Rumania, ese chollo
A la sombra de los soviéticos en flor
Quiero rendirme
El largo camino hacia el armisticio
Conspirando a toda velocidad
El golpe
Elecciones libres; o no
En contra de mi propio gobierno
Elecciones libres (como en la URSS)
El último obstáculo, el rey
Con la Iglesia hemos topado
El calvario uniate
Securitate
Yo quiero ser un colectivizador como mi papá
Stefan Foris
Patrascanu y Pauker
La caída en desgracia de Lucretiu Patrascanu
La sombra del titoísmo
Gheorghiu-Dej se queda solo
Ana Pauker, salvada por un ictus
La apoteosis del primer comunista de Rumania
Hungría
Donde dije digo…
El mejor amigo del primo de Zumosol
Pitesti
Pío, pío, que yo no he sido
Trabajador forzado por la gracia de Lenin
Los comienzos de la diferenciación
Pues yo me voy a La Mutua (china)
Hasta nunca Gheorghe
El nuevo mando
Yo no fui
Yo no soy ellos
Enemigo de sus amigos
Grandeza y miseria
De mal en peor
Esos putos húngaros
El puteo húngaro
El maldito libro transilvano
El sudoku moldavo
La fumada de Artiom Lazarev
Viva Besarabia libre (y rumana)
Primeras disidencias
Goma
Los protestantes protestan
Al líder obrero no lo quieren los obreros
Brasov
No toques a Tokes
Arde Timisoara
El derrumbador de iglesias y monasterios
Qué mal va esto
Epílogo: el comunista que quiso sorber y soplar a la vez
La nueva estrategia de Gheorghiu-Dej comenzó por la enseñanza en húngaro en las escuelas, que fue notablemente obstaculizada. La principal institución de esa educación era la Universidad Bolyai en Cluj, junto con la universidad agrícola Petru Groza, en la misma ciudad; y, quizás, también la facultad de Medicina de Targu-Mures. Pero estas instituciones comenzaron a ser progresivamente desmanteladas a partir de 1956. Fundamentalmente, la Universidad Bolyai fue fusionada con la universidad Babes de Cluj, que era un centro rumanoparlante. Lazslo Szabedi, un miembro de la universidad Bolyai, respondió a esos movimientos suicidándose.
La universidad, por otra parte, tenía un rector rumano,
pero dos de los tres vicerrectores eran húngaros. En los años siguientes, sin embargo, el régimen se hizo un Conde-Pumpido: el
número de vicerrectorías fue incrementado hasta cinco para poder crear una
mayoría de tres rumanos; por no mencionar que siete de los ocho decanos
acabaron siendo también rumanos. Finalmente, el 61% del profesorado acabó por
ser rumano también.
En 1968, el régimen extendió esta política de dilución de
lo húngaro a la Administración Pública. Dos distritos de la región autónoma con
fuerte población húngara fueron desgajados de la misma y transferidos a la
provincia rumana de Brasov. Asimismo, tres distritos con clara mayoría de
rumanos fueron adjuntados a la región autónoma; fue, pues, como declarar que cuatro provincias de Castilla y León ahora fueran parte integrante del País Vasco. De esta manera, el peso de los
rumanos en la región pasó del 77% al 62%. Tres miembros del Politburo del
Partido en Hungría se apresuraron a viajar a Bucarest; viaje del que se sabe
poco, pero normalmente se da por prácticamente seguro que consiguieron parar
más medidas que el gobierno tenía preparadas contra los húngaros.
La política hostil hacia los húngaros fue contemporánea de
otra política destinada a barrer las marcas de lo soviético en el país. En
1963, el Instituto Ruso de Bucarest fue cerrado; se eliminó el idioma ruso como
asignatura obligatoria del currículo, mientras que los nombres rusos de
edificios fueron sustituidos por nombres rumanos.
Cuando Ceaucescu llegó al poder, apenas puso en solfa las
políticas llevadas a cabo por Gheorghiu-Dej; pero rápidamente se le notó que
estaba preocupado con el tema. De hecho, los primeros territorios dentro de
Rumania que visitó cuando fue aclamado como secretario general fueron,
precisamente, las zonas de mayor presencia húngara en el país. Desarrolló una
doctrina oficial según la cual los húngaros tenían derecho a practicar su
cultura y a utilizar su lengua; pero, sin embargo, también afirmaba que el comunismo
era incompatible con lo que denominaba “nacionalismo chauvinista”.
