... y, al final, alguien escuchó al juez John Sirica
Un presidente Missing in Action
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La última trinchera
It's not easy, but it could be done
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Un signo claro de que la suerte de Nixon, si es que alguna vez la había tenido, estaba cambiando rápidamente, era la suerte de sus íntimos. El mismo día de la conferencia de prensa que ya hemos referido, Herbert Kalmbach, su asesor legal personal, se declaraba culpable de haber montado comités electorales falsos para lavar contribuciones electorales recibidas en 1970. Cuatro días después, la oficina del fiscal especial anunció la imputación de Haldeman, Ehrlichman, Mitchell y Colson, a los que acusaba de 24 cargos de conspiración, mentiras y obstrucción a la Justicia.
Nixon se sometió a
otra conferencia de prensa. En la misma, el conductor de noticias de la CBS Dan
Rather, le preguntó, directamente, si consideraría que, en el caso de que los
mismos crímenes que se le imputaban a sus socios se le imputasen a él, se trataría
de ofensas suficientes como para justificar un melocotoneo. Nixon trató de
salir a la americana, esto es, con un chiste, que hoy ya no sería visto como tal: “bueno, la verdad es que también
he dejado de pegar a mi mujer”.
Lo peor de lo peor
era el cargo que se le imputaba a Haldeman de haber mentido en sede
parlamentaria. Si el fiscal especial consideraba que el ex mano derecha de
Nixon le había mentido al Congreso, entonces es que no creía en su versión
sobre lo que Nixon sabía y, sobre todo, no sabía sobre el Watergate. John Dean,
lo recordaréis, había declarado que, en marzo de 1973, Nixon había asegurado
que no sería problema conseguir el millón de dólares que hacía falta; ante el
Senado, Haldeman había reconocido que había estado en esa reunión, y que había
dicho lo que Dean declaró. Sin embargo, ahora se lo imputaba porque el Gran
Jurado, finalmente, había podido escuchar la cinta y había comprobado que Nixon
no había dicho nada, cuando menos en esa reunión (luego veremos que sí lo dijo). Aunque, en ese caso, los
dados cayesen sobre la mesa a favor de Nixon, aquello no era ninguna buena
noticia; aquello era el preludio de todo lo que aquellas cintas iban a colocar
en su sitio. Y el Comité Judicial no paraba de pedir que se le enviasen más.
Así las cosas, en
ese punto, a principios de 1974, el tema era cada vez menos judicial, porque
ese flanco estaba cada vez más claro, y se centraba más en la cuestión de si el
Congreso tendría las pelotas de lanzar un impeachment. Nixon, en el fondo, no
lo tenía tan difícil; necesitaba entre 50 y 60 demócratas que estuviesen de
acuerdo en votar con él.
El 16 de marzo, el
presidente se fue en el Air Force One a Nashville, Tennessee, donde tenía
entrada para la primera representación del teatro Gran Ole Opry. Allí habló de lo
importante que es la música country y recibió lecciones de virtuosismo con el
yo-yo de un experto en la materia llamado Roy Acuff. En todo momento, desdeñó a
las personas que, en el público, sostenían silenciosamente carteles llamándolo
corrupto. Dos días después estaba en Houston, donde tenía agendada una sesión
de preguntas por parte de la National Association of Broadcasters. Allí dijo
que la consulta sobre la posibilidad de un impeachment estaba descontrolada y
siguió defendiendo que, constitucionalmente hablando, no había base.
Por mucho que Nixon
se pudiera dar todavía baños de masas en el Dixie, lo cierto es que sus apoyos
políticos decrecían a marchas forzadas. Apenas 48 horas después de su regreso a
Washington, una de las voces más prominentes del republicanismo conservador, el
senador por Nueva York, James Buckley, dio un discurso en el que dijo que la
credibilidad y la autoridad moral de Nixon estaban beyond repair; que, por lo
tanto, ya nada se podía hacer por él. Por ello, dijo, por el bien de la
República, lo mejor que podía hacer era dimitir.
Al llegar el mes de
abril, la prensa publicó que el presidente Nixon había pagado en 1969 algo más
de 72 millones de dólares en impuestos, pero que en 1970 había tenido una devolución
de 72.000 dólares y al año siguiente había pagado 800 dólares. Aquel cambio tan
brusco estaba causado por su decisión de donar todos sus papeles como
vicepresidente al gobierno. Sin embargo, había realizado una pirula legal, y
ahora el IRS le reclamaba unos 475.000 dólares. Aquel mes, por primera vez, en
las encuestas el porcentaje de americanos a favor del impeachment superó a los
que estaban en contra.
