Rumania, ese chollo
A la sombra de los soviéticos en flor
Quiero rendirme
El largo camino hacia el armisticio
Conspirando a toda velocidad
El golpe
Elecciones libres; o no
En contra de mi propio gobierno
Elecciones libres (como en la URSS)
El último obstáculo, el rey
Con la Iglesia hemos topado
El calvario uniate
Securitate
Yo quiero ser un colectivizador como mi papá
Stefan Foris
Patrascanu y Pauker
La caída en desgracia de Lucretiu Patrascanu
La sombra del titoísmo
Gheorghiu-Dej se queda solo
Ana Pauker, salvada por un ictus
La apoteosis del primer comunista de Rumania
Hungría
Donde dije digo…
El mejor amigo del primo de Zumosol
Pitesti
Pío, pío, que yo no he sido
Trabajador forzado por la gracia de Lenin
Los comienzos de la diferenciación
Pues yo me voy a La Mutua (china)
Hasta nunca Gheorghe
El nuevo mando
Yo no fui
Yo no soy ellos
Enemigo de sus amigos
Grandeza y miseria
De mal en peor
Esos putos húngaros
El puteo húngaro
El maldito libro transilvano
El sudoku moldavo
La fumada de Artiom Lazarev
Viva Besarabia libre (y rumana)
Primeras disidencias
Goma
Los protestantes protestan
Al líder obrero no lo quieren los obreros
Brasov
No toques a Tokes
Arde Timisoara
El derrumbador de iglesias y monasterios
Qué mal va esto
Epílogo: el comunista que quiso sorber y soplar a la vez
Lazarev iba incluso más allá del tono que suelen adoptar incluso los historiadores más de parte, de modo y forma que las intenciones de su meconio eran bien claras: “los historiadores rumanos deben entender que no importa cuántos años pasen asegurando que los moldavos son rumanos, porque los moldavos nunca, y de ninguna manera, serán rumanos”. Uno de los grandes puntos de apoyo de su teoría era que, según él, el concepto de Rumania como Estado es históricamente posterior a la integración de Besarabia en Rusia.
Los rumanos entendieron que la respuesta a Lazarev tenía
que producirse al más alto nivel; y por eso el mismísimo Nicolae Ceaucescu se
movilizó. En un discurso declamado el 28 de marzo de 1975, y con su habitual
estilo laberíntico y exento de referencias directas, el líder del comunismo
rumano se refirió a las afirmaciones del libro de Lazarev, presentándolas como
distorsiones. Con esa capacidad que no hay que negarle a los comunistas de
montar patines en cinco minutos, apenas unos días después se abrió en Rumania
un nuevo museo etnográfico, en el que se colocaron un montón de mapas del país
en los que la Besarabia y la Bukovina septentrional estaban integrados en el
territorio nacional. Apenas unos meses después, dos miembros del Instituto de
Historia del Partido Comunista Rumano produjeron su propio libro. El trabajo se
limitaba al periodo de 1918 a 1921, pero fue claramente utilizado para
presentar a Besarabia como un territorio integrante de Rumania.
Ceaucescu, sin embargo, no se atrevió a criticar
directamente a Lazarev. Todo el mundo en Bucarest era consciente de que
criticar a Lazarev era criticar a la URSS; y eso era algo que nadie quería
hacer. De hecho, se autorizó a la asociación paragubernamental dedicada a las
relaciones con las personas emigradas a Rumania, para que distribuyese una
versión traducida del libro del soviético. Sin embargo, todos éstos no eran
sino movimientos destinados a labrar una imagen de equidistancia que estaba muy
lejos de ser verdad. En realidad, lo que hicieron los comunistas rumanos fue
desplazar la polémica fuera de su país.
El historiador más laureado de Rumania, Constantin
Giurescu, escribió, con el seudónimo Petre Moldoveanu (seudónimo que, lo podéis
entender, no era en modo alguno inocente) un panfleto en el que rebatía punto
por punto las afirmaciones de Lazarev. Pero lo verdaderamente importante es que
este panfleto no fue editado en Rumania; fue editado en Milán, a las expensas
de Constantin Dragan, un millonario rumano residente en Italia. Los rumanos
llegaron al punto de publicar frases, si no elogiosas, sí comprensivas hacia
el mariscal Ion Antonescu; al fin y al cabo, se había unido a los alemanes en
un ataque contra la URSS cuyo objetivo había sido reconquistar la Besarabia; un
gesto proalemán que, sin embargo, a la luz de los hechos ocurridos a mediados
de los setenta, de repente adquiría otra calidad. Antoncescu había conseguido
recuperar la Besarabia y la Bukovina septentrional, y eso ahora tenía un valor.