Ceaucescu procedió a promocionar a los dos miembros más
conspicuos de la minoría húngara dentro de la cúpula comunista: Mihai Gere y
Janos Fazekas. Fazekas aprovechó su promoción al Politburo para defender en su
seno la idea de la creación de una especie de gran provincia, condado o región,
en las zonas húngaras; propuesta que, como era de esperar, fue recibida por el
resto de sus camaradas con el silencio. De hecho, en el marco de la
reorganización territorial general del país que se realizó en 1967, los húngaros
fueron distribuidos entre dos condados en lugar de uno, para así tratar de
diluir su capacidad de influencia y presión.
La política no marcada, pero sí indefectiblemente hostil,
de los rumanos respecto de los húngaros, combinada con la decisión que tomó
Ceaucescu de alimentar su imagen de verso suelto comunista, provocó que
Bucarest anduviese un poco en el alambre respecto de Moscú. Sin embargo, el
líder del comunismo rumano, que no olvidemos que en ese momento estaba en lo
mejor de la asistencia occidental y por lo tanto tenía muchos incentivos para
mantener su política, lejos de recular, aceleró. El comunismo rumano favoreció
descaradamente la producción de una historiografía rumana destinada a sustantivar
los derechos históricos de Rumania respecto de Besarabia. Ya en 1964, con la
publicación y comentario de los textos que en su día había escrito Karl Marx
sobre el tema, quedó quebrado en Rumania, por así decirlo, el tabú de la
invasión soviética de Besarabia. De esta manera, el conflicto de Transilvania
debe verse en conexión con esta reivindicación que, de hecho, Rumania sostiene
hasta el día de hoy.
La primavera de Praga le planteó a Ceaucescu un problema
bastante agudo en relación con la minoría húngara. El líder rumano fue
severamente criticado al alimón por soviéticos y húngaros a causa de su
posición contraria a la intervención soviética; una estrategia que parecía
apuntar a algún tipo de posible acción conjunta por parte de ambos países. En
los despachos del enorme, y feo, edificio del Comité Central, muchas personas
comenzaron a especular con que un pretendido, o no tan pretendido, estatus
negativo de la minoría húngara en Rumania podía convertirse en la disculpa
ideal que Moscú podía encontrar para entrar con sus tanques en el país; aunque no hubiera dejado de tener coña que los soviéticos hubiesen entrado en Rumania para liberar a los tipos que habían encadenado quince años antes. Este
miedo fue el que movió a Ceaucescu a hacerse una serie de viajes de visita a
las principales áreas húngaras de Rumania, a prometer caramelos.
Como ya sabemos, sin embargo, no habría de pasar mucho
tiempo sin que los rumanos acabasen por coscarse de que las amenazas veladas
que recibían de Moscú, en realidad, iban de farol. Así las cosas, Ceaucescu
permaneció impasible el rumano. En el verano de 1971 visitó China. Esa visita,
además, vino a coincidir contra serie de gestos que apuntaban a una mejora de
las relaciones, hasta entonces muy frías, entre Yugoslavia y Mao Tse Tung.
Automáticamente, en Moscú comenzaron a preocuparse ante la eventualidad de la
creación de unos Balcanes prochinos (que es lo que, de una manera u otra, está terminando por pasar de alguna manera; lo cual demuestra que los chinos, como los Papas, son maestros del largo plazo).
Breznev necesitaba alguien en la zona que se pusiera de su
parte. Y ese alguien fue Hungría. Budapest, efectivamente, se apresuró a
criticar con palabras muy duras la actitud de Yugoslavia y Rumania respecto de
los han. Para dejarle claras las cosas a Ceaucescu, además, los soviéticos tuvieron
el calculado gesto de que, a su vuelta de Pekín, cuando parase en Moscú, quien
estaba esperándole en el aeropuerto era Alexei Kosigin, es decir el primer
ministro; pero no el verdadero hombre de poder, Leónidas Breznev, que se quedó en el Kremlin planchando con Yolanda Díaz.
