lunes, julio 01, 2019

El cisma (16: Benedicto la casca, y Eugenio se la envaina)

Sermones ya pasados

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El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia
La embajada de los tres reyes
La vuelta al redil
Como ya hemos contado, en el momento en que se producían los enfrentamientos teológicos relativos al cisma en Pavía y Siena, en el principal Estado de Europa, Castilla, se ponía la primera piedra de importancia en la construcción de España a través de la última gran guerra entre la monarquía y la aristocracia, guerra de la que habría de salir, a la larga, un Estado centralizado más fuerte. En ese momento, sin embargo, los infantes de Aragón, claros partidarios del mantenimiento en Castilla de un sistema de poder aristocrático, estaban impulsando a la península ibérica hacia una guerra civil.
El tema del cisma no fue ajeno a estos problemas. Ya en 1421, cuando Martín V mandó al cardenal de Sant'Angelo a Castilla, lo hizo con el encargo de trabajar para la demolición de las estructuras cismáticas de poder en la Iglesia castellana; pero también con la misión de coser algún tipo de acuerdo entre este reino y Aragón que garantizarse una paz perpetua.

En todo caso, el tema del cisma experimentó el 17 de noviembre de 1424 un impulso importante hacia la solución con la muerte de Benedicto XIII en Peñíscola. Parecía el fin: el Papa aviñonés había muerto, solo y tan sólo apoyado por el rey de Aragón, cortocircuitados sus terminales con los centros de poder europeo. Pero un sacerdote siempre muere matando. Los cuatro cardenales de su Curia cismática que lo sobrevivieron convocaron una especie de cónclave en el que eligieron al canónigo Gil Sánchez Muñoz, de Teruel, como nuevo Papa. Gil tomaría el nombre de Clemente VIII.

Esta elección vino a coincidir con un momento muy problemático para el rey de Aragón. Las cosas en Nápoles se habían vuelto a revolver y, lo que es peor, el rey castellano Juan había tomado la decisión de meter en el maco al siempre díscolo Enrique de Aragón (que, la verdad, si habéis leído la serie sobre Álvaro de Luna, la verdad es que se lo había ganado a pulso). Martín V, asustado por la posibilidad de una guerra abierta entre los dos grandes reinos peninsulares, se apresuró a enviar a Castilla a Pedro de Foix, cardenal de San Esteban de Celiomonte, para que mediase entre las partes. Como los curas nunca dan hilo sin puntada, la verdad es que la intención última de Martín era que, arreglando los problemas temporales entre los dos reinos éstos le debiesen una y, por lo tanto, pudiera aspirar a reconstruir la disciplina romana en la relapsa Iglesia castellana.

Alfonso V de Aragón, sin embargo, receló de este gesto de Martín. Parecía como que el Papa le daba mucha más importancia a negociar con Castilla que con él (así era), y eso nunca le ha gustado a los aragoneses y mucho menos aun a su expresión tardohistórica, que es lo que conocemos por catalanes. Por ello, dio un golpe de efecto y, cuando entrara en Castilla con sus tropas, lo hizo ostentosamente acompañado del cardenal de San Esteban. Esto hizo pensar a los castellanos que el Papa se había decidido por el aragonés en lugar de ellos. Hizo falta que el Papa hiciese uso del teléfono rojo y le escribiese una carta personal al rey Juan para que las cosas quedasen claras.

Para entonces, en todo caso, el cisma ya no era un cisma. Ya no era formalmente un movimiento eclesiástico, sino que se había convertido en lo que siempre había sido realmente: un movimiento que debía su vida a los apoyos del poder temporal. La amenaza de pervivencia del sistema aviñonés no era otra cosa que un elemento en manos de Alfonso V para hacerse valer en la política internacional; y, como tal, lo abandonó en cuanto ya no le hizo falta. Cuando la situación en Italia cambió y se puso de cara para los intereses de Aragón, el rey Alfonso simplemente le ordenó a Gil Muñoz que abdicase, y a éste ni se le ocurrió resistirse. Clemente VIII dimitió, ciertamente, el 26 de julio de 1429, y en tan sencillo acto, el denominado cisma de Occidente salió por la puerta de atrás de la Historia.

