En el barrio de Os Muiños de Mondoñedo, prolongando la calle del mismo nombre, se encuentra un puente de factura antigua, que se dice medieval. Tiene apenas siete metros de largo y un solo arco de medio punto. Se dice que en su tiempo se conoció como Ponte dos Ruzos, que viene a ser algo así como el puente de los pálidos según el gallego actual; aunque yo dudo si, en realidad, el significado no fuese más “puente de los mojados”, pues es evidente que, en cruzándolo, se carece de protección frente a la lluvia común. Cruza el río Valiñadares y es, como digo, una construcción atractiva, aunque modesta. En su modestia, sin embargo, este puente esconde uno de los relatos míticos del nacionalismo gallego. Ignoro si es hoy de común conocimiento, si se enseña en las escuelas o se recuerda en los mitines. Pero lo que sí sé es que, en el siglo XIX, cuando nació (léase: se inventó) buena parte del nacionalismo gallego moderno, buena parte de la historiografía de apoyo de todas esas ideas, que era muy amiga de dar las leyendas por buenas, creerse que Breogán existió y que el suevo Reckiario era del Bloque Nacionalista, dio muchas vueltas por ese puente.
Hay algunas cosas que tal vez haya que explicar previamente, aunque ya las he tratado en una serie sobre el nacionalismo gallego en este mismo blog. En tiempos de la II República, que son el precedente del que bebe el nacionalismo gallego actual, dicho nacionalismo se convirtió en un movimiento occidental y de izquierdas. De mano de Santiaguito Casares Quiroga, el señorito de La Coruña como lo llamaba José Calvo-Sotelo; y sobre todo del profesor pontevedrés Alfonso Rodríguez Castelao (o Alfonso R. Castelao, como gustan de citarlo quienes no quieren que se vea que tenía un primer apellido más castellano que los torreznos de Soria); de la mano, como digo, de estos dos personajes, uno de ellos, en mi opinión, impresentable, y el otro desgraciado, el nacionalismo se hizo republicano, de izquierdas y coruñés-pontevedrés; aunque hay que reconocer que para los nacionalistas gallegos, Santiago siempre había sido un referente. Entonces, sin embargo, el nacionalismo gallego era más bien de derechas (en ocasiones, muy de derechas), además de oriental, es decir, luco-orensano.
Y esto tiene su sentido, porque la Galicia oriental, y sobre todo Lugo, ha sido, desde tiempo de romanos, lugar de fácil resistencia estratégica. Es una tierra amplia, a la que se accede malamente desde la meseta, difícil de domeñar, repleta de lugares donde esconderse y desde donde atacar. En Lugo, pues, es donde es lógico que transcurran muchas de las historias, embebidas de un mayor o menor romanticismo creativo, relativas a la resistencia del pueblo gallego a ser dominado por otros. Resistencia que, sin duda, existió, hasta tal punto que yo cuando menos tengo por probable que acabase por provocar la invención del mito de Santiago llegándose a Galicia en un Air Europa de piedra y tal y tal. El problema, tal y como yo lo veo, está en lo tiempos (hasta cuándo duró) y en la intensidad (en qué medida consiguió ser una resistencia eficiente).
El mito del Ponte do Pasatempo, o Puente del Pasatiempo, no tiene nada que ver con La Oca o el Parchís, sino con la figura del mariscal Pero Pardo de Cela; un hombre en quien el bullente siglo XIX del Rexurdimento quiso ver una especie de último mohicano resistente contra el dogal castellano.
El relato de esta resistencia, que, en mi opinión, como diré, era otra cosa y además ya muy tardía en el tiempo, pues, para cuando se produjo, Galicia era ya tierra integrada en el proyecto nacional, son anécdotas más o menos cogidas por los pelos. Es el caso de la frase del conde de Altamira, Lope de Moscoso. Moscoso era famoso ya en su juventud (apenas llegó a la treintena antes de cascarla, como ahora veremos) por pesar más de cien kilos. Fue uno de los anfitriones de los reyes católicos en Santiago, pues ya se sabe que en aquellos tiempos había un impuesto, el llamado yantar, por el cual las poblaciones eran responsables de alojar y alimentar a los reyes allí conde establecían Corte. Y se dice que le dijo a los suyos: Marcharse han los hóspedes e comeremos o galo. Es decir: cuando se marchen estos tipos, comeremos el gallo, es decir, comeremos como es debido. La frase llegó a oídos de Isa y Nando, quienes se mosquearon y le ordenaron al de Altamira que viajase a Castilla, viaje en el que murió a la forma marxista, bajo el peso de sus contradicciones y sus lorzas.