El 4 de abril, el
Comité Judicial se dirigió al gobierno para recordarle que llevaba nada menos que
38 días esperando que se le contestase al auto que había emitido solicitando la
remisión de 42 cintas más. El presidente del Comité Judicial, Peter Wallace
Rodino Jr., congresista por New Jersey, declaró que la paciencia se había acabado.
Le dio a la Casa Blanca un plazo de cinco días hasta el día 9 de abril o le
enviaría una subpoena al presidente (la primera de un comité
judicial en la Historia).
En medio de toda
esta movida, con un comité parlamentario dándole un ultimátum al presidente y
Hacienda reclamándole a ese mismo presidente medio millón de dólares, los
simbióticos entregaron otra cinta con la voz de Patty Hearst grabada.
Empezaba la Hearst
su perorata indicando que a ella nunca se la había obligado a decir nada que no
quisiera. De seguido, y tras decir que ni la habían drogado ni
hipnotizado, acusó a sus padres de ser parte de una conspiración del FBI para
asesinarla a ella y a sus secuestradores, a los que ahora llamaba camaradas. Dijo que sus camaradas le habían dado a elegir entre la libertad o
proseguir la lucha por la libertad de los demás en el ESL; y que había elegido
quedarse con los chavalotes. Luego siguieron varios minutos de quejas y broncas
varias contra sus padres, contra el capitalismo, contra todo. El discurso era
tan delirante que incluso en un momento llegó a decir que toda la crisis del
petróleo no era sino una conspiración internacional para “convertir al obrero
moderno en una pequeña clase de presionadores de botones”. Terminó explicando
que había cambiado su nombre neoliberal, Patty, por Tania, en homenaje a una
camarada que había luchado en Bolivia codo con codo con el Che Guevara; y, de
hecho, en nombre de Tania pronunció en español el tan manido Patria o Muerte, Venceremos. El comunicado estaba acompañado por una
foto de Patty Hearst vestida de camuflaje y con boina, con una metralleta, que daría la vuelta al mundo y que yo diría que sigue siendo yo el icono de esta tipa.
Aquella primavera,
diversos miembros del Ejército Simbiótico, entre ellos la propia Hearst, fueron
captados por las cámaras de seguridad del Hibernia Bank de San Francisco
durante su robo.
El 11 de abril, el Comité
Judicial votó, 33 contra 3, la demanda de las 42 nuevas cintas, y decidió darle
a la Casa Blanca un plazo de dos semanas para que las produjese. Pero eso no
fue todo. La semana siguiente, Leon Jaworski, el nuevo fiscal especial, extendió
una orden relativa a 64 cintas más; gesto que fue respondido por el Comité
Judicial al día siguiente solicitando
142 cintas más. El abogado de
Nixon James St. Clair, desbordado, tuvo que pedirles algún aplazamiento para
poder llevar a cabo aquellos encargos.
St. Clair, tras
conseguir el OK del Comité sobre el aplazamiento, se fue a Camp David a ver a
su jefe. En la noche del 29 de abril, los trabajadores del Congressional Record trabajaron para producir un grueso libro
titulado Submission of recorded
presidential conversations to the Committee on the Judiciary of the House of
Representatives by President Nixon, April 30, 1974. Nixon apareció en televisión con los tomos, como los políticos hacían
antes con los libracos de los Presupuestos Generales del Estado cada año. En realidad,
buena parte de las transcripciones habían sido reproducidas a doble espacio,
para así parecer que el material era mucho más voluminoso de lo que realmente
era.
Nixon le aseguró a
los americanos que lo que estaba en aquellas 1.400 páginas lo aclararía todo.
Se detuvo en algunos detalles especialmente beneficiosos para él para insinuar
que, efectivamente, cuando cualquiera leyese esas transcripciones, descubriría
que él era un santo varón. Y, por supuesto, incidió con su argumento preferido:
el Watergate como molestia: “cada día absorbido por el asunto Watergate es un
día perdido para el trabajo que vuestro presidente y vuestro Congreso deben
realizar”.
Para mí es absolutamente
claro que Nixon intentó, con aquellos tomos, hacer la misma jugada que estoy convencido
(claro que soy el único) hizo el gobierno estadounidense cuando se dio cuenta
de que no podía parar Wikileaks. En ambos casos, creo yo, quien elaboró la
información estaba pensando en ahogar a sus contrarios en tal cantidad de datos
y de información que, unido, en el caso de Nixon, a la clara imagen que buscaba
de presidente transparente, presidente que lo facilitaba todo, todo y todo,
hacer que el interés público por el tema Watergate decayese.
