareció en televisión ante el comité. El tío del Campo de Mantequilla (a sus 95 años, sigue vivo, por cierto) era un joven staffer del gobierno, y se presentó como un miembro de la  Administración Aérea que un día había tenido responsabilidades en la gestión de la agenda del presidente. Para entonces, ya se sabía que aquel hombre estaba allí para explicar una información importante.

Uno de los elementos del testimonio de Dean que más había interesado a los americanos, y sobre todo a los miembros del comité, fue el relato de una reunión en el despacho oval, el 15 de abril, en la que, en un determinado momento, Nixon se había levantado de su silla, se había ido a un rincón, y ahí había musitado unas palabras que, según el relato de Dean, podrían sostener la idea de su conocimiento de los hechos. ¿Por qué el POTUS tendría ese comportamiento?

Fred Thompson, abogado, senador y actor en su larga carrera (de hecho, era clavado a Kelsey Grammer; al que, por cierto, si no habéis visto en el papel de político en Boss, ya estáis tardando), había sido el jefe de campaña de Howard Baker, quien le había disputado la nominación a Nixon y ahora estaba en el comité de investigación, por lo que Thompson era su asesor legal. Fue directo a la molla: Mr Butterfield: are you aware of the installation of any listening devices in the Oval Office of the President? O sea: colega, las conversaciones del despacho oval, ¿están grabadas?

Y él contestó: I was aware of listening devices, yes, sir.

Bam. La puta bomba nuclear.

El caso Watergate acababa de mudar su cara de una forma radical. Imaginaos a Luis Roldán diciendo: “el ministro me autorizó a gastarme los fondos reservados en putas, y lo tengo grabado”; a un encausado de los ERE declarando: “el presidente Griñán no sólo lo sabía, sino que lo tengo grabado”; a Bárcenas declamando: “estoy dispuesto a aportar a este juzgado diez horas de conversaciones personales con el señor Rajoy”. Luego lo sumáis a las conversaciones de Corinna con Villarejo, lo metéis todo en una bolsa, y lo multiplicáis por cien.

La primera vez que el Washington Post editorializó sobre el escándalo Watergate, cuando el tema todavía iba de unos cubanos retropollas que habían asaltado las oficinas de los demócratas, terminó con una referencia a una de las series de moda en la televisión USA, Misión Imposible: this tape will self-destruct in five seconds… Good luck. Ahora resultaba que el mecanismo de destrucción que siempre funciona en el caso de Ethan Hawk tal vez no habría funcionado.

Butterfield siguió con la explicación: en 1970, el presidente había ordenado la instalación de aparatos de escucha en el despacho oval, otro despacho que solía usar como hideaway, y la Cabinet Room de la Casa Blanca. Dijo que todo aquel montaje se hizo for historical purposes.

El sistema se activaba con la voz y estaba operado continuamente. Tenía un sorprendente nivel de sensibilidad para su tiempo: el más leve susurro lo activaba. Y era ultrasecreto: sólo Butterfield, dos asesores más de Nixon, tres agentes del Servicio Secreto y Bob Handelman sabían de su existencia. Bueno, y Nixon, claro.

Butterfield explicó que Richard Nixon parecía haber aprendido a vivir con todo aquel sistema sin problemas. Su asesor no recordaba una sola vez en la que el presidente hubiera instado la desconexión de los micrófonos.

En la comparecencia, lógicamente, estaba también Samuel Dash, el principal abogado del comité parlamentario de investigación. El tío, claro, estaba flipando. Estaba flipando pero, además, conocía su oficio. No era el típico periodista rocapollas que hace preguntas por aquí o por allí, destinadas, básicamente, a confirmar sus mierdas ideológicas o las de su medio; ni tampoco el típico diputado de comisión parlamentaria que, por lo general, todo lo que sabe es lo que lee en los periódicos. Era un abogado experimentado que se conocía el caso Watergate mejor que Woodward y Bernstein conocían sus máquinas de escribir; en ese momento, además, era una puta hiena hambrienta que de repente huele, a kilómetros de distancia, el dulzón y un tanto podrido olor de la sangre.

Dash preguntó si las cintas de aquellas conversaciones estaban almacenadas en algún sitio. 

El Mantequillas le dijo que sí, que lo estaban.

Dash preguntó: “En el caso de que los señores Dean, Haldeman, Ehrlichman o Colson hubieran tenido encuentros particulares en el despacho oval con el presidente en alguna fecha concreta de la que se haya testificado frente al comité, ¿habría una cinta recogiendo la conversación?”

El Mantequillas le dijo que sí.

Dash preguntó si, consecuentemente, la mejor manera de reconstruir cualquiera de estas conversaciones sería hacerse con la cinta y reproducirla.

El Mantequillas le dijo que sí.

Ahora ya no era la palabra de John Dean contra la del presidente. Ahora había una manera de saber cuál de los dos decía la verdad, y cuál mentía.

No mucho tiempo después de aquella entrevista, se produjo una escena que no se había producido en 168 años, desde que Aaron Burr fue encausado por traición: en la puerta Oeste de la Casa Blanca se presentaron dos funcionarios judiciales con una subpoena; un auto judicial, por así decirlo, en el que se reclamaban las cintas correspondientes a nueve encuentros del presidente en su despacho.

