viernes, diciembre 12, 2025

Ceaucescu (37): Esos putos húngaros




Rumania, ese chollo
A la sombra de los soviéticos en flor
Quiero rendirme
El largo camino hacia el armisticio
Conspirando a toda velocidad
El golpe
Elecciones libres; o no
En contra de mi propio gobierno
Elecciones libres (como en la URSS)
El último obstáculo, el rey
Con la Iglesia hemos topado
El calvario uniate
Securitate
Yo quiero ser un colectivizador como mi papá
Stefan Foris
Patrascanu y Pauker
La caída en desgracia de Lucretiu Patrascanu
La sombra del titoísmo
Gheorghiu-Dej se queda solo
Ana Pauker, salvada por un ictus
La apoteosis del primer comunista de Rumania
Hungría
Donde dije digo…
El mejor amigo del primo de Zumosol
Pitesti
Pío, pío, que yo no he sido
Trabajador forzado por la gracia de Lenin
Los comienzos de la diferenciación
Pues yo me voy a La Mutua (china)
Hasta nunca Gheorghe
El nuevo mando
Yo no fui
Yo no soy ellos
Enemigo de sus amigos
Grandeza y miseria
De mal en peor
Esos putos húngaros
El puteo húngaro
El maldito libro transilvano
El sudoku moldavo
La fumada de Artiom Lazarev
Viva Besarabia libre (y rumana)
Primeras disidencias
Goma
Los protestantes protestan
Al líder obrero no lo quieren los obreros
Brasov
No toques a Tokes
Arde Timisoara
El derrumbador de iglesias y monasterios
Qué mal va esto
Epílogo: el comunista que quiso sorber y soplar a la vez


Rumania, desde luego, consiguió lo que el FMI le demandaba. A mediados de la década de los ochenta, había reducido significativamente su deuda con los bancos occidentales. Pero para entonces las centrales eléctricas habían sido militarizadas, y los hogares rumanos se pelaban de frío en invierno y de calor en verano.

Durante todos esos años, la gran herramienta de opinión pública que manejó Ceaucescu para poder mantenerse en el poder fue el nacionalismo rumano. Un enfoque de poder dentro del mundo comunista que tiene dos nombres fundamentales: Transilvania y Besarabia; o, como se llamaba ésta última en aquel tiempo, la República Socialista de Moldavia.

El área dálmata de Europa era, y es, un polvorín. En ese momento, era un polvorín 100% comunista, ya que involucraba a tres países de la órbita soviética: la propia URSS, Rumania y Hungría. Una situación muy comprometida que fue usada por la URSS constantemente desde los tiempos de Stalin. Moscú, manejando aquel conflicto, conseguía matar dos pájaros de un tiro: por un lado, conseguía acojonar a Rumania, desincentivar sus claras tendencias titoístas; y, por otro, conseguía mantener la fidelidad magiar al proyecto comunista.

El problema de Transilvania es tan fácil de formular como difícil de solucionar: tanto rumanos como húngaros la consideran parte de su territorio histórico, por así decirlo. En ambos casos, la propia supervivencia de ambos países se vincula muy a menudo a la cuestión transilvana.

Esta región de vampíricas resonancias fue conquistada por el emperador Trajano, que la rebautizó Dacia. La romanización de la Dacia creó una etnia dacio-romana, que estaba en el país antes de que llegasen los magiares; llegada ésta última que se verificó a finales del siglo IX.

La teórica de Ceacucescu, y de la mayoría de los rumanos, es que Transilvania siempre ha sido una nación en sí misma, pues son conscientes de que eso equivale a afirmar, de una forma u otra, que siempre ha sido rumana. Para ello, el comunismo rumano interpretaba la Historia con cierta liberalidad, centrándose en el hecho de que el territorio hubiese tenido un rey antes de Cristo, Burebista. Burebista unificó a los getas y a los dacios en un imperio que duró algo menos de cuarenta años, en el siglo I antes de Cristo. Burebista es a los rumanos lo que Reckiario y los suevos a los gallegos. Es un rey histórico, rey de un pequeño imperio también histórico; lo cual, sin embargo, está muy lejos de significar que dicho imperio fuera un “imperio rumano” o un “imperio gallego”.

