Aquí están todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen los posts.
La carambola del cuanto peor, mejor
Las dudas y no dudas de Alejandro Farnesio
Una idea de maduración lenta
Drake, el antiespañol
La reina no quiere; pero da igual
Cádiz
Drake se queda sin fuerzas frente a Lisboa
La guerra flamenca de Diego Pablo Simeone
Las indudables ventajas de luchar contra un gilipollas
La peripecia de los reformados forales en Coutras
Alemanes, suizos, y viceversa
The pela is the pela
Don Álvaro se estresa y hace chof
La Armada se arma como buenamente puede
El Capitán América de la catolicidad entra en París
Ni sivuplé ni hostias
El tropezón coruñés
La famosa frase que Drake, probablemente, nunca pronunció
El librito de un dominico gilipollas y un primer asalto nulo
La batalla que fue como cuando John Connor dispara al cyborg
Entre Parma y Palmer, y sin barcazas
Por fin, los ingleses rompen la creciente
Por qué la Armada jode
Enrique de Navarra había terminado la jornada de Coutras aseverando: “ahora nadie podrá decir que los hugonotes no ganan batallas”. Sin embargo, lo que estaba por ver era que el bearnés fuese capaz de administrar adecuadamente dicha victoria. Las visiones tras la misma eran muy distintas. Los caballeros de la zona de Poitou y más al sur eran partidarios de aprovecharla para realizar un avance hacia el sur cuyo objetivo fuese barrer la presencia católica más allá del Loira. El príncipe de Condé era de la misma idea, y lo era por motivos muy personales. Sabía bien que el área había sido un enclave fuertemente independentista durante muchos siglos; que no había abandonado nunca del todo esas ambiciones, de hecho, la división generada en el país por el protestantismo no había hecho otra cosa que profundizarla; y, consecuentemente, ambicionaba con construirse una Francia pequeñita para él.
Los gascones, por su parte, querían ir a por un ejército
católico que seguía el suroeste de su posición, unos 4.000 hombres que
avanzaban, teóricamente, para reunirse con Joyeuse. Si los hugonotes lograban
llevarse por delante a esos infantes, la presencia católica habría desaparecido
totalmente de la Guyena por primera vez en mucho, mucho tiempo.
El Estado mayor de Kike 2, sin embargo, no creía en ninguno
de estos cantos de sirena. En algún lugar cerca de las fuentes del Loira tenía
que estar la tropa mercenaria que cobraba la nómina en Londres; las tropas que
Isabel había logrado escamotear del sueño holandés de su churri para defender
la causa protestante en Francia. Eran ochocientos caballeros alemanes, todos
ellos pata negra, conocidos como reiters y
famosos en todo el continente; más otros tantos lansquenetes, además de otros
cerca de 1.000 mercenarios suizos, reclutados por el duque de Bouillon. Con el
refuerzo de la tropa hugonote de Coutras, Enrique tendría a su mando al
ejército más formidable que se había visto en Francia en mucho tiempo.
El premio posible, pues, era el premio gordo: París. Avanzar
hacia la capital, cercarla, y forzar al rey a parlamentar, a rendirse, o a
plantar una batalla que con seguridad perdería. El fin de la guerra civil y, lo
que es mucho más importante para el juego de las ucronías históricas, la
consolidación de la alternativa protestante en el poder francés.
Una cosa, ya lo he dicho, es ganar, y ponerse en disposición
de ganar más; y otra, distinta, es tener la inteligencia y el coraje para
moverse en esa dirección. Enrique, que en parte era todavía un combatiente
medieval, se entretuvo en Coutras con el cuidado de los heridos y con otro tipo
de cosas muy propias de la guerra que entonces empezaba a ser antigua: rescates,
espolios, esas movidas. Un día, en un arrebato que da un poco la medida de su
carácter un tanto volátil y narcisista, agarró los pendones capturados a
Joyeuse, se subió a un caballo, casi sin escolta, para ponerlos a los pies de
su churri del momento, Diane D’Andoins, conocida por los franceses como la belle Corisande, fama bastante bien
ganada, a juzgar por el extraordinario retrato que le hizo Sofonisba
Anguissola. La consecuencia lógica de tanta molicie fue que el ejército
hugonote comenzó a disgregarse y a mover el culo hacia Marte. La verdad, a
veces extraña que este tipo llegase a ser rey de Francia, la verdad. Pero,
claro, entre franceses se han visto cosas así, y aún peores.