El rey castellano Juan prestó todo su apoyo a este proceso, y rápidamente, cuando se produjo, reclamó su recompensa. El Papa Martín emitió una bula el 21 de agosto de 1430, un documento aparentemente inocente en el que simplemente otorgaba al rey castellano el poder de poder juzgar a los miembros de las órdenes militares. Un privilegio, como digo, aparentemente inocuo, pero que adquiere todo su valor en combinación con el dato de que el infante Enrique de Aragón, esto es aquél que estaba siempre dándole por saco, era maestre de la Orden de Santiago. Gotcha!

Martín V hubiera querido dejar las cosas ahí con la renuncia de su supuesto antipapa, que en realidad nunca llegó a serlo ni de lejos. Sin embargo, el proceso de discusión del cisma había abierto una serie de expectativas de reforma y gobierno de la Iglesia que ahora no se podían parar y, por eso mismo, arrastrando el escroto, el Papa acabó por convocar el concilio de Basilea, ése cuya convocatoria había quedado decidida en los minutos de descuento de la fantasmagórica asamblea ecuménica de Siena.

El 1 de febrero de 1431, el Papa designó legado suyo en el concilio, y presidente del mismo, al cardenal Julio Cesarini. Fue, probablemente, su última decisión oficial de importancia, puesto que veinte días después la Paloma Muda le retiró el carné de ser vivo. Fue elegido en su lugar el veneciano Gabriele Condulmer, Eugenio IV, mientras que poco a poco la grey cristiana comenzaba a dejarse caer por la ciudad suiza. La sesión inaugural, algo desleída, se celebró el 25 de julio de 1431.

El 2 de noviembre de ese mismo año se llegaba a Roma Jean Beaupère. Se trataba de la persona a la que le habían encomendado los padres conciliares acercarse por el Vaticano para comunicarle al Papa una petición: que moviera el culo hacia Basilea, joder. A Eugenio el tema no le gustaba nada. Sabía que tenía en contra a buena parte de la Curia. Los cardenales habían probado el poder en los enfrentamientos habidos en Constanza, y ahora mismo no estaban por la labor de regresar a la vieja teocracia en la que el Papa lo era todo, todo y todo. Eran muchos los que estaban vivos en el tiempo en que los cardenales habían colocado de cara a la pared a reyes, emperadores y algún Papa; y ahora no estaban dispuestos a reconocer que el padre santo fuese el Vicario de Cristo en la Tierra, sino más bien el Vicario de los Vicarios de Cristo en la Tierra. A Eugenio, ir a Basilea le apetecía lo mismo que curarse las almorranas con un soplete oxiacetilénico.

Así las cosas, el 18 de diciembre 1431, el Papa publica una bula en la que disuelve el concilio de Basilea y convoca año y medio después otro en Bolonia que, como podéis ver, era la ciudad en la que siempre confiaban los papas por su elevado control sobre la misma. El mosqueo que se cogieron los conciliares fue hermenéutico. Tanto se mosquearon que, ciertos de la redacción de la bula por sus corresponsales romanos, el día señalado para leer la misma en Basilea, 13 de enero 1432, no se presentaron a la lectura. La bula hubo de ser leída en Estrasburgo y, por lo tanto, la disolución oficial del concilio de Basilea puede decirse que nunca fue oficialmente comunicada al concilio de Basilea (aunque da igual porque, como veremos pronto, hasta quien dio esa orden se desdiría de ella).

Estas vacilaciones y mamonadas dieron alas a los partidarios de reformar la Iglesia. Bueno, eso y la victoria de los husitas en Tauss, que dejó claro que el catolicismo oficial rampante no iba a poder resolver el problema de Bohemia como estaba acostumbrado, esto es mediante la eliminación física de sus oponentes. En ese momento, Segismundo, que algo de consciente tenía que ser de la que se venía encima en sus dominios, estaba a favor del Papa. Inglaterra tampoco ponía problemas. Por ello, para Eugenio la movida fundamental era la actitud de Francia y de Castilla, dado que de Aragón poco podía esperar pues Alfonso, por mucho que hubiese desactivado el cisma, le era abiertamente hostil a causa de sus intereses en el sur de Italia.