La propaganda comunista construyó la idea de que Ceaucescu era algo así como el último Jedi; el sucesor de Burebista. La historiografía rumana construyó una épica de héroes que, de una forma u otra, no habrían dejado de defender la identidad rumana a lo largo de los siglos: Burebista, Esteban el Grande, que fue príncipe de Moldavia en el siglo XV, Miguel el Bravo, que unificó bajo su mando Moldavia, Valaquia y Transilvania en el siglo XVII; Alexandru Ioan Cuza, elegido príncipe de Moldavia y de Valaquia en 1859; y, finalmente, Ceaucescu.

Por su puesto, una de las principales obsesiones de la historiografía rumana era diluir la importancia en la Historia de estos territorios de las minorías húngara y alemana. En Budapest, obviamente, las cosas se veían de otra manera. Los húngaros consideraban que la pérdida de Transilvania en los apaños posteriores a la Gran Guerra había sido injusta y había amputado su territorio histórico. Hay que tener en cuenta, además, que la minoría húngara en Transilvania era una minoría de nada menos que 1,2 millones de almas. Poca broma.

Cuando Transilvania fue arrebatada del territorio húngaro e integrada en el rumano, la población de la provincia, formada básicamente por rumanos, magiares y germanos, recibió la promesa de que se los dotaría de un sistema federal; una especie de co gobernanza étnica. Pero esto nunca llegó a fabricarse de verdad; lo que siguió fue un régimen fuertemente centralizado en el que mandaban los rumanos.

El régimen comunista rumano, por su parte, asumió como propio el proyecto de “homogeneización” de la sociedad transilvana; en otras palabras, los comunistas esperaban resolver el problema de la fuerte división de la sociedad transilvana haciendo desaparecer aquellos componentes de la misma que no cuadraban con su rumanismo. Desde 1948, Bucarest apostó muy fuerte por la industrialización de Transilvania, consciente, como lo era con sólo ver la experiencia de la URSS, de que la mejor manera de mover grandes masas de gente de un sitio a otro es crear grandes polos de empleo de la nada. La población se concentró en ciudades y, sobre todo, Transilvania comenzó a recibir oleadas de migrantes rumanos no transilvanos.

Tras la segunda guerra mundial, rumanos e húngaros tuvieron muy claro que su gobernante de hecho, que no era otro que Iosif Stalin, no quería movidas entre ellos por el temita territorial; así las cosas, las polémicas interétnicas perdieron momento rápidamente. Exactamente igual que pasaba en la URSS, la minoría húngara vio cómo se le garantizaban algunos derechos propios, sobre todo en el terreno cultural. En ese momento, además, la etnia húngara tenía dos miembros en el Politburo rumano: Vasile Luca y Alexandru Moghioros. Sin embargo, como sabemos Luca fue purgado en 1952. Casualmente, fue en el verano de ese mismo año, cuando se anunció una nueva Constitución para el país, cuando el poder rumano quiso dar una señal de buen rollo hacia los húngaros que vivían dentro de sus fronteras. En efecto, se preveía en la nueva Constitución la formación de una Región Autónoma Húngara, con capital en Targu-Mures. El territorio designado tenía unos 730.000 habitantes, de los cuales 570.000 eran húngaros.

Como bien supo la familia imperial austríaca, sin embargo, los húngaros son unos auténticos genios a la hora de dar por culo con el tema de sus derechos nacionales y el respeto de los mismos. Esta vez, en todo caso, yo cuando menos creo que tenían razón. Da toda la sensación de que Gheorghiu-Dej había seleccionado un pequeño espacio de su país donde, sí, había una clara mayoría húngara; pero también se caracterizaba por estar relativamente lejos de la frontera. Eso, por no mencionar que otros muchos húngaros residentes en Rumania quedaban fuera de esa autonomía. Las cosas como son, el comunismo mandante en Rumania tenía argumentos a los que agarrarse, porque no existía ningún otro territorio en Transilvania en el que los húngaros fuesen la etnia mayoritaria. Pero yo creo que el principal problema era que Bucarest no quería crear ninguna región autónoma en la frontera o cerca de ella, temerosa de que eso sirviese de acicate para movimientos secesionistas. Gheorghiu-Dej, por decirlo de alguna manera, tenía miedo de los sudetes magiares.

