lunes, mayo 27, 2019

El cisma (11: Pedro de Luna pierde pie)

Sermones ya pasados

La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia
La embajada de los tres reyes
La vuelta al redil
El 1 de abril de 1407, Benedicto le había dado una concesión al rey de Castilla para cobrar tercias del diezmo eclesial en beneficio de la corona. Esta concesión se hizo por tres años, pero en 1410 fue prorrogada hasta 1412, con lo que la autorización se extendió a Catalina de Lancaster, el infante Fernando y Leonor, su churri. Sin embargo, ya no fue renovada. Los castellanos, sin embargo, siguieron cobrándolas en 1413, pero al año siguiente el Papa quería que esa pasta se gastase en la Iglesia, así pues retiró la potestad (en la persona de Catalina pues Fernando, como hemos visto, tenía otros destinos).

Esta decisión provocó el cabreo de la Corte castellana. Catalina pretextaba que necesitaba esa pasta para poder mantener la lucha contra los caldeos, esto es los musulmanes, y así se lo hizo saber a De Luna mediante una embajada de prelados que acudió a su encuentro en Tortosa. El Papa aviñonés, finalmente, concedió la renovación de las tercias, pero puso condiciones. En primer lugar, Catalina de Lancaster debía declarar públicamente que las tercias de 1413 se habían cobrado en fraude de ley; anularía todas las concesiones por derecho hereditario sobre las tercias; y se concedía la exacción durante un solo año. De Luna, demostrándose con ello mejor informado de lo que había pensado Catalina, pretextaba que la recaudación de las tercias era necesaria para paliar el hambre provocada por las sequías; pero nada de guerra con el moro, pues las cosas andaban muy pacíficas. Si el 1 de abril de 1415, por lo tanto, no había estallado la guerra con Granada, las tercias quedarían anuladas.

Da la sensación de que la regente de Alencastre siempre pensó que aquel anuncio era un farol. Debió de, por así decirlo, presupuestar el año 1415 contando con la pasta de las tercias; pero se comió un marrón de la hostia, y nunca mejor dicho, pues llegada la primavera de aquel año, el Papa a cuya obediencia se prestaba Castilla cursó una orden a los curas castellanos para que se quedasen la tercia una vez recaudada y se la gastaran en las iglesias del reino. Catalina le mandó una misión al Papa con una carta en unos tonos poco comunes en el lenguaje diplomático; carta en la que acusaba directamente a De Luna de haberse llevado parte de las riquezas de Castilla. El aragonés, sin embargo, no cedió, y es mi opinión que acabaría pagándolo, pues en la futura evolución de las posiciones castellanas no sería en modo alguno ajena la movida de las tercias. Pues todo, ya lo he dicho muchas veces en estas notas, es pasta. Lo vestíamos, y lo vestimos, de polémica ideológica, de voluntad de servicio al ciudadano, de necesidad histórica, de obra de Dios; pero no deja de ser siempre el vil parné.

Es posible que Pedro de Luna se hubiera mostrado más conciliador con Catalina de Lancaster y los castellanos si hubiera sabido con precisión, cosa que cuando menos en mi opinión no ocurrió, hasta qué punto las cosas habían cambiado para él con el Compromiso de Caspe. Fernando I de Aragón no era ni de lejos Martín el Humano y, de hecho, la principal piedra sólida sobre la que había apoyado el pie la Iglesia cismática en los últimos años, Aragón, estaba empezando a licuarse. El obispo de Zamora, el señor de Híjar y Pedro Falchs, los tres embajadores que envió Fernando a Constanza, llevaban claramente la instrucción de impulsar la via iustitiae que le gustaba a De Luna, esto es, la entrevista entre los dos, o los tres, papas en liza, hasta que tomaran una decisión sobre cuál era el auténtico; seguida de la dimisión de los tres si, como todo el mundo esperaba, no llegaban a ninguna conclusión tras un periodo pretasado de tiempo.

Sin embargo, los embajadores fernandinos llevaban otra instrucción: en caso de no producirse acuerdo con sus interlocutores en Costanza, debían aceptar la vía conciliar.

