jueves, diciembre 04, 2025

Ceaucescu (32): Yo no fui




Rumania, ese chollo
A la sombra de los soviéticos en flor
Quiero rendirme
El largo camino hacia el armisticio
Conspirando a toda velocidad
El golpe
Elecciones libres; o no
En contra de mi propio gobierno
Elecciones libres (como en la URSS)
El último obstáculo, el rey
Con la Iglesia hemos topado
El calvario uniate
Securitate
Yo quiero ser un colectivizador como mi papá
Stefan Foris
Patrascanu y Pauker
La caída en desgracia de Lucretiu Patrascanu
La sombra del titoísmo
Gheorghiu-Dej se queda solo
Ana Pauker, salvada por un ictus
La apoteosis del primer comunista de Rumania
Hungría
Donde dije digo…
El mejor amigo del primo de Zumosol
Pitesti
Pío, pío, que yo no he sido
Trabajador forzado por la gracia de Lenin
Los comienzos de la diferenciación
Pues yo me voy a La Mutua (china)
Hasta nunca Gheorghe
El nuevo mando
Yo no fui
Yo no soy ellos
Enemigo de sus amigos
Grandeza y miseria
De mal en peor
Esos putos húngaros
El puteo húngaro
El maldito libro transilvano
El sudoku moldavo
La fumada de Artiom Lazarev
Viva Besarabia libre (y rumana)
Primeras disidencias
Goma
Los protestantes protestan
Al líder obrero no lo quieren los obreros
Brasov
No toques a Tokes
Arde Timisoara
El derrumbador de iglesias y monasterios
Qué mal va esto
Epílogo: el comunista que quiso sorber y soplar a la vez

 

Nicolae Ceaucescu tenía un mensaje fundamental para los rumanos, y para el exterior, tras su llegada al poder en el comunismo rumano: aquello consistía en una nueva era de legalidad. Y decidió tener el gesto que sabía trabajaría mejor en torno a esa idea, fundando una oficina para la gestión de las quejas sobre pasadas actuaciones de la Securitate, al frente de la cual colocó al teniente coronel Constantin Apóstol. Asimismo, sacó un decreto rápido que limitaba las causas por las cuales el domicilio particular podía ser violado sin existencia de una orden judicial. En abril, se publicó un borrador de nuevo código penal. El mensaje fundamental: “la principal responsabilidad de garantizar el cumplimiento de la ley regresa al Partido”.

Al frente de la nueva estructura de control policial, Ceaucescu colocó a un hombre de tu cuerda total, Ion Stanescu; con un veterano de la Securitate, el teniente general Grigore Radiuca, de adjunto. Estos dos hombres se aplicaron a diseñar y aplicar una serie de medidas, no pocas de ellas cosméticas la verdad, que diesen la impresión de estar introduciendo algún tipo de supervisión y de equilibrio de poderes en la aplicación de la política represiva (a los que hayan vivido el tardofranquismo, esta estrategia les sonará). Se ha dicho que, en esencia, lo que se produjo fue un cambio desde un sistema prescriptivo, en el que el ciudadano recibía instrucciones constantes sobre qué podía y qué no podía hacer, y era duramente castigado si se consideraba que se había apartado; por un sistema más restrictivo, destinado pues a cercenar las oportunidades de salirse del marco, por así decirlo.

En todo caso, el régimen, claramente, contaba con los resultados que en la sociedad habían plantado las dos décadas durante las cuales la Securitate había generado un régimen de terror estalinista entre los rumanos. En 1964, el régimen dictó una amnistía general que, sin embargo, es consenso general que no generó, en lo absoluto, una revitalización de la oposición política; los hombres y mujeres que fueron liberados de la cárcel merced a aquella medida de gracia, simplemente, regresaron a sus casas, o a los puntos de residencia que se les marcaron, donde, en su mayoría, trataron de llevar unas vidas lo más grises posible. El régimen, de esta manera, se pudo permitir, en el pleno del Comité Central de abril de 1968, realizar una ruptura formal con la política represiva del pasado. La rechazó, al mismo tiempo que se beneficiaba de ella.