Esta escena puede tomarse de muchas maneras. Puede tomarse como una simple expresión de racanería cercana a la famosa frase española “no se hizo la miel para la boca del asno”. Pero también puede, como se ha hecho en diversas ocasiones, llevarse más allá. Hay, como digo, quien ha querido ver en la imagen del galo a las propias tierras gallegas; lo que supone decodificar la frase en términos de rebeldía: el día que marche el castellano, haremos nuestra la Galicia. Yo siempre he tendido a pensar, como gallego que soy, que ni tanto, ni tan calvo. No creo que Lope de Moscoso, un señor que ni siquiera se podía subir a un caballo y siempre viajaba a lomos de mulas muy sufridas, estuviese pensando en rebelarse contra nadie. Pero, por otra parte, es obvio que la frase, si la anécdota es cierta, tuvo que tener alguna carga ofensiva; de otra manera, no se entiende la reacción híper musculada de los monarcas.
Con todo, el gran símbolo de la revuelta gallega es, hoy por hoy, la revuelta de los irmandiños, o de los hermanos. Ocurrió en 1467, duró dos años, y se valora que pudo ser la revuelta campesina más intensa del siglo XV. Yo, de hecho, creo que así fue. Y lo fue, entre otras cosas, porque, lejos de ser la revuelta por los derechos de Galicia que alguno quiere ver hoy en día, tuvo motivos mucho más directos para estallar. Años de malas cosechas habían colocado a la región en muy mala situación; pero, aún así, diversos señores de vidas y haciendas locales se obstinaban en no ver el problema, exigiendo unos derechos que ya entonces comenzaban a verse como obsoletos (no se olvide que los irmandiños son contemporáneos de las revueltas de los remensas). En dicha ceguera destacó un noble local, Nuno Freire de Andrade (todo apellidos castellanos, como se puede ver; por eso los irmandiños, según el relato presente, se rebelaron contra el innoble ogro mesetario), conocido como o Mao, el Malo.
Se dice y se escribe que la revuelta irmandiña fue exitosa porque fue una extraña coalición entre campesinos y gentes que, en las ciudades, también estaban hasta los huevos de impuestos y mamandurrias; burgueses y sacerdotes animaron el cotarro en las calles, y en los campos terminaron partidas con un total de unos 80.000 hombres que, sin embargo, nunca tuvieron una dirección que pudiera reclamar para sí los adjetivos de única y cohesionada. Eso sí, como aquella Galicia parecía gestionada por la Renfe de Óscar Puente y los irmandiños se movían entre bostas de vaca con fluidez, su escasa formación militar no les impidió realizar muchas acciones exitosas contra castillos y torres propiedad de la nobleza local, tal y como desde hace 40 años (no os vayáis a creer que es una tradición) se celebra en Moeches. Todos estos ataques provocando la emigración de los señores a Castilla.
La vertiente, digamos, ilustrada de la rebelión trató de estructurarla. Un canónigo compostelano, Yasco Martínez, redactó una especie de reglas de gobierno irmandiñas, que destilaban una inquina total, no hacia Castilla, sino hacia la nobleza. Entre otras cosas, querían los irmandiños que las mujeres villanas no pudiesen ser amas de cría de los hijos nobles; sin la rica leche de la mujer del campo, creían, los nobles crecerían débiles y enfermizos, y su casta acabaría por desaparecer. En 1470, cautivas y desarmadas las partidas que, como digo, eran más bien desorganizadas y anárquicas, regresó el orden, los responsables fueron durísimamente castigados, y los nobles regresaron a sus castillos y pazos quemados.
Uno de esos nobles que huyó y regresó fue el mariscal Pero Pardo de Cela. Era mariscal por nombramiento de Enrique IV, el rey que compitió con Isabel de Castilla por prevalecer al frente del reino. Yerno que era del conde de Lemos, acompañaba a su suegro, a quien los irmandiños le habían hecho un zurcido de cojones. Para que se vea cómo los nacionalismos suelen enfangar los relatos históricos como les place, ahí tenemos a dos actores: los irmandiños y Pardo de Cela, que, teóricamente, estaban dispuestos a luchar por lo mismo: los derechos de la tierra gallega. Pero el caso es que Pero, lo que quería a su vuelta a Galicia, era acabar con los irmandiños de la peor manera posible; y por eso le dice, según las crónicas, a su suegro, que inchiese os carballos de vasallos, es decir, que colgase de los robles a los campesinos; a lo que Lemos, más pragmático, le contestó: ¿E logo han de traballar para mín os carballos? Es decir: ¿y, entonces, trabajarán para mí los robles?