Hay que decir, en todo caso, que Enrique de Navarra tiene sus
defensores en la historiografía; defensores que, de hecho, quieren ver en lo
que tal vez fueron los gestos de un ser volátil y un tanto indolente a alguien
bastante inteligente que, en realidad, hizo lo que hizo para no tener que
decirle a sus capitanes que, en realidad, él no quería llegarse a París con su
pandilla de matones a imponer su ley. Según esta interpretación, Enrique no
compartiría con los grandes nobles de la causa protestante la idea de que una
acción como la que se imaginaba iba a cerrar por siempre la herida religiosa en
Francia a favor de los protestantes. En primer lugar, suponía torcerle el brazo
al rey legítimo, quién sabe, si se
ponía muy pollas, si no matarlo; y, verdaderamente, nada nos impide sospechar
que Enrique tuviera escrúpulos ante una acción así, dirigida por su espada,
como los había tenido Isabel en el caso de María, reina de los escoceses. En
segundo lugar, ¿la herida se cerraría? ¿En serio? ¿Francia, ese país que, tras
acabar con un genocidio con la herejía maniquea albigenses, iba a aceptar reyes
protestantes que embarcasen al país en una política antipapal, tan ricamente? Y
España, los Estados Unidos de la época, ¿se quedaría quieta? Si Isabel de
Inglaterra tenía la capacidad de financiar un ejército de alemanes y suizos
para el teatro francés, ¿qué podría pagar el rey español para que entrase por
los Pirineos o, peor, desde las Provincias Unidas, o desde la Italia?
En esencia, pues, esta interpretación viene a decirnos que
Enrique de Navarra, lejos de contemplar sus intereses como opuestos a los del
inquilino del Louvre, como hacían sus nobles, creía que eran básicamente
coincidentes; y que la cosa había que enfrentarla de otra manera que no fuese
dando por culo.
No. La llave de la paz tras la guerra civil no era, y según
esta interpretación Enrique de Navarra tuvo la inteligencia de verlo, el
enfrentamiento frontal para que sólo hubiese un ganador, sino el regreso de la
nación francesa a la zona templada del Edicto de Poitiers y, sobre todo, el
debilitamiento de los Guisa para que la Santa Liga no pudiese hacer y deshacer
en medio país.
Es, de hecho, bastante probable que Enrique de Valois
tampoco estuviese tan cabreado con el resultado de Coutras. A Kike 1 la derrota
de Joyeuse no le vino tan mal y, de hecho, días antes de la batalla de Coutras
le había confesado al embajador inglés (aunque éste tampoco le creyó del todo)
que temía la victoria de la Santa Liga en el enfrentamiento inminente. Pero,
lógicamente, su interés estaba en el equilibrio de fuerzas; él tenía muy claro
que su supervivencia en el trono de Francia dependía de que nadie tuviese
demasiada fuerza. Por ello, incluso antes de la batalla de Coutras, y previendo
que el que fue pudiera ser uno de sus resultados, había comenzado a acopiar una
importante fuerza de reserva de unos 40.000 hombres. Una parte de esta fuerza
vigilaba los pasos del Loira, y la otra, en la que se encontraban en el propio
rey y el duque de Epernon como comandante en jefe, tenía como misión principal
cortocircuitar la eventual unión de las tropas hugonotes con los germanosuizos.
Las cosas, además, comenzaron a complicarse en el norte. Los
mercenarios alemanes y suizos se habían situado en Lorena. Ahora que la región
de origen de los Guisa se encontraba comprometida por haber perdido éstos su
principal fuerza militar, esperaban hacer caja allí a base de pillajes y
movidas. Pero eso eran, fundamentalmente, los suizos. Los alemanes tenían prisa
por dejar aquellas tierras y entrar en Francia. En primer lugar, a los
caballeros teutones no les seducía andar haciendo el conas por territorios que
eran parte del Imperio. Y, en segundo lugar, sabían que la demanda de su
financiadora, Inglaterra, era actuar en Francia lo antes posible. Para colmo,
el duque de Lorena había cursado órdenes a sus campesinos para que se hicieran
fuertes dentro de las murallas de las ciudades, con todos los alimentos y
pertrechos que pudieran transportar; y que quemasen lo demás. Así pues, a menos
que se tuviese éxito en algún que otro asedio, en realidad en Lorena no había
nada que robar; de hecho, no había ni siquiera una hamburguesería abierta. Como
consecuencia, los reiters se
marcharon en dirección a Francia, arrastrando consigo a otros mercenarios.