El Comité Central de abril de 1968 operó, además, como el particular momento de desestalinización del comunismo rumano. Ante dicho pleno, se presentó un informe que en su propio título expresaba su voluntad: la rehabilitación de determinados dirigentes del Partido. Ceaucescu formó en noviembre de 1965 una comisión con Gheorghe Stoica, Vasile Patilinet, Nicolae Guina e Ion Popescu-Puturi; todos ellos recibieron el encargo de investigar pasados excesos del Ministerio del Interior. El objetivo fundamental de la comisión fue, desde el principio, el oscuro caso de Lucretiu Patrascanu.

Fue esta comisión la que informó al pueblo rumano de que Patrascanu había sido detenido el 28 de abril de 1948, e investigado durante 17 meses por una comisión de la que formaban parte Teohari Georgescu, Iosif Ranghet y Alexandru Draghici. Gheorghiu-Dej había acusado en una reunión de la Kominform a Patrascanu de ser un agente británico, acusación tras la cual las fuerzas policiales se habían aplicado a fabricar una acusación. La comisión reconocía que la policía no había sido capaz de encontrar ninguna prueba sólida de dichas acusaciones. Cuando Draghici sucedió a Georgescu, montó un grupo de investigación específico, al que ordenó que fabricasen pruebas fuese como fuese. El Buro Político del Comité Central había decidido ya en 1954 conducir el juicio contra aquel grupo de espías. El juicio, informaba la comisión, tuvo lugar entre el 6 y el 13 de abril de aquel año de 1954, “mediando violaciones de las garantías procesales más básicas”.

Toda esta información salvaba a Ceaucescu por un cortacabeza. El ahora líder del comunismo rumano no había accedido al Buro Político hasta el 19 de abril; en otras palabras, la llegada de Ceaucescu a la elite política comunista rumana había coincidido con la desgracia final de Patrascanu, por lo que no se le podía adscribir a él. Además, la acusación sí que apuntaba hacia personas realmente muy importantes en el comunismo rumano, como Draghici, Gheorghe Apóstol, Emil Bodnaras o Chivu Stoica. De alguna manera, pues, con el caso Patrascanu, Ceaucescu obtenía la herramienta perfecta para dejar su horizonte liberado de posibles competidores.

Lo más arriesgado para Ceaucescu fue ir a por Gheorghiu-Dej. Lo acusó de haber seguido muy estrechamente toda la investigación de Patrascanu, haciendo constantes insinuaciones sobre la mejor forma de enfrentar determinadas necesidades. Otra víctima que era caza mayor fue Iosif Chisinevski; fue acusado de ser el principal responsable de que todas las actuaciones judiciales alrededor de Patrascanu hubieran sido patrañas absolutamente faltas de cualquier garantía. Draghici, por último, era señalado como el máximo represor de toda la movida y, de hecho, fue el más represaliado, por así decirlo, por cuanto se lo cesó de todos sus cargos, que eran varios todavía. Ceaucescu lo acusó de haber recurrido a “falsificaciones, pruebas fabricadas y mistificaciones que no están en línea con la ética comunista”. Y lo dijo sin reírse, el tío.

En la resolución del Comité Central, en todo caso, no sólo se habló de Patrascanu. También se habló del caso de Stefan Foris. El informe no llegaba hasta defender la idea de que el cese de Foris como secretario general había sido criminal. La comisión opinaba que existieron razones para arrebatarle el mando supremo del comunismo rumano; pero, sin embargo, decía que las acusaciones de que Foris había sido colaborador de la Siguranta eran puras patrañas. La comisión, por lo tanto, concluía que Foris había sido asesinado en 1946 ·sobre la base de una decisión tomada por Gheorghe Gheorghiu-Dej, Teohari Georgescu, Ana Pauker y Vasile Luca. Dicha decisión fue condenada y Foris se vio rehabilitado.

La principal víctima de la investigación del caso Foris fue Gheorghe Pintile. Fue ampliamente criticado; el jefe de la policía secreta, sin embargo, probablemente había alcanzado ese “punto Villarejo”, en el que sabes un huevo de cosas y has tenido la prudencia de poner las pruebas a buen recaudo, porque el caso es que Ceaucescu le puso la zancadilla, pero no le pisó el cuello; de hecho, algunos años después, en 1971, lo condecoró. Aquella condecoración incluyó también a la mujer de Pintile, Ana Toma, a pesar de que había sido uno de los principales testigos contra Patrascanu en su mierda de juicio.

El Comité Central de 1968 rehabilitó, asimismo, a un grupo de comunistas rumanos que había muerto en la Unión Soviética durante todo lo gordo de las purgas de Stalin, de entre los cuales quizás el más pintón era Marcel Pauker, el marido de Ana.