El rey aragonés, por lo tanto, aceptaba ya de partida una opción templada. Pero es que, además, estaba Segismundo, un tipo con bastante mala leche que, como todos los cabrones malencarados pero inteligentes, manejaba muy bien los tiempos y los detalles. Los tres embajadores aragoneses llegaron en diciembre de 1414 a Lausana, creyendo que en la ciudad suiza iban a encontrar, esperándoles, el salvoconducto imperial para poder llegarse a Costanza. Pero no estaba allí. No estaban ni el salvoconducto, ni el propio Segismundo. Así pues, los legados siguieron hacia Shaffhausen, con peligro de sus vidas pues viajaban sin salvoconductos y, si les pillaba la Guardia Civil, lo mismo hasta se los podía apiolar pensando que eran quienes no eran, o que estaban allí para alguna otra cosa (en la Edad Media, esto temas se tomaba muy en serio). Fuero a Shaffhausen porque esperaban encontrarse allí a Segismundo, camino de Costanza. Pero tampoco estaba. El rey de romanos, de hecho, entró en Constanza el 25 de diciembre, en loor de multitud; los pobres embajadores aragoneses no llegaron hasta el 8 de enero y, además, entraron en la ciudad como pordioseros pues Segismundo, interpretando que eran de obediencia cismática (esto es, tomando un partido que estaba todavía por aclararse) les negó homenajes y recibimientos.

Nada más llegar Segis a la ciudad, Ottobonus de Bellonis, que era como su Carmen Calvo pero listo, propuso una alianza triple entre el Imperio, Castilla y Aragón, que fracasó porque los embajadores aragoneses exigieron que el Papa quedase fuera de las obligaciones de las alianzas y que éstas, en todo caso, no fueran nunca incompatibles con los tratados entre Castilla y Francia. Segismundo, en ese momento, procedió a dormir el partido; la razón es que estaba esperando la renuncia de Juan XXIII y, si fuese posible, del propio Gregorio, para así dinamitar cualquier via iustitiae al presentarle a De Luna el hecho consumado de que sus otros dos contendientes habían hecho ya lo que ahora se esperaría de él. El 3 de marzo, efectivamente, y al parecer después de discusiones muy fuertes y escenas poco edificantes, Juan XXIII dio su brazo a torcer.

El 4 de marzo, esto es 24 horas después de que Baltasare Corssa se quitase de en medio en la carrera del papado unificado, los embajadores aragoneses aceptan las condiciones para la entrevista entre Fernando y Segismundo: sería antes de finales de junio en algún lugar a medio camino entre Niza y Villafranca. Juan, señor de Híjar, regresó inmediatamente a la península acompañado por Ottobonus. En el camino, enterado por cartas de todo lo acontecido, Fernando le escribió a Catalina de Lancaster, instándola a designar una embajada castellana que participase en las conversaciones.

Segismundo, sin embargo, no salió de Constanza hasta el 15 de julio de 1415. Fue durante su camino que supo que el influyente condottiero Carlos Malatesta había conseguido arrancarle a Gregorio la renuncia a su cargo. El puzzle montado por el emperador, pues, comenzaba a mostrar una imagen coherente, en la que, en puridad, ya sólo faltaba una ficha, que era el acuerdo con el rey aragonés quien, además, por razón de la familia a la que pertenecía, se podía decir también representante castellano, de alguna manera. Recibió Segismundo cartas de Fernando solicitándole que continuase hasta Perpiñán, por encontrarse él muy enfermo y resultarle imposible viajar. Fernando entró en Perpiñán el 31 de agosto de 1415, tras un viaje que le costó tanto que, en realidad, sus físicos estaban convencidos de que iba a diñarla.

Segismundo llegó a la ciudad francesa 19 días después. La cosa comenzó bien, pues Pedro de Luna ofreció muy buenas palabras para aquel diálogo. Pero pronto acabó por percibirse claramente que el aragonés, nos ha jodido, no pensaba renunciar (¿cuándo ha renunciado un aragonés a algo?), por lo que, ante la atenta y divertida mirada de Segismundo, comenzaron a desplegarse las disensiones (y los reproches) entre los poderes temporales peninsulares (Castilla, Aragón y Navarra) y su Santo Padre.

Parece ser que el momento DEFCON 1 de aquella conservaciones se produjo el 22 de septiembre, cuando tuvieron una entrevista sin testigos Fernando, Segismundo y De Luna. Ocurrió en la posada donde residía el rey aragonés. Allí, los dos poderes temporales presentes invitaron, sin ambages, al Papa para que renunciase. De Luna, sin embargo, según las crónicas, dio largas. Entonces Segismundo acusó a De Luna de haber engañado a Fernando, y éste se mostró de acuerdo.

