viernes, diciembre 11, 2020

La Armada (13: don Álvaro se estresa y hace chof)

Aquí están todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen los posts.

La carambola del cuanto peor, mejor
Las dudas y no dudas de Alejandro Farnesio
Una idea de maduración lenta
Drake, el antiespañol
La reina no quiere; pero da igual
Cádiz
Drake se queda sin fuerzas frente a Lisboa
La guerra flamenca de Diego Pablo Simeone
Las indudables ventajas de luchar contra un gilipollas
La peripecia de los reformados forales en Coutras
Alemanes, suizos, y viceversa
The pela is the pela
Don Álvaro se estresa y hace chof
La Armada se arma como buenamente puede
El Capitán América de la catolicidad entra en París
Ni sivuplé ni hostias
El tropezón coruñés
La famosa frase que Drake, probablemente, nunca pronunció
El librito de un dominico gilipollas y un primer asalto nulo
La batalla que fue como cuando John Connor dispara al cyborg
Entre Parma y Palmer, y sin barcazas
Por fin, los ingleses rompen la creciente
Por qué la Armada jode


A todos los argumentos ligados a la importancia primaria de la paz hay que unir el hecho de que Isabel, y el partido que la apoyaba dentro de su propio Consejo Privado, tendían a pensar que el pacto con el rey Felipe no tenía que ser complejo ni imposible. Al fin y al cabo, se trataba, simplemente, de que El Escorial aceptase las condiciones que, once años antes, había aceptado ya don Juan de Austria: respeto para las libertades de las diecisiete provincias unidas, y retirada de las tropas españolas, a cambio de que los Estados Generales proclamasen su fidelidad al que tradicionalmente era su señor, Felipe de España, heredero de los Estados de su abuelo de igual nombre, y la defensa de la fe católica.

El problema que no quería ver Isabel era, claro, lo que los españoles habían aprendido desde aquel juramento. Fundamentalmente, dos cosas. La primera, que la aceptación de los derechos tradicionales de las Provincias Unidas tenía como consecuencia inmediata que El Escorial no podía ni soñar con establecer en las Provincias una administración centralizada con una capacidad también centralizada de recaudación fiscal; por decirlo así, tenía que respetar diecisiete cupos vascos a la vez. La otra cosa que había aprendido era que los holandeses no estaban dispuestos a entender un compromiso político y formal con la fe católica como un compromiso tan rígido como se hubiera pretendido por parte española. Que los Estados Generales se declararen defensores de la fe católica no quiere decir que se declararen atacantes de otras fes que pudiesen existir entre sus administrados. En otras palabras: los holandeses estaban dispuestos a aceptar la cláusula cuius regio, eius religio; pero nunca aceptarían eso sin una cláusula de libertad de conciencia que para el firmante español sería un ultraje.

Los negociadores ingleses que Isabel envió a Ostende tenían otras reivindicaciones también muy importantes para ellos. Querían, por ejemplo, que los barcos ingleses fuesen admitidos en los puertos del Nuevo Mundo, así como que, tanto en esos territorios como en la propia España, los marineros ingleses no pudiesen ser perseguidos por la Inquisición.

Como todo, había un solo punto de negociación en el que la reina era totalmente inflexible y había dejado claro que, fuesen como fuesen las negociaciones con Parma, jamás se movería. Un punto que nos dice bastantes cosas sobre la sicología de esta soberana, a veces, demasiadas veces, incapaz de pasar de la observación de los árboles para conseguir ver el bosque: Isabel se había reservado varias fortalezas en las Provincias Unidas como garantía del dinero que le había adelantado a los rebeldes. Antes de entregarlas en el marco de un acuerdo de paz, alguien tenía que reembolsárselas.

En todo caso, los contactos discretos que se llevaban a cabo en las Provincias Unidas estaban ya condenados al fracaso por parte española. En el otoño de 1587, el rey Felipe le había comunicado a Parma que la Armada saldría de Lisboa sí o sí y que, por lo tanto, ya no habría tratado de paz antes; el general español no debía alcanzarlo. Parma, sin embargo, continuó el paripé, consciente de que la ambición de Isabel por una no-guerra era muy elevada y que, por lo tanto, para él, mantener en secreto el belicismo español le aportaba una indudable ventaja. Los diplomáticos españoles, mucho más experimentados que los ingleses, hicieron una buena labor a la hora de jugar con ellos a lo del palo y la zanahoria.

