viernes, octubre 09, 2020

Franco y Dios (19: hacia la divinización del señor bajito)

Como quiera que el tema de España, la República y la Iglesia ha sido tratado varias veces en este blog, aquí tienes algunos enlaces para que no te pierdas.

El episodio de la senda recorrida por el general Franco hacia el poder que se refiere a la Pastoral Colectiva

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Y ahora vamos con las tomas de esta serie. Ya sabes: los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.
Paco, eres peor que la República
¿A que no sabías que Franco censuró la pastoral de un cardenal primado?
Y el Generalísimo dijo: a tomar por culo todo
Pío toma el mando
Una propuesta con freno y marcha atrás
El cardenal mea fuera del plato
Quiero a este cura un paso más allá de la frontera; y lo quiero ya
Serrano Súñer pasa del sacerdote Ariel
El ministro que se agarró a los cataplines de un Papa
El obispo que dijo: si el Papa quiere que sea primado de España, que me lo diga.
Y Serrano Súñer se dio, por fin, cuenta de que había cosas de las que no tenía ni puta idea
Cuando Franco decidió mutar en Franco


Aquéllos de vosotros que, leyendo las últimas líneas del post anterior, habéis apostado porque Franco se negaría en redondo a aceptar el trato que le ofrecía Pío XII, habéis acertado. En puridad, hay que decir que el primero que se negó no fue Franco: el propio embajador Yanguas Messía, en los telegramas en los que informaba de su encuentro con Maglione, terciaba al considerar la propuesta inaceptable. La única transacción posible, en su opinión, sería que el gobierno español nombrase al obispo, eligiendo de una lista de prelados previamente elaborado, cuando más grande, mejor.

Cuando el consejo de ministros estudió la propuesta, su dictamen no fue en absoluto diferente. El 25 de julio, Jordana le enviaba un telegrama al embajador en el que le decía claramente que el gobierno español no aceptaría otra cosa que la pura y simple aplicación del Concordato de 1851. Instaban al negociador, asimismo, a insistir ante el Vaticano en la grave perturbación que todo aquello le estaba provocando a la Iglesia española; en otras palabras, le exigían que siguiese amenazando con matar a los curas de hambre. En ese mismo consejo de ministros se decidió que el propio Franco iría a Roma en septiembre y solicitaría una audiencia con el Papa.

El gobierno español no podía aceptar como buena una propuesta que le retiraba el derecho de nombrar obispos; retirada que, además, venía agravada por el hecho de la potestad que se otorgaba al Papa de sacarse la terna final de candidatos de donde le diese la gana, puesto que no tenía ninguna obligación de respetar la lista formada por el episcopado español. Era, pues, una propuesta sibilinamente diseñada para cortar de raíz las tendencias hacia la creación de una Iglesia española, pues el Vaticano se reservaba el control prácticamente total de la renovación en sus cargos. Sin embargo, la reacción del gobierno no fue la mejor de las posibles. La propuesta de su embajador cabe el Vaticano (que, no me cansaré de repetirlo, era, con mucho, el más listo de la partida por parte española) era mucho más realista que la del propio gobierno; mantenía bastante intocado el derecho del Estado español y, al tiempo, movía a España un poco más allá de la posición cerril de defensa del Concordato; un Concordato que, Yanguas lo sabía bien, había quedado bastante obsoleto o, si lo preferís, era un documento contra el cual operaba el juicio del tiempo: los acuerdos concordatarios y los modi vivendi recientes firmados por Roma con Italia, con Alemania, con Polonia, con Checoslovaquia, con Austria, iban todos en una dirección bastante parecida a la que apuntaba Pacelli con su propuesta. La postura española podría aparecer, en términos canónicos, como tratar de consagrar en una constitución del año 2020 la minoridad jurídica de la mujer.

Para el gobierno franquista, sin embargo, mantener el Patronato Real era fundamental a causa de los temores que tenía sobre la infestación nacionalista, sobre todo en el seno del clero vasco. Maglione, en una entrevista con Yanguas producida después de conocer la postura del gobierno de Madrid, le espetó directamente: “no pretenderán ustedes hacer nombramientos de obispos políticos”. La admonición no deja de ser un ejercicio, bueno, un ejercicio más de cinismo, por parte del Vaticano; pues la Curia, que me perdone, ni ahora ni hace mil, quinientos o cincuenta años, nunca, en una palabra, ha nombrado a los obispos por lo mucho que rezan o lo bien que cantan en las misas; los nombramientos de los obispos, desde que éstos tienen poder real, han sido siempre políticos. Pero, bueno, el sentido del reproche se entiende. Como se entiende la respuesta de Yanguas: “No pretendemos eso; pero tampoco estamos dispuestos a consentir obispos que puedan atentar contra la unidad sagrada de la Patria”. El tema, como se ve, estaba empantanado: Sant’Angelo no se fiaba de que Franco no fuese a nombrar obispos brazo en alto, y Franco no se fiaba de que Roma no fuese a nombrar obispos tipo monseñor Setién.

