Rumania, ese chollo
A la sombra de los soviéticos en flor
Quiero rendirme
El largo camino hacia el armisticio
Conspirando a toda velocidad
El golpe
Elecciones libres; o no
En contra de mi propio gobierno
Elecciones libres (como en la URSS)
El último obstáculo, el rey
Con la Iglesia hemos topado
El calvario uniate
Securitate
Yo quiero ser un colectivizador como mi papá
Stefan Foris
Patrascanu y Pauker
La caída en desgracia de Lucretiu Patrascanu
La sombra del titoísmo
Gheorghiu-Dej se queda solo
Ana Pauker, salvada por un ictus
La apoteosis del primer comunista de Rumania
Hungría
Donde dije digo…
El mejor amigo del primo de Zumosol
Pitesti
Pío, pío, que yo no he sido
Trabajador forzado por la gracia de Lenin
Los comienzos de la diferenciación
Pues yo me voy a La Mutua (china)
Hasta nunca Gheorghe
El nuevo mando
Yo no fui
Yo no soy ellos
Enemigo de sus amigos
Grandeza y miseria
De mal en peor
Esos putos húngaros
El puteo húngaro
El maldito libro transilvano
El sudoku moldavo
La fumada de Artiom Lazarev
Viva Besarabia libre (y rumana)
Primeras disidencias
Goma
Los protestantes protestan
Al líder obrero no lo quieren los obreros
Brasov
No toques a Tokes
Arde Timisoara
El derrumbador de iglesias y monasterios
Qué mal va esto
Epílogo: el comunista que quiso sorber y soplar a la vez
Al frente de la nueva estructura de control policial,
Ceaucescu colocó a un hombre de tu cuerda total, Ion Stanescu; con un veterano
de la Securitate, el teniente general Grigore Radiuca, de adjunto. Estos dos
hombres se aplicaron a diseñar y aplicar una serie de medidas, no pocas de
ellas cosméticas la verdad, que diesen la impresión de estar introduciendo
algún tipo de supervisión y de equilibrio de poderes en la aplicación de la
política represiva (a los que hayan vivido el tardofranquismo, esta estrategia les sonará). Se ha dicho que, en esencia, lo que se produjo fue un
cambio desde un sistema prescriptivo, en el que el ciudadano recibía
instrucciones constantes sobre qué podía y qué no podía hacer, y era duramente
castigado si se consideraba que se había apartado; por un sistema más
restrictivo, destinado pues a cercenar las oportunidades de salirse del marco,
por así decirlo.
En todo caso, el régimen, claramente, contaba con los
resultados que en la sociedad habían plantado las dos décadas durante las
cuales la Securitate había generado un régimen de terror estalinista entre los
rumanos. En 1964, el régimen dictó una amnistía general que, sin embargo, es
consenso general que no generó, en lo absoluto, una revitalización de la
oposición política; los hombres y mujeres que fueron liberados de la cárcel
merced a aquella medida de gracia, simplemente, regresaron a sus casas, o a los
puntos de residencia que se les marcaron, donde, en su mayoría, trataron de
llevar unas vidas lo más grises posible. El régimen, de esta manera, se pudo
permitir, en el pleno del Comité Central de abril de 1968, realizar una ruptura
formal con la política represiva del pasado. La rechazó, al mismo tiempo que se
beneficiaba de ella.
El Comité Central de abril de 1968 operó, además, como el
particular momento de desestalinización del comunismo rumano. Ante dicho pleno,
se presentó un informe que en su propio título expresaba su voluntad: la
rehabilitación de determinados dirigentes del Partido. Ceaucescu formó en
noviembre de 1965 una comisión con Gheorghe Stoica, Vasile Patilinet, Nicolae
Guina e Ion Popescu-Puturi; todos ellos recibieron el encargo de investigar
pasados excesos del Ministerio del Interior. El objetivo fundamental de la
comisión fue, desde el principio, el oscuro caso de Lucretiu Patrascanu.