Ceaucescu, bien consciente de que tenía entre controlados y acojonados a todos los que podían desmentirlo, decidió convencer al mundo de que su defensa de la legalidad socialista databa desde la noche de los tiempos, y aseguró en 1968 que ya doce años antes había hablado ante los altos órganos comunistas rumanos en defensa de los postulados que ahora imponía. Como digo, esa afirmación suya fue dada por buena por todos, pues todos eran conscientes de que la tenían que dar por buena. De ahí a que sea cierta hay una gran distancia que la mayoría de los historiadores tiende a pensar que Ceaucescu, en realidad, nunca recorrió. En todo caso, tenía su victoria presente bien clara. Incluso controló las actas del Comité Central para que no apareciesen en ellas las contestaciones de Draghici y el resto de apelados. Se limitó a dejar claro que estaba lanzando una línea del Partido enraizada en su “política profundamente humanista”.

Todo esto tenía un sentido. La estrategia de Ceaucescu era buscar culpables individuales pero que, en su individualidad, estuviesen demostrando la inocencia del Partido; porque el Partido, según la teoría, siempre había sido una formación democrática y humanista; lo que pasa es que había sido engañado por cuatro cabrones. Como siempre ocurre con las estrategias de absolución del comunismo en el poder por los excesos presuntamente cometidos por otros más o menos “incontrolados”, la teoría de Ceaucescu nunca intentó explicar cómo es posible que un Partido que tiene todos, y todos son todos, los resortes de un Estado en su poder, puede permitir que cuatro cabrones le engañen y cometan tropelías totalmente infumables delante de sus narices. Pero eso es lo que los comunistas llaman habitualmente “cabalgar contradicciones”. De hecho, Ceaucescu tuvo los huevazos de explicar que los crímenes cometidos por Gheorghiu-Dej (secretario general del Partido Comunista) y Draghici (ministro del Interior a las órdenes del Partido Comunista) provenían de “conceptos burgueses procedentes de la mentalidad retrógrada de aquéllos que cometieron los abusos”.

Si el sacrosanto y generoso comunismo rumano quería evitar que se volvieran a producir crímenes como los ahora denunciados, explicó Ceaucescu, serían necesarias cuatro condiciones: consolidación del liderazgo del Partido y de su control sobre las fuerzas de seguridad; segundo, mejorar el papel del Comité Central en el propio Partido; tercero, introducir un sistema en el cual “todas las decisiones fuesen el resultado de una discusión amplia y profunda en el seno del Partido”; y, cuarto y último, desarrollar la “democracia socialista”. En suma: para mayor seguridad de las gallinas, lo que hace falta es más zorras.

Especial hincapié hacía Ceaucescu en el último punto. En puridad, toda esa insistencia en la necesidad de construir la democracia socialista no dejaba de ser una aseveración un tanto incómoda, pues de alguna forma venía a exigir que alguien explicase por qué ese comunismo tan sacrosanto, tan humanista, tan respetuoso con los derechos del hombre, no había conseguido ser democrático antes. Ceaucescu, sin embargo, construyó un discurso como si lo que había habido antes que él, ese entorno en el que él mismo había medrado, fuera otra cosa; y comenzó a decir cosas como “tenemos que asegurarnos de que nunca de nuevo deba un ciudadano de este país, sea ministro, cargo del Partido o un simple trabajador, tener miedo al ir a su trabajo y no volver ya a su casa”.

Se especula con que los hombres del nuevo secretario general se plantearon, en algún momento, montar un juicio contra Draghici. Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que una persona como él, que había acumulado dosieres durante muchos años, era demasiado peligrosa. Que, como Draghici se dedicase a llegar a la sala y poner el ventilador, primero pondría en aprietos a otros dirigentes comunistas, y más temprano que tarde acabaría afectando con sus confesiones al propio Estado comunista rumano. Quedaba la posibilidad de hacer el juicio a puerta cerrada; pero eso no haría sino desmentir toda la filosofía que Ceaucescu quería imprimir a los nuevos tiempos. El nuevo líder del comunismo rumano, además, ya no necesitaba nada de esto; sus denuncias, las noticias generadas habían provocado un nuevo ambiente de optimismo en el país. Estaba surfeando una ola; una ola que parecía no tener ya fin.

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