En esta entrevista, en todo caso, como lo realmente importante es lo realmente importante, Maglione volvió a sacar el tema del presupuesto de culto y clero. ¡La pasta, coño, la pasta! En opinión del secretario de Estado, la fórmula propuesta por el Papa cubría las aspiraciones del gobierno español y, por lo tanto, éste debía de mover ficha pagándole a los curas. Yanguas le preguntó si ésa era la postura definitiva de la Santa Sede y, por lo tanto, como tal debía comunicarla a su gobierno. El secretario de Estado, tal vez oliendo el hedor de la ruptura y la caída de España en los brazos del nacionalsocialismo, vino a decir que sí, pero que no, porque todavía se esperaría a conocer el criterio del nuncio Cicognani; eso sí, su apuesta personal, no lo ocultó, era que el Vicario de Cristo ya no se movería.

Con fecha 3 de agosto se reunió la Congregación de Asuntos Extraordinarios, que aún tenía pendiente la revisión del método de designación propuesto por su jefe. Una semana después, Yanguas visitó al secretario de Estado y le demandó noticias; pero éste se hizo el orejas, pretextando que no tenía información definitiva y que, de hecho, ni siquiera había recibido todavía el informe de Cicognani desde Madrid. La Iglesia algo estaba tramando, puesto que en las mismas fechas el nuncio visitó al ministro de Asuntos Exteriores, pero deliberadamente no entró en profundidades durante la conversación.

El gobierno de España se había renovado, y en la cartera de Justicia había entrado un tradicionalista, Esteban Bilbao. Éste, que por sus características hondamente católicas se veía con frecuencia con Gomá, le confesó a éste, a finales del mes de agosto, que temía que pudiera ocurrir cualquier cosa desagradable; que Franco estaba muy contrito con la actitud del Vaticano. En la cartera de Exteriores, Jordana había dejado paso a Juan Luis Beigbeder, pero con ello la Santa Sede, más que ganar, había perdido. Beigbeder, en efecto, era un serio crítico de la posición de los Francisquitos, que consideraba totalmente injusta con España.

En esta situación de apartamiento y enfado indisimulado fue cuando Adolf Hitler decidió invadir Polonia, y comenzó la segunda guerra mundial.

Cuando Hitler invadió Polonia, la España nacional ya había ganado la guerra. Había ganado la guerra gracias a la ayuda de dos potencias fascistas que ahora, y sobre todo una de ellas, encontraban que dentro de las necesidades que pronto generaría para ellas mismas la otra guerra que empezaba, era imperativo que los ganadores de la guerra española pagaran el fielato de la ayuda creando un Estado totalitario fascista en el país. Aunque ya supongo que escribir cosas así no sirve para otra cosa que para sufrir troleos yo, la verdad, no creo que ésos fueran los designios preferidos de Franco; si lo fueran, el general no habría tenido problemas a la hora de entenderse con su cuñado Serrano Súñer, ni con Gregorio Salvador Merino, ese gran desconocido de la Historia que le planteó un pulso a Franco y lo perdió; ni con Arrese en el 56. Si a Franco una escuadra de jóvenes falangistas le dio la espalda durante un acto público en El Escorial aquel año de 1956, fue por algo. A Franco, desde el momento en que comenzó a dudar de la victoria final de Alemania, la idea de hacer de España un régimen fascista nunca le gustó.

En todo caso, el epicentro del proceso de creación del Estado fascista, es decir la Falange, tampoco era un dechado de unidad. Dentro del partido coexistían la vertiente nazi, los legitimistas joseantonianos, mucho más inspirados en Italia, y un tercer grupo, que iría creciendo exponencialmente con los años, formado por personas que estaban en Falange sólo porque había que estar y, por lo tanto, no eran sino pragmáticos.