Fue esta comisión la que informó al pueblo rumano de que
Patrascanu había sido detenido el 28 de abril de 1948, e investigado durante 17
meses por una comisión de la que formaban parte Teohari Georgescu, Iosif
Ranghet y Alexandru Draghici. Gheorghiu-Dej había acusado en una reunión de la
Kominform a Patrascanu de ser un agente británico, acusación tras la cual las
fuerzas policiales se habían aplicado a fabricar una acusación. La comisión
reconocía que la policía no había sido capaz de encontrar ninguna prueba sólida
de dichas acusaciones. Cuando Draghici sucedió a Georgescu, montó un grupo de
investigación específico, al que ordenó que fabricasen pruebas fuese como
fuese. El Buro Político del Comité Central había decidido ya en 1954 conducir
el juicio contra aquel grupo de espías. El juicio, informaba la comisión, tuvo
lugar entre el 6 y el 13 de abril de aquel año de 1954, “mediando violaciones
de las garantías procesales más básicas”.
Toda esta información salvaba a Ceaucescu por un
cortacabeza. El ahora líder del comunismo rumano no había accedido al Buro
Político hasta el 19 de abril; en otras palabras, la llegada de Ceaucescu a la
elite política comunista rumana había coincidido con la desgracia final de
Patrascanu, por lo que no se le podía adscribir a él. Además, la acusación sí
que apuntaba hacia personas realmente muy importantes en el comunismo rumano,
como Draghici, Gheorghe Apóstol, Emil Bodnaras o Chivu Stoica. De alguna manera,
pues, con el caso Patrascanu, Ceaucescu obtenía la herramienta perfecta para
dejar su horizonte liberado de posibles competidores.
Lo más arriesgado para Ceaucescu fue ir a por
Gheorghiu-Dej. Lo acusó de haber seguido muy estrechamente toda la
investigación de Patrascanu, haciendo constantes insinuaciones sobre la mejor
forma de enfrentar determinadas necesidades. Otra víctima que era caza mayor
fue Iosif Chisinevski; fue acusado de ser el principal responsable de que todas
las actuaciones judiciales alrededor de Patrascanu hubieran sido patrañas
absolutamente faltas de cualquier garantía. Draghici, por último, era señalado
como el máximo represor de toda la movida y, de hecho, fue el más represaliado,
por así decirlo, por cuanto se lo cesó de todos sus cargos, que eran varios
todavía. Ceaucescu lo acusó de haber recurrido a “falsificaciones, pruebas
fabricadas y mistificaciones que no están en línea con la ética comunista”. Y
lo dijo sin reírse, el tío.
En la resolución del Comité Central, en todo caso, no sólo
se habló de Patrascanu. También se habló del caso de Stefan Foris. El informe
no llegaba hasta defender la idea de que el cese de Foris como secretario
general había sido criminal. La comisión opinaba que existieron razones para
arrebatarle el mando supremo del comunismo rumano; pero, sin embargo, decía que
las acusaciones de que Foris había sido colaborador de la Siguranta eran puras
patrañas. La comisión, por lo tanto, concluía que Foris había sido asesinado en
1946 ·sobre la base de una decisión tomada por Gheorghe Gheorghiu-Dej, Teohari
Georgescu, Ana Pauker y Vasile Luca. Dicha decisión fue condenada y Foris se
vio rehabilitado.
La principal víctima de la investigación del caso Foris
fue Gheorghe Pintile. Fue ampliamente criticado; el jefe de la policía secreta,
sin embargo, probablemente había alcanzado ese “punto Villarejo”, en el que
sabes un huevo de cosas y has tenido la prudencia de poner las pruebas a buen
recaudo, porque el caso es que Ceaucescu le puso la zancadilla, pero no le pisó
el cuello; de hecho, algunos años después, en 1971, lo condecoró. Aquella
condecoración incluyó también a la mujer de Pintile, Ana Toma, a pesar de que
había sido uno de los principales testigos contra Patrascanu en su mierda de
juicio.