El Papa aragonés perdía pie.

Fernando designó una comisión de prelados aragoneses y castellanos para que estudiase los documentos de abdicación de Juan XXIII y Gregorio XII, que Segismundo había traído a Perpiñán. Fueron miembros de dicha comisión Pablo de Santa María, obispo de Cartagena; y Álvaro de Isorna, obispo de León, por Castilla. Y el arzobispo de Tarragona y Berenguer de Bardaxi, por Aragón. Todos ellos eran de probada fidelidad aviñonesa, lo que no les impidió adverar la plena veracidad de las dimisiones que se presentaron a su estudio, lo que les llevó a concluir que la cauterización del cisma estaba cercana y sólo necesitaba la renuncia del tercero en discordia. El 10 de octubre, Fernando dio una orden por la cual ninguna galera podría salir del puerto de Perpiñán sin su orden expresa. Es la señal que tenemos que de, para entonces, Fernando y Segismundo actuaban en total sintonía.

Las semanas que siguieron fueron incómodas y, al parecer, broncas por algunas actitudes castellanas, aunque no son muy bien conocidas (parece ser que un hijo de Diego López de Stúñiga asaltó la casa del gobernador de Perpiñán, lo mató y maltrató a su hija, que era priora de un monasterio; luego fueron a la casa del obispo de Calahorra, donde se hicieron fuertes hasta que la quemaron). Sabemos, eso sí, que Segismundo, fuera lo que fuera lo que pasara, acabó por perder la paciencia y el 3 de noviembre salió de Perpiñán camino de Constanza, donde decía que esperaba cerrar de una vez por todas aquella mamonada. Fernando, por su parte, volvió a enfermar (de hecho, la cascaría pronto) y en la ciudad cada vez se temía con más fuerza que el Papa De Luna se las acabase arreglando para huir, lo que complicaría notablemente la solución al cisma.

Segismundo tuvo algunos retrasos y salió de Perpiñán el día 7 de noviembre. Cuando lo vio partir, debilitado y acojonado, Fernando decidió que las cosas no podían seguir así. Envió a un emisario castellano, Diego Fernández de Vadillo, para que saliese a uña de caballo detrás de él. Vadillo alcanzó a Segismundo en Salses, y allí le transmitió la petición del rey aragonés de que se diese la vuelta, prometiéndole que las cosas iban a mejorar. El rey de romanos, en efecto, se detuvo.

Para Fernando se había terminado el tiempo de los paños calientes. El 9 de noviembre, en Perpiñán, se entrevistaron secretamente los infantes de Aragón, el conde de Foix, un hijo del rey de Navarra, los embajadores castellanos y procuradores de los cuatro estados de Aragón. Los castellanos eran Pablo de Santa María; el merino Diego Fernández de Quiñones; Juan González de Acevedo y Pedro Fernández de las Poblaciones. Inicialmente, la embajada castellana había sido de seis miembros, pero dos habían tenido que salir de Perpiñán por los incidentes que ya hemos contado.

El acuerdo tomado entre estos reunidos, que claramente eran representantes del sentir peninsular no portugués o, si se prefiere, de las fuerzas españolas que se habían mostrado hasta entonces de obediencia aviñonesa, fue que se le solicitaría a De Luna, por tres veces más, que renunciase a la tiara papal; propuestas que, de recibir tres negativas, llevarían a una sustracción de obediencia definitiva. 

El 10 de noviembre de 1415 le llegó a De Luna el burofax con el primero de estos requerimientos. El Papa aviñonés se marchó de Perpiñán a Collioure, desde donde respondió formalmente a Fernando I, en sentido totalmente negativo. El 11 de diciembre, como recibiera una nueva intimación, apoyada por los castellanos a pesar de que él había buscado la solidaridad de Catalina de Lancaster; intimación en la que, además, las admoniciones de Segismundo eran apremiantes, decidió De Luna salir de allí en barco. Fue desde el mismo donde hizo su famosa afirmación, Papa sum. El barco lo llevó a Peñíscola.

Los hechos, sin embargo, ya no le eran nada propicios.

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