El carlismo, por su parte, vivía una vida incómoda dentro del franquismo. Crecientemente herido por el monopolio falangista, por mucho que la unificación hubiese tratado de borrar las diferencias, trataba de tener una vida como tendencia política que, sin embargo, el general siempre le negó. El líder de los carlistas, Manuel Fal Conde, estaba estrechamente vigilado y tenía problemas hasta para viajar fuera del país. Precisamente fuera del país, el príncipe Javier de Borbón Parma había establecido una organización, obviamente mucho más libre que la de interior, que pretendía reaccionar contra la deriva fascista del país y el ninguneo a la Iglesia. Los carlistas, sin embargo, tenían muy poco predicamento, salvo en el País Vasco.

Las fuerzas monárquicas, que tampoco habían sido muy fuertes en tiempos de la República, estaban ahora más debilitadas, si cabe. La antigua CEDA de Gil-Robles, para desgracia de la Iglesia pues era su verdadero apoyo político, se había disuelto.

En suma, conforme pasaban los días, las semanas y los meses, la segunda guerra mundial iba complicándose, y eso era una gran ayuda para Franco. El comienzo casi inmediato de las hostilidades europeas provocó que las potencias democráticas, sobre todo Inglaterra, no pudieran extender su plan para la posguerra española, que se basaba en el regreso de la institución monárquica. Era la forma que ellos veían de contrarrestar la fortísima, y lógica, influencia italiana y alemana en la vida hispana, ahora que ellos estaban entre los ganadores de la contienda. Esto, sin embargo, no se pudo llevar a cabo, como digo, porque pronto los gobiernos de estos países tuvieron que ocuparse de temas más urgentes; alguno de ellos, incluso, de sobrevivir.

Quien realmente vivía de forma trágica las consecuencias de aquel orden de cosas era la Iglesia española. Sin prácticamente fisuras, el episcopado español había apoyado al bando nacional en la célebre pastoral colectiva. Un documento criticadísimo hoy en día por historiadores y juzgadores en general que se ocupan poco, en mi opinión, en analizar las circunstancias en las que se produjo. En la mayoría de la zona republicana se estaba produciendo un exterminio sistemático de prelados, sacerdotes y otros religiosos; en realidad, a mí, personalmente, lo que me extraña es el gesto de los obispos que no quisieron firmar la pastoral; porque las razones de quienes sí lo hicieron, yo creo que están bastante claras.

Franco, sin embargo, engañó a los firmantes de la pastoral. Les escamoteó la información de que lo que él estaba formando no era una armada para recuperar la España católica; la misión de su ejército (incluso a su pesar, como he dicho) era consolidar una España fascista, que no es lo mismo. Conforme el gobierno de Burgos fue tomando cuerpo y los Ridruejo, Alvar, Girón de Velasco y toda aquella panda fueron adquiriendo parcelas de poder, a los sacerdotes les comenzó a preocupar el tipo de gañanes con los que estaban compartiendo banquillo. Llegada la posguerra, les quedó todavía más claro que una cosa era el general Franco, y otra el proyecto político de su cuñado Moncho.

Las diferencias entre la España victoriosa y el Vaticano se hicieron bien patentes ya desde el principio. En mayo, cuando se aprestaba a organizar la gran celebración de la Victoria en la iglesia de Santa Bárbara de Madrid, Serrano Súñer le insinuó a Jordana que se solicitase un gesto inequívoco por parte de la Iglesia. Estaba pensando el cuñado en que el primado de España, por delegación papal, invistiese a Franco como Caudillo, o se le concediese una bula o, incluso, que se le concediese la Rosa de Oro, la gran condecoración vaticana. Cuando Jordana le comentó estas ideas a Maglione, el cardenal estalló. El Vaticano, dijo, había organizado un Te Deum, y punto pelota. En el fondo de reacción tan desabrida estaba el hecho de que la Prensa española, totalmente dominada por el falangismo irredento, apenas se había ocupado de aquella ceremonia.

Franco, sin embargo, fue investido Caudillo, rindiendo su espada ante el Cristo de Lepanto. Días después, en un acto político, el ministro de Agricultura, Raimundo Fernández Cuesta, recibió al general citando las palabras de Dios al profeta Jeremías cuando le da autoridad “sobre las gentes y sobre los reinos para extirpar y destruir, para perder y derrocar, para reconstruir y plantar”.

El régimen, pues, avanzaba hacia la dignificación de su general con una figura semidivina, perfectamente expresada en el cuadro, que muchos de vosotros conoceréis, llamado Alegoría de Franco y la Cruzada, obra de Arturo Reque Meruvia. Gestos que, lógicamente, despertaban en la Iglesia el temor a un culto seudoreligioso que buscase convertir a Franco en, como dijo Fernández Cuesta, “la única autoridad legítima”.

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