En septiembre de 1587, con la llegada de refuerzos desde Italia, Parma tenía bajo su mando al mayor ejército de toda su vida. Ese ejército, además, y cuando menos de momento, no tenía problemas de paga. Los cofres estaban llenos de pasta y los soldados cobraban puntualmente. Sin embargo, la orden que acabamos de ver, esto es, de pretender unas serias negociaciones de paz con Inglaterra que los españoles ya sabían que no alcanzarían, obligó a Parma a mantener a todas esas tropas básicamente ociosas en sus bases; y esto no fue la mejor de las ideas. Las provisiones se fueron terminando pero, sobre todo, comenzó la lucha contra el general enfermedad. Los campos semi inundados de aquella Holanda no eran lo que son hoy. Quien los pasease hoy en bicicleta en las circunstancias de entonces vería cómo su vehículo se quedaba clavado en el barro miles de veces y, sobre todo, recibiría la visita de millones de mosquitos y otros insectos, hoy básicamente desaparecidos del entorno, portando todos ellos enfermedades que hoy son propias de Ruanda. Las tropas españolas, inhábiles, ociosas y sin misiones, cayeron enfermas. Hasta tal punto cayeron enfermas que en julio de 1588 los efectivos disponibles eran aproximadamente la mitad de los que habían estado bajo la orden de Parma algo menos de un año antes.

Los ingleses organizaron una resistencia automática en las costas de las Provincias Unidas. A la vista de los barcos españoles, miles de holandeses habían sido encuadrados en compañías residentes muy cerca de sus casas, a las que debían incorporarse para ponerse a las órdenes de militares, normalmente ingleses, y organizar la resistencia. Sin embargo, lo que no hizo Inglaterra, para desesperación tanto de Drake como de Hawkins, fue ir a buscar a los españoles a sus propias costas, como a ellos les hubiera gustado. Los principales almirantes ingleses, echando mano de la experiencia que habían adquirido en la expedición de Cádiz, habían llegado a la conclusión de que, si Inglaterra atacaba, obtendría una victoria rápida e incluso sencilla. Sin embargo, se encontraron con la resistencia de su commander in chief a la hora de hacer precisamente eso que ellos querían hacer: atacar primero.

En todo caso, en medio de este tema, que ha generado muchas pasiones en los últimos siglos, lo cual quiere decir que ha forzado la redacción de páginas y libros no siempre bien meditados, hay historiadores, incluso ingleses, que no dudan a la hora de recordar que, tal vez, no era sólo la pusilanimidad de Isabel la que la impulsaba a ser prudente. Quizá la reina era, de hecho, más racional que sus almirantes a la hora de pensar en acciones navales de gran calado; ésas que ellos, un tanto chulos la verdad, tendían a ver como excesivamente simples. Isabel sabía, en este sentido, que, si bien Inglaterra era la primera potencia marina del mundo, ello no significaba que sus barcos pudieran pasar un invierno en el Atlántico así como así. Nadie podía. El clima, las galernas y, lógicamente, en enemigo, irían deteriorando la capacidad de los barcos; y, si eso ocurría, ¿dónde carenarlos, dónde repararlos, dónde abastecerlos? La gran ventaja con que contaban los españoles no era su superioridad naval, cuestionable; sino el hecho de que el Atlántico era suyo. Hoy por hoy, hay toda una corriente de la historiografía naval británica que tiende a reconocer que Reino Unido ganó la guerra de las Malvinas gracias a una serie de casualidades; porque aceptar el enfrentamiento fue una puta locura por parte del Almirantazgo. Isabel estaba en una situación parecida, y tanto ella como los más inteligentes de sus asesores temían que si soltaba el dóberman de Drake, éste regresase algún día sin dientes. Así pues, a pesar de las presiones, no tanto de Drake como de Charles Lord Howard de Effingham, Lord Almirante, Isabel no quiso saber nada de enfrentarse a España en su propio patio. Y acertó; pero acertó ella, no Drake, que hubiera estado encantado de hacer el conas.

El 9 de febrero de 1588, bastante antes de que las condiciones del clima y de la mar permitiesen la salida de la Armada de Lisboa, ocurrió un hecho que cambiaría, con seguridad, la suerte de aquella expedición: don Álvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, héroe de Lepanto, de Terceira y de muchas otras batallas navales que jalonaban el orgullo español en la mar, daba su último suspiro. Algunos testimonios sugieren que el gran almirante, capitán general de la Mar Océana, murió bastante amargado y estresado por las muchas presiones y reproches de su rey, a quien no le gustaba el ritmo y el aspecto que tomaban los trabajos para la formación de la Armada.