El Partido, sin embargo, llegó a la conclusión, bastante lógica en mi opinión, de que rehabilitar a Antonescu en algún ensayo histórico sería mucha tela; así que
le encargó dicha rehabilitación al siempre proceloso mundo de la ficción. Un
novelista, Marin Preda, escribió una novela, Delirium, en la que
Antoncescu es retratado como un personaje atormentado por el hecho de ver que la única
manera que tiene Rumania de recuperar Besarabia es aliándose con Alemania.
La primera edición de la novela, 35.000 ejemplares, se
vendió en el VIPs la misma noche del día que se distribuyó. El libro generó una
oleada de curiosidad entre los rumanos. En primer lugar, en la sociedad rumana
había todavía entonces muchas personas que tenían hacia Antonescu una actitud
un poco como muchos alemanes respecto de Hitler después de la guerra; callaban,
pero admiraban. El mariscal había hecho al país grande, lo había convertido en
uno de los principales aliados de la potencia alemana. En segundo lugar, la
novela se benefició de una cierta vitola de “novela rompedora”; de texto que se
apartaba de la férrea ortodoxia del Partido; cuando, en realidad, cuando menos
yo creo que fue más bien eso que Max Merton llamaba “el disfuncional
funcional”; algo, de alguna manera, si no directamente montado, desde luego
permitido desde las altas esferas de comunismo reinante.
Las publicaciones literarias soviéticas hicieron una buena
leña con esa novela. La motejaron de absurda e impresentable. La presión fue
tan fuente que el Comité Central rumano acabó instruyendo a Preda para que
escribiese una nueva versión de su propio texto; versión en la que debería
quedar mucho más claro quién había luchado contra el fascismo en Rumania.
Por supuesto, en la República de Moldavia, ese sitio que
Breznev conocía tan bien, nadie se atrevió a decir ni media crítica del libro
de Lazarev. La obra fue saludada como un trabajo historiográfico seminal,
histórico en sí mismo. Ni esto, ni el renuncio que tuvieron que hacer con la
novela de Preda, arredró, sin embargo, a los rumanos. En 1983, se publicó un
Atlas en el que Besarabia aparecía como parte integrante de Rumania entre 1918
y 1940. Sin embargo, para entonces Ceaucescu había perdido su toque. Llevaba ya
años aplicando severísimas medidas de austeridad para poder pagar su deuda
externa; y eso tuvo la consecuencia inmediata de que los rumanos que lo habían
admirado por su posición nacionalista frente al resto de comunismos, ya no lo
valorasen por ello.
A partir de marzo de 1985, con la llegada de Milhail
Gorvachev a la secretaría general del PCUS, los problemas de Ceaucescu
comenzaron a crecer. Obviamente, se mostró totalmente opuesto a la glasnost y
la perestroika; pero se había quedado sin triunfos en la mano que poder
exhibir como alternativa. Su reacción se basaba, fundamentalmente, en ataques
furibundos sin grandes alternativas, muy a menudo escritos no por él, sino por
su hermano, el teniente general Ilie Ceaucescu. Ceaucescu 2.0 consideraba que
las políticas ahora propugnadas por el hombre fuerte de la URSS eran
revisionismo ideológico, comparable, decía, al revisionismo territorial
practicado por Hungría y la URSS al final de la segunda guerra mundial, en
contra de Rumania.
Esta estrategia, la de identificar la revisión ideológica
con la anexión forzada de Besarabia y Bukovina septentrional por parte de la
URSS, fue también utilizada por el propio Nicolae Ceaucescu en su discurso al XIV
congreso del Partido, el 20 de noviembre de 1989. Vino a decir que los procesos
de reforma de Gorvachev suponían realizar una serie de concesiones a favor del
capitalismo internacional; al estilo de las que había hecho Stalin en el pacto
Molotov-Ribentropp. A pesar de todo el tiempo que había pasado, dijo el líder
rumano, es lo justo solicitar la reversión de esos errores; lo cual significaba
el retorno de Besarabia y Bukovina a Rumania.