El Comité Central de 1968 rehabilitó, asimismo, a un grupo
de comunistas rumanos que había muerto en la Unión Soviética durante todo lo
gordo de las purgas de Stalin, de entre los cuales quizás el más pintón era
Marcel Pauker, el marido de Ana.
Ceaucescu, bien consciente de que tenía entre controlados
y acojonados a todos los que podían desmentirlo, decidió convencer al mundo de que su defensa de la
legalidad socialista databa desde la noche de los tiempos, y aseguró en 1968 que ya
doce años antes había hablado ante los altos órganos comunistas rumanos en
defensa de los postulados que ahora imponía. Como digo, esa afirmación suya fue
dada por buena por todos, pues todos eran conscientes de que la tenían que dar
por buena. De ahí a que sea cierta hay una gran distancia que la mayoría de los
historiadores tiende a pensar que Ceaucescu, en realidad, nunca recorrió. En
todo caso, tenía su victoria presente bien clara. Incluso controló las actas
del Comité Central para que no apareciesen en ellas las contestaciones de
Draghici y el resto de apelados. Se limitó a dejar claro que estaba lanzando
una línea del Partido enraizada en su “política profundamente humanista”.
Todo esto tenía un sentido. La estrategia de Ceaucescu era
buscar culpables individuales pero que, en su individualidad, estuviesen
demostrando la inocencia del Partido; porque el Partido, según la teoría,
siempre había sido una formación democrática y humanista; lo que pasa es que
había sido engañado por cuatro cabrones. Como siempre ocurre con las
estrategias de absolución del comunismo en el poder por los excesos
presuntamente cometidos por otros más o menos “incontrolados”, la teoría de
Ceaucescu nunca intentó explicar cómo es posible que un Partido que tiene
todos, y todos son todos, los resortes de un Estado en su poder, puede permitir
que cuatro cabrones le engañen y cometan tropelías totalmente infumables
delante de sus narices. Pero eso es lo que los comunistas llaman habitualmente
“cabalgar contradicciones”. De hecho, Ceaucescu tuvo los huevazos de explicar
que los crímenes cometidos por Gheorghiu-Dej (secretario general del Partido
Comunista) y Draghici (ministro del Interior a las órdenes del Partido
Comunista) provenían de “conceptos burgueses procedentes de la mentalidad
retrógrada de aquéllos que cometieron los abusos”.
Si el sacrosanto y generoso comunismo rumano quería evitar
que se volvieran a producir crímenes como los ahora denunciados, explicó
Ceaucescu, serían necesarias cuatro condiciones: consolidación del liderazgo
del Partido y de su control sobre las fuerzas de seguridad; segundo, mejorar el
papel del Comité Central en el propio Partido; tercero, introducir un sistema
en el cual “todas las decisiones fuesen el resultado de una discusión amplia y
profunda en el seno del Partido”; y, cuarto y último, desarrollar la
“democracia socialista”. En suma: para mayor seguridad de las gallinas, lo que
hace falta es más zorras.
Especial hincapié hacía Ceaucescu en el último punto. En
puridad, toda esa insistencia en la necesidad de construir la democracia
socialista no dejaba de ser una aseveración un tanto incómoda, pues de alguna
forma venía a exigir que alguien explicase por qué ese comunismo tan
sacrosanto, tan humanista, tan respetuoso con los derechos del hombre, no había
conseguido ser democrático antes. Ceaucescu, sin embargo, construyó un discurso
como si lo que había habido antes que él, ese entorno en el que él mismo había
medrado, fuera otra cosa; y comenzó a decir cosas como “tenemos que asegurarnos
de que nunca de nuevo deba un ciudadano de este país, sea ministro, cargo del
Partido o un simple trabajador, tener miedo al ir a su trabajo y no volver ya a
su casa”.
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