En Francia, Carlos VII hizo reunir una asamblea de clérigos que se tiró cuatro meses, de enero a abril de 1432, discutiendo la materia. Los prelados galos llegaron a la conclusión de que la vía conciliar era la necesaria, que esto no lo resolvía el Papa por sí solo; pero, al mismo tiempo, aconsejaron al rey de Francia que llegase a algún tipo de acuerdo con ese concilio. Para el clero francés, en efecto, situaciones tan comprometidas como la creada por los cátaros, eran mucho más que referencias históricas. Sabían que situaciones en las que el catolicismo desapareciese de territorios enteros eran perfectamente posibles, y por eso, aunque la ponzoña husita todavía estaba lejos, no querían arriesgarse. Demostraron, pues, ser inteligentes y tener visión, pues no tardarían mucho en tener en su seno un partido hugonote de la hueva. En Basilea descorcharon champán cuando supieron de esta decisión, que los apoyaba de forma decidida. Carlos, además, le comunicó a sus aliados históricos, Escocia y Castilla, esta decisión, instándoles de alguna manera, pues, a secundarla.

En aquel juego de Risk terreno-espiritual-espirituoso, pues, sólo faltaba una pieza, que era Castilla. El 21 de febrero de 1432, los padres del concilio de Basilea movieron ficha, y enviaron cartas de convocatoria al rey y a las instituciones castellanas. El 29 de mayo de 1432 se decidió enviar una embajada completa para transmitir estas invitaciones, dirigida por el abad de Bonneval, acompañado por dos maestros, llamados Adhemar y Pedro de Trilhia.

Eugenio comenzó a cortejar al rey Juan con el argumento al que sabía que era más sensible: la guerra contra Granada. En otros puntos de este blog he señalado ya que, de no haberse producido las graves disensiones de poder entre la familia real aragonesa y Juan II de Castilla, lo más lógico es que el destino le hubiese reservado al padre de Isabel el mérito de haber terminado con la presencia musulmana en la península ibérica. Juan, en efecto, soñaba con ser Fernando el Católico en Santa Fe, y el Papa lo sabía. El Vaticano despachó dos legados: Domingo Ram, cardenal de San Juan y San Pablo; y Alfonso Carrillo, cardenal de San Eustaquio, para hacerle llegar ofertas al rey castellano. Ram, de hecho, tenía la misión de lograr la paz entre el rey castellano y el de Navarra para así liberar fuerzas hacia Granada (como también hemos comentado en otros puntos de este blog, la misión era difícil porque, de hecho, el rey de Navarra lo que quería era hacerle la guerra junto con Aragón a Castilla en cuanto ésta se centrase en la lucha del sur); mientras que el segundo debía predicar la última fase de la Cruzada. Juan, por su parte, envió a Roma a Pedro Rodríguez y Toribio Fernández de Sahagún para negociar con el Papa sus apoyos.

En septiembre de 1432, Juan estaba ya plenamente convencido de qué hacer y le hizo llegar a Roma su respuesta en la que hacía un seguidismo total de la postura de Francia: Castilla apoyaría el concilio, si bien manteniendo una línea de contacto directa con Roma a través de un embajador, Juan de Mella.

Al Papa esta contestación no le gustó nada. Lo que él buscaba era que Castilla le apoyase a él, no al concilio. Hizo, pues, lo que pudo por detener el gesto castellano de enviar embajadores a Basilea. Incluso envió una carta circular a las iglesias castellanas en las que le pedía que presionasen a su rey para que no enviase representantes a Basilea sino a Bolonia.

El Papa, pues, había quedado vencido. El concilio de Basilea, que con tanto esfuerzo había intentado cortocircuitar, había renacido por lo de siempre: porque en las reuniones de la Iglesia, la opinión de los prelados nunca ha sido la principal. La Iglesia es una institución de poder temporal, que cobra impuestos y tiene una vida pública más allá de la oración y esas cosas; y, por eso mismo, la discusión sobre su estructura y su forma de actuar no compete sólo a los curas, sino al poder temporal. Bueno, en realidad compete fundamentalmente al poder temporal; algo que no debe de extrañarnos en una institución que fue básicamente fundada por un tipo que no es que no fuera sacerdote, es que ni siquiera era cristiano.

El 14 de febrero de 1433, Eugenio publicaba una bula en la que decía donde digo digo, digo concilio, y autorizaba la asamblea de Basilea. Por medio de otra, Dudum sacrum se llama, declaró válidas todas las conclusiones alcanzadas y anuló su propia bula por la cual disolvía Basilea.

Los papas, ya se sabe: el lunes dicen blanco, el miércoles negro, y todo es obra de Dios. Por eso es tan importante que te creas que sus designios son inescrutables.

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