Desde su cama en Bethesda, Nixon respondió. En una carta al juez Sirica, autor del requerimiento, le decía: “con todo el respeto hacia la Corte que usted preside y hacia la rama del gobierno de la que es parte, debo declinar el cumplimiento de su subpoena”.

“Al actuar así”, continuaban los abogados del presidente que habían redactado la misiva, “sigo el ejemplo de una larga línea de predecesores míos en el puesto de presidente de los Estados Unidos, consistentemente adheridos al principio de que el presidente no está sujeto a procesos obligatorios instados por los juzgados”. Nixon, asimismo, escribió otras dos cartas, en este caso dirigidas al propio comité, sobre el mismo tema. En ellas, argumentaba que la naturaleza de las cintas, “grabaciones de conversaciones privadas”, les otorgaba un mayor nivel de protección que los documentos escritos. Asimismo, informaba de que no estaba dispuesto a mantener reunión alguna para discutir la movida.

Ervin leyó en alto las dos cartas presidenciales delante del comité, así como la respuesta que había preparado. Era puro Ervin: el presidente, decía, “no es inmune respecto de las obligaciones y responsabilidades que le son exigibles a cualquier otro mortal que resida en esta tierra”. Continuaba Ervin diciendo que la crisis producida por el caso Watergate era “la mayor tragedia que jamás ha sufrido este país”, más aún que la guerra civil. Delante de las cámaras de televisión, delante del pueblo americano, el comité votó unánimemente la imputación del presidente de los Estados Unidos de América (pero no os lieis: imputación no es impeachment; son cosas distintas, aunque estén íntimamente relacionadas).

El 7 de agosto, el juez Sirica le remitió a la Casa Blanca sus argumentaciones en favor del cumplimiento del requerimiento por parte del presidente. Nixon vino a contestar que no tenía nada que discutir con un juezucho de mierda; que él sólo atendería al Tribunal Supremo (ah, el aforamiento, ese derecho político que casi todos los políticos critican hasta que lo necesitan…) A la gente no se le escapó el leve detalle de que el Supremo, formado por nueve jueces, tenía entre los mismos a cuatro que habían sido directamente nombrados por Nixon. ¿Entendéis ahora por qué los políticos siempre dicen que van a reformar el gobierno del poder judicial, pero nunca lo hacen? Todos ellos, to-dos-e-llos, sean liberales, socialistas, anarquistas o mediopensionistas, saben bien que puede pasar perfectamente que, un día, se levanten de la cama, se planten delante del espejo y, repentinamente, se encuentren frente a la cara descolgada de Richard Milhous Nixon.

Después de Butterfield, le llegó el turno a Herbert Kalmbach. Describió lo que él mismo definió como escenas propias de una peli de James Bond, en las que él le daba fajos de billetes de cien dólares en diferentes habitaciones de hotel a un hombre del que no conocía ni siquiera el nombre. Aquel hombre se llamaba, en realidad, Anthony Ulasewicz, y era un ex policía de Nueva York; el típico tío del que se echa mano cuando hace falta hacer gestiones no muy limpias (este tipo merecería una serie por sí solo: investigó el secuestro de Jesús de Galíndez por la República Dominicana de Trujillo; y tuvo un papel fundamental en la investigación del accidente de Ted Kennedy en Chappaquiddick; siempre podéis leer su autobiografía, pero os saldrá caro).

Según el relato de Kalmbach, cuando el tema comenzó a coger momento, julio de 1972, se fue a ver a John Ehrlichman. Apelando a su amistad de años y a la de sus esposas, le pidió que le jurase que John Dean tenía la autoridad suficiente como para encargarle las cosas que le estaba encargando. Ehrlichman le dijo que sí, que con el corazón en la mano era así.

En un entorno de cosas en el que las verdaderas protagonistas eran ya esas cintas que todavía nadie había visto y mucho menos escuchado, llegaron al comité John Ehrlichman, el del corazón en la mano, y Bob Haldeman, una de las primeras, y más obvias, víctimas del escándalo.

Ehrlichman aseguró que no recordaba haber tenido ninguna conversación con Kalmbach. En una típica estrategia tipo ¿qué va a decir Bárcenas, si es un delincuente?, trató, allí donde pudo, se sembrar dudas sobre las verdaderas intenciones de John Dean, al que apelaba constantemente como the star witness. Sin embargo, en sus palabras había un deje de inconsistencia pues, al mismo tiempo, seguía diciendo que el Watergate no tenía mácula de error ni de delito. Todo lo que hacía Nixon era por el bien de la gente y del mundo mundial. Cuando el comité le sacó la documentación relativa a una entrada en el despacho de un siquiatra en 1971 (Daniel Ellsberg), se escudó en el típico argumento de las series: “seguridad nacional”. Cuando el senador Herman Talmadge le recordó el principio fundamental de la inviolabilidad del domicilio, se limitó a retrucar, fríamente: “me temo que ese principio se ha erosionado mucho con el tiempo”.

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