El libro se puso
muy rápidamente a la venta a un precio bastante razonable para semejante tocho
(12 dólares con 25 centavos; hoy se puede llegar a conseguir por
el mismo precio nominal). En dos horas se vendieron 3.000 copìas. La prensa
se ocupó de comunicar a toda hostia que lo que el personal tenía que hacer era
ir a la página 187. Allí estaba, allí está, la famosa conversación del millón
de dólares. La conversación en la que D (Dean) dice que buscar un millón de
dólares por debajo de la mesa puede suponer problemas legales. Todos, dice
Dean, están implicados en el tema, y el tema es obstrucción a la Justicia. Y
dice: “lo que tenemos que hacer es lavar el dinero; como la Mafia. Pero
nosotros no sabemos hacerlo”.
Ése es el puto momento en que el presidente pregunta cuánto dinero
hace falta. El momento en que Dean le contesta: “yo creo que esta gente [aquéllos a los
que quieren mantener tranquilos y sin cantar] costará un millón de dólares en
dos años”.
Y Nixon contesta (copio literal): you could get a
million dollars. You could get it in cash. I know where it could be gotten. It
is not easy, but it could be done. But the question is: who the hell would
handle it? Any ideas of that?
Se puede conseguir
un millón de dólares en cash; no es fácil, pero es posible. Si no recuerdo mal,
en alguna de las partes de The
Godfather esa respuesta (“no es
fácil, pero es posible”) es la que recibe el Don cuando está planificando un asesinato.
Pero no son las
palabras de un padrino de la Mafia. Son las palabras del presidente de los
Estados Unidos de América. Hablando, eso sí, como un mafioso. Y participando,
de hoz y coz, en la maniobra para esconder las miserias del Watergate en la que
siempre dijo que no había participado.
La United Press International,
la famosa UPI, hizo una machada: en apenas 4 días, le transmitió a sus
periódicos clientes las 350.000 palabras de las transcripciones; muchos de esos
periódicos utilizaron todo ese material para crear suplementos especiales. La
mayor de las machadas fue la del Chicago
Tribune: empleó nada menos que 300
personas y se gastó un cuarto de millón de dólares; pero colocó un suplemento
de 44 páginas en la calle apenas unas horas después de la aparición de Nixon con
los primeros tomos. La Radio nacional Pública organizó la lectura completa de
los textos.
Así las cosas, era
inevitable que los trucos inventados por los abogados del presidente aflorasen
rápido. Por ejemplo: en las transcripciones había unos 1.800 momentos que estaban
clasificados como inaudibles o ininteligibles. Este tema, en sí, no era muy
raro. Lo que sí era raro es que los episodios inaudibles resultasen ser el
doble en el caso de Nixon que de cualquiera de los otros contertulios.
En términos generales,
el conocimiento de las transcripciones tuvo sobre el americano medio el mismo
efecto que tendría hoy sobre el votante medio español el conocimiento de unas
cintas de esa naturaleza grabadas en Moncloa durante cualquier gobierno.
Los estadounidenses descubrieron que los políticos que regían sus vidas hablaban
muchas veces como prostitutas de Tijuana; que sus conversaciones revelaban
bajos niveles de empatía con la gente, en realidad muy poco interés en la gente;
y que, en general, la imagen que quedaba de la Casa Blanca después de leer todo
aquello es que, lejos de ser ese lugar angélico en el que Aaron Sorkin hace vivir
a Jeb Burlett, ese sitio donde siempre hay alguien que, cada vez que hay que
bombardear un centímetro cuadrado de la Tierra, se siente contrito y
desesperado; la Casa Blanca, digo, es un lugar sórdido, egoísta, frío y
despiadado, un lugar donde lo que importa, básicamente, es que el votante siga votando
y, si para que lo haga, hay que mentir, hay que pisar testículos, destrozar
vidas, hacer que los sinceros parezcan mentirosos, que los humildes parezcan
infatuados, que la mentira parezca justicia, el robo solidaridad, el abuso de
poder sensibilidad social, pues se hace, y punto. Porque el político en el
poder es un tiburón; un tiburón que si deja de nadar hacia delante, se muere; y
lo sabe.
Pero todos
tranquilos, porque, por supuesto, en vuestro país las cosas son diferentes.
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