El hecho de sacar a pasear el pacto Molotov-Ribentropp,
además, estaba muy lejos de ser una referencia apolillada dentro de la cabeza
de Ceaucescu. El líder rumano, según los indicios, quedó muy tocado tras la
foto de Ronald Reagan y Milhail Gorvachev charlando distendidos y sonrientes en
Rejkiavik. En un discurso en aquella época, Ceaucescu llegó a confesar que
temía que ambos líderes llegasen a “un nuevo pacto Molotov-Ribentropp, que se
haga en detrimento de otros pueblos”. Todo parece indicar que el líder rumano
estaba literalmente acojonado con la cumbre de Malta entre George Bush padre y
Gorvachev; era consciente de que el soviético llegaba a aquel encuentro cada
vez más debilitado internamente y, en consecuencia, temía que acabase vendiendo
a otros para conseguir flotar un día más. Para los defensores de la idea de que
había una conspiración anti rumana labrada por americanos y soviéticos queda el
dato, incontrovertible, de que apenas unas semanas después del momento en que
Ceaucescu estaba diciendo estas cosas, fue desalojado del poder.
Las cosas como son, hasta muy poco tiempo antes de su caída, Ceaucescu había conseguido mantener a la oposición a raya. En esto, las cosas como son, se parece mucho a, ejem, el general Franco. El régimen rumano fue un régimen altamente represor, con una policía política que no tuvo nada que envidiarle, ni en su capacidad de cobertura ni en sus métodos, ni a la KGB, ni a la Stasi, ni a nadie. En Rumania, todo el que se movía, aparecería en la foto con dos hostias bien dadas. A ello hay que añadir el incentivo positivo.
Un jefe que tuve hace muchos años, y que era y se declaraba fascista de libro,
solía contarme entre risas que cuando, con veinte años, se presentó en la Gran
Vía de Madrid para darse de alta como militante de Falange, las personas que le
atendieron no le entendían. Le preguntaron si quería un piso, o un puesto de
trabajo; por mucho que él les contestó que no, que quería ser falangista porque
creía en la revolución nacionalsindicalista, no consiguió borrar de las caras
de sus interlocutores el gesto de incredulidad. En Rumania pasaba un poco lo
mismo. Estaban los comunistas que querían ser comunistas; pero luego estaba la
gran masa de ciudadanos que se hacía del Partido, y consecuentemente lo
obedecía a rajatabla, porque era un modo de vida. Ser comunista en Rumania le
garantizaba a uno la posesión de un puesto de trabajo, de un cierto nivel de
vida, y de una carrera prefijada que iba consumiendo sus etapas con precisión
de relojero. El régimen, además, tenía algunos detalles destinados a, por así decirlo,
soltar algo de presión para evitar la fatiga de la válvula. Por ejemplo, en los
años ochenta, cuando llegaron los reproductores de video que comenzaron a
independizar a los ciudadanos de las emisiones televisivas (además, la tele
rumana emitía sólo cuatro horas diarias), el Partido decidió no prohibir la
importación y venta de películas occidentales, aunque no todas, obviamente. De
alguna manera, la Rumania de Ceaucescu trataba de que sus ciudadanos tuviesen
algún tipo de esparcimiento “contracultural” con el que quedarse satisfechos.
Los sociólogos, por otra parte, han destacado el hecho de que, en un país que
había sido muy rápidamente industrializado, si bien los salarios obreros eran
bajos incluso en comparación con otros países comunistas, eran muy superiores a
los del campo. La mayor parte de los rumanos urbanos de los años ochenta del
siglo XX no había nacido en la ciudad; venían de aldeas donde el nivel de vida
era muy inferior, lo cual les generaba una sensación de prosperidad.
En 1965, el Partido tenía casi un millón y medio de
militantes, en torno al 8% de la población. En los años inmediatamente
anteriores, los altos mandos comunistas habían abierto la mano, tratando de
ampliar la base de su formación. En 1971, los militantes eran más de dos
millones, tres al final de la década. A las puertas de irse a la mierda, el
Partido tenía casi cuatro millones de militantes.
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