miércoles, abril 01, 2020

Fernando (15: Francia apremia)

Ya hemos pasado por esto:

Un niño en el que nadie creyó
El ascenso de Godoy
La guerra en el mar
Trafalgar
A hostias con Godoy
El niño asustado y envidioso de Carlota
Escoiquiz el muñidor
La conspiración de El Escorial
Comienza el proceso
El juicio se cierra en falso y el problema francés se agudiza
Napoleón aprieta
Aranjuez
Los porqués de una revolución
C'est moi le patron

El 23 de marzo Murat, quien como ya he dicho es para entonces el dueño total de España y de sus designios, es informado de que Godoy está siendo trasladado a Madrid, y le escribe un billete al capitán general de la plaza, Francisco Javier Negrete, sugiriéndole, en términos que más parecen los de una orden, que suspenda el traslado por la que se puede montar en la ciudad. En esa comunicación, le dice que “os hago responsable ante vuestro rey de la alteración del orden público que pueda ocurrir”. Como veis, el francés está, en ese momento, por decirlo con prosodia catalana, jugando a la puta y a la Ramoneta: tan pronto da sedal en sus actuaciones haciendo como que admite que en España hay un rey soberano, tan pronto lo niega, en los actos y en los textos.
Ese mismo día 23 de marzo, cuarenta días exactos les quedan de vida a los mamelucos de la Puerta del Sol, los ejércitos franceses entran en Madrid. Hoy en día esto no se quiere recordar mucho, porque la Comunidad de Madrid y los sucesivos gobiernos de la nación no subvencionan ese tipo de recuerdos; pero lo cierto es que Murat y los suyos entraron en la capital como si trajesen una Orejona. Los mismos tipos, las mismas cigarreras, que habrían de masacrarlos, los aplaudían por las calles y daban vivas al emperador. Murat, de hecho, le escribe ese mismo día una carta a su jefe en la que, básicamente, le dice: esto está hecho.

Fernando, solícito como pocos (su mejor imagen en ese momento es la del genial José Luis López Vázquez cuando decía aquello de: “en mí tiene usted a un amigo, un esclavo, un servidor...”) había dado orden de que Murat fuese alojado en el Palacio del Buen Retiro. El gran duque, sin embargo, rechaza la invitación, probablemente para no identificarse demasiado con una familia real a la que sabe que va a tirar por el desagüe de la Historia (en su carta a Napoleón le dice, displicente, que se ha negado a “ocupar las habitaciones de la amante de Godoy”). Así pues, se instaló en el Palacio del Almirante, que si no me equivoco está donde hoy el teatro Calderón (pero podría estar equivocado), cerca del Palacio Real. Lo hizo como gesto de hondo significado político, pues esa casa había sido de Godoy.

Los monárquicos españoles, probablemente, se asustaron algo con el recibimiento positivo que recibieron los franceses y, por eso mismo, contraprogramaron con la entrada de Fernando en Madrid al día siguiente, 24. La cosa, desde luego, les salió bien, pues la llegada de Fernando fue mucho más en multitud que la de Murat, con gente que salió a la afueras de Madrid para verlo llegar y todo. Mesonero Romanos nos relata que entre la Puerta del Sol y el Palacio Real, el rey se tomó dos horas; no podía avanzar más deprisa, absolutamente rodeado por la gente como estaban él y su caballo.

Ni un solo soldado francés lo acompañó. De hecho, Murat, si consideramos sinceras las palabras que escribió en sus cartas, bien pudo haber situado a sus granaderos en la carretera de Aranjuez para impedir la entrada de Fernando de Borbón. La razón es que esa mañana recibió la protesta formal de Carlos IV por la abdicación de su corona; pero la recibió dos o tres horas tarde: para cuando la pudo leer, Fernando estaba ya en el Madrid Central (su caballo no era diésel), siendo vitoreado. De haber recibido el papel en la primera mañana, le jura Murat a Napoleón en sus cartas, habría impedido la entrada de Fernando en la ciudad. Y quién sabe, la verdad, la que se habría montado, estaréis pensando. Y os equivocaréis. Porque lo cierto es que no hay nada, absolutamente nada, en el comportamiento de Fernando de Borbón antes, durante o después de su entrada en Madrid que desmienta la teoría de que, de haberle ordenado Murat no poner el pie en la ciudad, el Borbón, tranquilamente, se habría dado la vuelta.