A la vuelta del viaje chino, Ceaucescu se iba a encontrar
con un hecho absolutamente inesperado: el planteamiento público y notorio desde
Budapest del problema de la minoría húngara en Rumania. Fue Zoltan Komocsin,
miembro del Politburo húngaro, quien perpetró lo siguiente en el parlamento magiar:
“Nuestro interés fundamental es que los habitantes de nuestro país y de
Rumania, incluyendo los húngaros allí, lleguen a entender que el destino de
nuestros pueblos es inseparable del socialismo”. A pesar de esta buen rollo
superficial, la declaración fue muy mal recibida en Bucarest. Así las cosas, Scinteia,
el Pravda rumano, publicó un largo artículo de Paul Niculescu-Mizil,
secretario del Comité Central encargado de las relaciones con otros partidos
comunistas, en el que acusaba a los húngaros de caer en “contradicciones
flagrantes”; y les venía a decir que no metiesen las pezuñas en los asuntos
internos rumanos. Ese mismo día, Ceaucescu pronunció un discurso en el que
habló de la nueva sociedad que se estaba creando en Rumania; y añadió que los
indudables éxitos del socialismo en el país eran mérito de todos. O sea, el Madrid de los mil acentos de la Ayuso, pero en plan arriba los pobres del mundo.
El mensaje estaba claro: las minorías podían considerarse
minorías todo lo que quisieran; pero eran, y seguirían siendo, minorías rumanas.
“Todo aquél”, dijo el líder, “que siga una política de odio nacional, está
actuando contra el socialismo y el comunismo”. En los años por venir, esta
postura se iría consolidando e, incluso, radicalizando. Ceaucescu, como otros
líderes comunistas, habría de reaccionar muy mal a la firma del acta final de
la conferencia de Helsinki en 1975, sobre todo en lo que suponía de aislamiento
internacional de aquellos regímenes políticos poco respetuosos con los derechos
humanos. Esto, que como digo fue un problema para todos los países comunistas,
en Rumania revestía un problema siquiera superior, ya que Helsinki había sido
muy clara al estatuir que el respeto a los derechos humanos comenzaba por el
respeto a las minorías. Rumania, dentro de su política de acercamiento y
cooperación con las naciones occidentales, había firmado diversos acuerdos
internacionales en los que comprometía un tratamiento adecuado para las
minorías. Ahora se encontraba en esa típica situación en la que te das cuenta
de que no puedes engañar a todo el mundo todo el rato.
Rumania, como otros países, fue signantaria del Acta de
Helsinki. Lo hizo, creo yo, pensando que era un documentito más de los muchos
que se firmaban en la política internacional; probablemente, no midió la
capacidad de influencia que tendría aquel acto.
Lejos de ello, al convertirse en firmante del acta final
de Helsinki, Ceaucescu había admitido el principio de que Rumania podía ser
objeto de escrutinio internacional en temas como el tratamiento recibido por la
minoría húngara de Transilvania, o la alemana del Banat. El tema alemán lo
tenía razonablemente embridado; como ya os he contado, había una estrategia de
progresiva emigración de alemanes a la República Federal, y Ceaucescu contaba
con que los prudentes socialdemócratas alemanes no querrían poner eso en
peligro. Pero los húngaros eran otra historia. Los húngaros no querían tanto el
regreso de sus compañeros étnicos a su país, como que permaneciesen donde
estaban con plenos derechos; dado que el objetivo último de Hungría no era otro
que recuperar el territorio. Un objetivo para el que no le valía que los
húngaros se moviesen.
Al factor general hay que incluir el factor
socioeconómico. En las décadas de los sesenta y setenta, bajo el lógico acicate
de que en 1956 hubiese estado el momio a puntito de colapsar, los húngaros
hicieron los deberes, abordaron diversas reformas; y también, factor
importante, recibieron fondos Next Generation desde Moscú con pasmosa
prodigalidad. El resultado de eso es que, en realidad, el nivel de vida en
Hungría y en Rumania fuesen radicalmente distintos; sobre todo desde el momento
en que, como ya os he contado, la economía rumana comenzó a capotar. Consecuentemente,
desde Hungría muchos ciudadanos comenzaron a enviar paquetes a sus relativos en
Rumania con cosas que esas personas no podían comprar en el país, porque no las
había. Esto profundizó la división y el mal rollo.
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