La Región Autónoma Húngara, establecida pues en la Transilvania oriental, se convirtió en uno de los escasos ejemplos de política comunista de integración étnica, sobre todo si no contamos a Yugoslavia.

Los húngaros de la región se convirtieron en una “nacionalidad titular”, lo que les hizo acreedores de importantes derechos propios, sobre todo en el terreno cultural. Pero, al fin y a la postre, lo que los comunistas rumanos querían era integrar a todas esas colectividades en su Estado. Y yo diría que no lo consiguieron.

Con este proyecto, las fronteras del área que históricamente se había denominado Szeklerland, y que nosotros conocemos como País Sículo (los sículos son un tipo de húngaros), fueron bastante cambiadas. El Szeklerland, no se olvide, había sido durante siglos tierra húngara, hasta 1918; incluso volvió a serlo un rato en los años cuarenta del siglo pasado. En 1950, en el marco de una reorganización territorial más amplia, fue partida en dos regiones, la región de Brasov (renombrada Stalin aquel año) y la de Mures. Este segundo territorio era el que tenía la capital en Targu-Mures o, como la llaman los húngaros, Marosvásárhely.

La división del Szeklerland fue un proyecto llevado a cabo al más alto nivel en el Partido, bajo la dirección del ministro del Interior, Teohari Georgescu. Los comunistas dijeron que aquello lo hacían para mejorar la eficiencia económica de Transilvania; pero que fuese un tipo como Georgescu el que llevase la batuta ya nos está dando el dato de que fue un proyecto de control social más que otra cosa. Lo que sí es cierto es que, para desgracia de Ceaucescu como ya veremos, Brasov se convirtió rápidamente en una gran plaza industrial, un poco como el Bilbao de las siderúrgicas.

Con la autonomía de la región de Mures, ya os lo he dicho, los gobernantes comunistas rumanos esperaban que los húngaros quedasen contentos y se olvidasen de seguir dando la brasa. Pero, vaya, nadie mejor que un español que haya vivido los últimos cincuenta años para entender que la autonomía nunca consigue eso. Nuestra Constitución de 1978 también se redactó pensando que generalizando el concepto de transferencia de competencias, catalanes y vascos se quedarían contentos y dejarían de dar por culo. Pero eso, ya lo sabemos, no ha pasado. Y tampoco pasó en el caso de los húngaros, entre otras cosas porque, al lado de los húngaros, catalanes y vascos son filósofos hipotensos altamente razonables.

Los húngaros interpretaron la autonomía como el primer paso antes de marcharse. Esto generó inmediatamente una inquietud intensa entre los rumanos de Mures, que, entre otras cosas, comenzaron a sentirse como extranjeros dentro de su propio país. No les faltaba razón, puesto que los húngaros empezaron con las mierdas habituales, que si sólo se podía rotular los comercios en húngaro, que si todas las obras de teatro tenían que ser en húngaro, bla. En fin; qué os voy a contar que ya no sepáis.

En realidad, el concepto de autonomía es muy generoso con lo que se organizó en la Transilvania oriental. Los húngaros de Mures no tenían un gobierno propio. Tenían el mismo gobierno que había en el resto de Rumania; lo que pasaba es que sus representantes en la región eran todos húngaros. Además, se legisló el uso del húngaro en la Administración Pública y en los tribunales, además de rotular todas las señales públicas en húngaro y rumano.

En éstas estaba la movida cuando, en 1956, se lio parda en Budapest. Como os podréis imaginar, la revolución húngara levantó muchas voluntades en Mures, sobre todo entre los estudiantes. La agitación que se produjo acojonó a los jefes de Bucarest, quienes se dieron cuenta de que los húngaros no iban a parar.

Así que resolvieron pararlos ellos: de nuevo, el comunismo rumano se comprometía con la “integración”. Que es una forma elegante de decir “des-magiarización”.

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