En todo caso, la entrada de Fernando en loor de multitud no impresionó en nada a Murat, quien siguió considerando que lo de España estaba hecho. Es por eso que en los días siguientes le pide al emperador que no tome ninguna decisión sobre España porque no hace falta precipitarse; y le asegura que no tiene presión ni necesidad alguna de reconocer a Fernando como rey de España mientras no reciba la oportuna orden de hacerlo.

En estos días, de hecho, el duque de Berg toma la costumbre de iniciar casi todas sus cartas a su jefe con esta frase: Sire, la tranquilité la plus parfaite continue à regner à Madrid. Todo está atado y bien atado. El día 27 se permite incluso decirle a Napoleón que la popularidad de los franceses va en continuo aumento, mientras que la de Fernando está decayendo (?) Lo que pasa, de todas formas, es que Murat no es capaz de ver, o no quiere, las primeras hormigas de la marabunta, que, aparentemente inofensivas, ya se dejan ver: el día 27, un soldado francés está montando bulla en una taberna y unas tropas españolas armadas pretenden detenerlo. El francés, que al fin y al cabo es francés, lo cual quiere decir que probablemente es también gilipollas, un chulo y está borracho, no sólo no se deja detener, sino que pretende quitarle las armas a los españoles. Hay una refriega, alguien dispara un tiro, y el francés ya está en el suelo, muertecito. Murat decreta que las tropas españolas no lleven cartuchos y que ningún francés pueda ser detenido sino por franceses.

La sensación que tiene Murat de control total no tiene freno. El día 28, por ejemplo, se entrevista con Cevallos para charlar sobre la posible venida del emperador a España y Murat le espeta directamente al ministro español que Napoleón desearía que los españoles le regalasen la espada de Francisco I, que nosotros, claro, teníamos desde que Carlos I le asestó una mano de hostias en Pavía. El 31 de marzo, tres días después, la Gazeta nos informa de que Fernando ha dado orden de que empaquen la espada en papel de bolas de los chinos y se la manden por SEUR urgente al emperador. Faltaría más. La publicación de la Gazeta que acabo de citar merece ser leída de cabo a rabo; sobre todo rabo, porque es una mamada de proporciones tan siderales que el historiador Modesto Lafuente la apeló de degradante documento.

¿Con quién “gobernaba” Fernando? El círculo estricto de quien para unos es rey de España y para otros príncipe de Asturias está formado por Cevallos, Caballero, Miguel José de Azanza y Alegría, Olaguer-Feliu, Gil de Lemus, los duques del Infantado y de San Carlos y, por supuesto, Juan Escoiquiz. Según Escoiquiz, pero claro, esto lo escribió tiempo después, todos recelaban de Caballero, a quien suponían en connivencia con los franceses o más bien, con los reyes padres quienes, a través de la reina de Etruria, estarían en conexión con Murat (esto es exactamente así; pero que los hombres de Fernando lo supieran con esa precisión en marzo de 1808, es otra historia). Lo que sí es cierto es que Caballero fue separado del gobierno, pasando a ser titular de Gracia y Justicia Sebastián de Piñuela; pero eso pudo ser por otras muchas cosas, sin ir más lejos la añagaza para retrasar la llegada de Escoiquiz desde su destierro.

Escoiquiz, por lo demás, llegó a la Corte el día 28 de marzo, y el 10 de abril se marchó a Francia con su jefe. Así pues, tuvo dos semanas para ser consciente de esa conspiración tan elaborada que describe en sus memorias. Más parece que fue algo que aprendió con posterioridad e incorporó a sus recuerdos.

Esos días, en todo caso, llegó a España una carta de Eugenio Izquierdo, embajador en París, dirigida a Godoy. Ante la incomparecencia del príncipe de la paz para recibirla, le fue entregada a Pedro Cevallos, en su condición de primer secretario de Estado y del Despacho. En dicha carta, Izquierdo relata los términos de un acuerdo con los franceses que vendría a solventar la situación existente y que le habían sido comunicados por varios portavoces en los días anteriores. Un acuerdo basado en cuatro compromisos:

Primero. Libertad de comercio entre las colonias españolas y francesas, concediéndose ambas naciones dicha prerrogativa en exclusiva.

Segundo. Dado que el mantenimiento de las tropas francesas en Portugal sería muy costoso, se entregaría todo Portugal a España, mientras Francia recibiría en compensación “las provincias de España contiguas a este Imperio”; o sea, Cataluña.

Tercero. “Arreglar de una vez la sucesión al trono de España” (sin más explicaciones)

Cuarto. Realizar un tratado ofensivo y defensivo de alianza.