Cuando Santa Cruz regresó de las Azores en septiembre, el rey Felipe estaba decidido a que, una vez que los refuerzos que se esperaban desde Nápoles y Andalucía estuviesen en Lisboa, Bazán pusiera proa con sus naves hacia la desembocadura del Támesis. El rey quería una expedición sorpresa, ésa misma de la que, quizás a causa de la información vieja mal distribuida, se habló en Inglaterra aquel mes de diciembre. Felipe sabía que el clima sería muy poco favorable, pero prefería correr ese riesgo a cambio de obtener el factor sorpresa. Sin embargo, cuando recibió el informe de los daños sufridos por los barcos de Azores, tuvo que cambiar de opinión. Sin embargo, cuando menos para mí es obvio que lo hizo arrastrando el escroto. Apenas unas semanas después, en diciembre, estaba patrocinando la idea de que alguna flota, aunque fuesen pocas naves, aunque no fuesen comandadas por Bazán, se allegase a las costas holandesas para escoltar la invasión por parte de las tropas de Parma.

Lo que vemos es la consecuencia lógica de la sique del rey español. Felipe II era una persona a la que le costaba mucho tomar una decisión, sobre todo en materias bélicas y de agresión. Pero, como le suele pasar a las personas así de prudentes, una vez que la tomaba, una vez que ajustaba la cabeza a la idea de que iba a hacer algo, se veía poseído por la urgencia. En este tipo de personas, por así decirlo, la duda sobre si una acción será la correcta viene a ser sustituida por la duda sobre si el paso del tiempo no acabará haciéndolo todo inútil.


El rey quería su invasión.

3 comentarios:

  1. ¿No se ha subido usted a la parra al dar a Inglaterra el título de primera potencia marina del mundo?
    ¿Cómo lo concilia con la afirmación, un par de líneas después, de que el Atlántico es un mar español?
    Acepto que los ingleses sabían moverse muy bien por el Canal y sus aguas costeras pero nada más. Por ejemplo, el pirata Drake tuvo siempre que tirar de pilotos españoles o portugueses cuando se salía de la ruta trillada. No me parece propio de una potencia marítima.

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    1. Mi opinión es ésta: Inglaterra, como potencia tecnológica marina, por así decirlo, inicia en el siglo XVI un ventajoso liderazgo que culmina a finales del siglo XVIII, justo antes de que entre en juego la incógnita americana.

      Lo del Atlántico es otra cosa. Por muy perfecto que sea tu barco, las guerras las ganan las divisiones de logística. Lo que Isabel, con muy buen criterio, temía, era el hecho de que una vez que Inglaterra se internaba en el Atlántico, no tenía dónde ponerse tiritas si sufría alguna herida. No tenía dónde reclutar más marineros, ni astilleros que reparasen cascos, nada.

      De ahí la referencia a las Malvinas. Conforme el tiempo se va reposando, la historiografía británica cada vez se inclina más hacia la afirmación de que aceptar el envite fue una machada de Thatcher que puso salir carísima. De nuevo, tenemos una armada, la británica, muy superior a la argentina. Pero, de nuevo, tenemos una situación en la que la capacidad de reaprovisionamiento británico en la zona era casi nula.

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  2. No me convence. En el siglo XVI la potencia tecnológica es España, sólo hay que comprobar la cantidad de obras de técnica marina que se imprimieron. La inmensa mayoría eran copias de las de la Casa de Contratación.
    Aunque eso sí, el culmen inglés a fines del s.XVIII nos cogio retrasados.

    Inglaterra no podía, o mejor aún, no quería ponerse tiritas ni siquiera en ese año de 1588. Sólo hay que ver cómo tratarán a los "victoriosos" marineros a su vuelta a los puertos ingleses en agosto y septiembre.

    Lo de las Malvinas, además de lo que usted dice, creo yo que estaba, y está, basado en el desprecio de los anglos por los latinos. Aún recuerdo aquel comentario del comandante en jefe inglés sobre aquello de que si los argentinos tuvieran más sangre española y menos italiana otro gallo les cantaría. Ese buen hombre no debía conocer nada de las invasiones inglesas del Río de la Plata.

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