Enrique, que conocía ya los movimientos del Valois, le
recomendó a los mercenarios que se acercasen al Loira por caminos montañosos,
mucho más difíciles e intrincados pero, a cambio, seguros en lo que se refiere
a la posibilidad de encontrarse con las tropas del rey. Los germanos, sin
embargo, encontraron ese consejo bastante rayante. Tenían mucha hambre y, por
lo tanto, preferían avanzar por terrenos donde abundasen los pollos, los huevos
y los cerdos. Pero eso, claro, los movió pronto hacia las cercanías de las
tropas reales. Epernon comenzó a hostigar a las tropas con pequeños ataques y,
además, cuando la tropa mercenaria, sobre todo los suizos, acabó enterándose de
que en el ejército que estaba enfrente estaba el propio rey de Francia, se
negaron a avanzar.
La cosa tiene su lógica. Uno de los principales caladeros de
soldados donde el rey de Francia solía realizar sus contrataciones eran los
cantones suizos católicos. Ahora esos soldados estaban allí, enfrente, luciendo
sus pendones cantonales. En los contratos que, por así decirlo, habían firmado
los mercenarios suizos, éstos habían establecido como condición fundamental no
tener que atacar a compatriotas; de hecho, sus condiciones no incluían atacar
al rey de Francia, precisamente por el hecho de que éste solía tener entre su
tropa a muchos suizos.
A estas razones contractuales, por así decirlo, hay que unir
el hecho de que los mercenarios no habían cobrado. Isabel, y su acostumbrada
afición por los impagos.
Esto que pasaba, sin duda, favorecía a Enrique III. Sin
embargo, había otro factor que no le iba tan bien. El Valois había calculado
que, durante su estancia en Lorena, los caballeros alemanes se las habrían
arreglado para deshacer el ejército de los Guisa, borrando así a uno de los
Enriques de la ecuación. Sin embargo, eso no fue lo que pasó. Las unidades de
la Santa Liga, haciendo gala de una movilidad muy ágil, se las arreglaron para
hostigar a los alemanes sin enfrentamientos claros y, de hecho, cuando los
teutones entraron en Francia, los católicos entraron con ellos, a prudente
distancia.
Los alemanes no tenían intención de marchar hacia París. Con
el rey fuera, de campaña, la ciudad ofrecía muy pocos alicientes estratégicos.
Pero eso lo sabían ellos; no los parisinos. Los ciudadanos de París, en
realidad, creyeron otra cosa; creyeron lo que los curas, alimentados por los
Guisa, les contaron en los púlpitos. La eficiente propaganda eclesial, en
efecto, les contó que los alemanes estaban poco menos que ad portas; que su rey se había ido al Loira, probablemente a
confraternizar con los heréticos; y que, en realidad, la única protección que
tenían eran las tropas de los Guisa. Fue un grave error reputacional de sus
contrincantes.
El 26 de octubre, en su avance, la caballería alemana había
llegado a Montargis, pero ni soñó con atacarla, puesto que la población estaba
bien protegida por un fuerte real. Al contrario, distribuyó sus tropas por las
aldeas cercanas, y su jefe, Von Dohna, se estableció en una pequeña villa
llamada Vimory. Allí lo localizaron los católicos, que resolvieron atacarlo
antes del amanecer.
En medio de una espesa lluvia y en la total oscuridad, el
ejército de los Guisa, pequeño y móvil, avanzó hacia Vimory. Entraron en la
ciudad a sangre y fuego, ejecutando a los alemanes conforme salían a la calle
en sus ropajes de sueño y legañosos. Sin embargo, el resultado final del
enfrentamiento sería el contrario, y no resulta fácil explicar los porqués.
Aparentemente, Von Dohna fue capaz de levantarse, tomar su caballo y acopiar
una pequeña tropa de reiters. Esta
tropa se las arregló para salir a campo abierto y, allí, atacar a la unidad a
la orden del duque de Mayenne, el hermano de Guisa. Esta acción, aparentemente,
tuvo un efecto sicológico en Guisa, quien, en la enorme confusión de la noche,
pudo pensar que aquel enfrentamiento inesperado en el campo abierto significaba
que los alemanes tenían refuerzos que se les habían arreglado para presentarse
en la batalla. Siendo como era consciente de que el enfrentamiento era
notablemente desigual (él contaba con unos 6.000 hombres, y los alemanes eran
el quíntuplo de aquella tropa), asumió que había perdido el factor sorpresa, el
único que le podría haber dado la victoria, y movió el culo hacia Montargis,
donde pidió refugio.
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