Izquierdo, a pesar de reconocer que no es él quien tiene que tomar las decisiones, se adelanta en la carta a hacer algunas valoraciones. Se muestra, para empezar, contrario a la cláusula de libre comercio exclusivo, puesto que, dice, al cerrar mercados a Inglaterra, alejaría la paz. Sobre lo de Portugal, argumenta Izquierdo que la nación sin sus colonias sería de nula utilidad para España. Y luego, sobre la cesión de las provincias allende el Ebro, añade una valoración que no creo que le suene demasiado bien a la historiografía lazi o bildutarra: “he hecho una fiel pintura del horror que causaría a los pueblos cercanos al Pirineo la pérdida de sus leyes, libertades, fueros y lengua y, sobre todo, el pasar a dominio extranjero. Añade Izquierdo que, como navarro, no podría participar en la entrega de Navarra.

Informa el embajador que, ante la propuesta francesa, “he insinuado que, si no hubiera otro remedio, podría erigirse un nuevo reino, o virreinato, de Iberia, estipulando que este reino o virreinato no recibiese otras leyes, otras reglas de administración, que las actuales, y que los naturales conservasen sus actuales fueros y exenciones.” Dicho reino podría darse al rey de Etruria o a algún infante de Castilla.

Sobre la sucesión de la corona, se limita a decir que ha expresado en París todos los extremos que se le han pedido. En torno al tema de la alianza ofensiva y defensiva, Izquierdo manifiesta que le ha dicho a los franceses que “nosotros, estando en paz con el Imperio francés, no necesitamos, para defender nuestros hogares, de socorros de Francia”. Elegante forma ésta de apelar a su interlocutor gabacho de mafioso, o sea, de intentar crear primero la necesidad para proveer después la solución.

Añade la jugosa carta: “se me ha dicho que se evite todo acto hostil, todo movimiento, que pudiera alejar el saludable convenio, que aun puede hacerse”. Eso sí, los franceses, ante el pedido del embajador español de que cesasen las entradas de tropas en España, contestaron con el silencio.

En suma, de la carta de Izquierdo cabe concluir que los franceses le transmitieron cierta sensación de urgencia, como de que las cosas entre España y Francia todavía se podían arreglar, pero no estaban en la mejor de las situaciones.

Según Escoiquiz, esta carta pilló a casi todo el gobierno en bragas, pues nada sabía de los apaños que se estaban intentando en París. No así a Cevallos y a Fernando, que de todo estaban puntualmente informados por Carlos IV, que era quien había iniciado todas las conversaciones a través de Izquierdo. En todo caso, el gobierno, con el jefe del Estado al frente, resolvió ser contemporizador con los franceses, y en nada se les enfrentó.

Godoy, en sus memorias, nos cuenta que el ex rey Carlos, ya algo más tranquilo tras las primeras jornadas tras el motín de Aranjuez, quiso formalizar jurídicamente la abdicación, que ahora juzgaba apresurada. Quería elaborar un documento en el que le quedasen claras a su hijo las condiciones, líneas rojas diríamos hoy, de la abdicación. Obviamente, la primera era la defensa de la religión católica; pero la segunda, mucho más importante para lo que estaba pasando, era la indivisibilidad de España y sus posesiones, junto con la armonía de España con todos los países con los que estuviese en paz.

Sin embargo, Cevallos y también Caballero, quien como vemos se apuntaba a un bombardeo, se opusieron violentamente a la pretensión y amenazaron al ex rey con tumultos si pretendía mover un dedo en esa dirección. Fernando, por otra parte, quería que sus padres se marchasen a Badajoz, donde su capacidad de influir en la política nacional era nula (como bien sabe Fernández Vara). Así pues, el rey fue exiliado por el rey.

El día 24 de marzo, Murat le escribe a Napoleón. Ha visto una oportunidad en los escrúpulos jurídicos de Carlos de Borbón. Tras haber tenido un darme cuenta, el emperador, ahora, imagina que podría conseguir del cabreado ex rey la protesta formal de la abdicación, que presentaría como lo que realmente fue: un acto provocado por presiones inesperadas; y reaccionase abdicando de nuevo, pero esta vez en Napoleón, en cuyos hombros recaería la decisión última sobre el destinatario final de la corona. En otras palabras: se proponía darle al emperador el estatus que luego tuvo, y que se parece mucho al que se abrogó el general Franco durante su dictadura militar.

La carta de respuesta de Carlos a ésta de Murat fue la que recibió el francés apenas unas horas después de la entrada de Fernando en Madrid, y la que le hizo escribir que, de haberla recibido a primera hora de la mañana, le habría llevado a actuar de otra manera.

En la siguiente toma veremos por qué.

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