Sea como sea, a la muerte de Enrique IV, la inmensa mayoría de la nobleza gallega se apuntó al bando isabelino, pero con dos excepciones notables: Pedro Madruga de Soutomaior en la zona de las Rías Bajas, y Pero Pardo de Cela en el área de Mondoñedo. Pero no se rebelaban porque consideraban que el proyecto castellano-aragonés era antigallego, sino por fidelidad a La Beltraneja, es decir, por mantenerse del lado del rey castellano que les había otorgado sus privilegios. Y, por supuesto, por interés de conquista. Porque Pardo de Cela, sabedor de que el terreno en el que está es agreste y de difícil acometida, tiene el proyecto de ampliar sus posesiones; quiere ensanchar sus dominios de Mondoñedo hasta el mar (en buena medida, en contra de los intereses del obispado; retén este dato, que es crucial), y por eso ha puesto sus ojos en Vivero. Tenía a su favor a muchos de los actores económicos del lugar, sobre todo pescadores, que no es que quisieran la independencia de Galicia; lo que querían era no pagar impuestos. Los reyes, que querían eso mismo (que pagaran los impuestos), les envían una flota a la zona, con la disculpita de que están luchando contra los piratas portugueses; combinada con una fuerza por tierra al mando de Diego de Andrade.
Rápidamente, Pero se vio enfrentado a fuerzas más nutridas que las que tenía, por lo que se retiró. Lo hizo, probablemente, a Valadouro, en la Mariña interior, donde tenía una torre conocida como A Frouseira o Frouxeira que, la verdad, no sabría deciros qué quiere decir.
En el momento de la huida, para Pero Pardo quedaban ya lejanos los tiempos en los que tanto él como su padre, Juan Núñez Pardo de Cela O Vello (El Viejo) habían servido a la casa de Andrade; lo cual tiene bastante lógica porque Cela es un referente a la provincia coruñesa, área de Betanzos, que siempre fue territorio de esta importante familia que, como hemos visto, ahora iba a por él.
Debió de tener la familia una casa de Cela por la zona. Pero no la heredó, pues fue para su hermano, Juan Núñez Pardo de Cela, el joven. El mariscal se casó con Isabel de Castro, que era, ya lo he dicho, hija del conde de Lemos; y sobrina del poderoso obispo de Mondoñedo, quien de hecho quería tanto a su sobrina que a su muerte le legó unas tierras obispales por las que Isabel hubo de pleitear muchos años con la Iglesia.
En 1480, cuando llegaron a Galicia tropas isabelinas para establecer el orden de la monarca, uno de los principales obstáculos en favor de La Beltraneja era Pero Pardo de Cela. Encastillado en A Frouxeira, a tiro de lapo de Foz, parecía inexpugnable. Los reyes decidieron enviar a un profesional de la guerra, Luis de Mudarra, a quien unos dicen francés, otros moro convertido, para sacarlo de allí.
En ese momento, Pero había perdido la partida, y lo sabía. Juana, la hija del rey Enrique, era ya monja en Portugal. Sus otrora apoyos habían desaparecido. Él, particularmente, se encontraba acosado y muy vigilado. Así que resolvió quedarse quieto. Su familia estaba comenzando a hacer méritos con el nuevo poder. Fernán Arias de Saavedra, yerno suyo, se había ido a las guerras fronterizas con Granada. Isabel de Castro movía todos sus hilos ante los reyes. Era cuestión de esperar un perdón. Los reyes, sin embargo, parece que habían decidido hacer un ejemplo de él. Yo creo que en la condena de Pero Pardo tuvo mucho que ver la creciente necesidad de numerario que tenían los católicos para sus guerras contra el moro y en el Mediterráneo; acabar con el poder del mariscal era colocar una cuña en unas tierras muy ricas (aunque lo realmente rico era el mar que las bañaba), cuestionando el poder, no tanto de la casa noble de Cela, como del obispado de Mondoñedo. En 1480, pues, en Santiago de Compostela, Pero Pardo de Cela es condenado a muerte. Pero nadie irá a por él en serio hasta 1483. En ese tiempo es cuando yo imagino que los reyes se acercan al obispo, y llegan a la conclusión de que tienen intereses comunes, por así decirlo; y que todos esos intereses pasan por que la condena se cumpla.
Mudarra asedió por hambre el pico de Frouxeira. En el otoño de 1483, conquista la fortaleza tras una denodada resistencia, y sólo después de que desde dentro, parece, se le haya librado el paso; pero cuando hace suyo el lugar, descubre que su perseguido ya no está allí. Pero había aprovechado alguna jornada de oscuridad, de las que hay muchas en Galicia desde el final del verano, para escabullirse. Había perdido, sí, su fortaleza, por una traición de sus criados.
La traición, aparentemente, estuvo sólidamente establecida y creída durante siglos. En el siglo XIX se daba por cierto que los traidores habían sido 22; ni uno más, ni uno menos. Pero hay más. Álvaro Cunqueiro, natural de Mondoñedo, dejó escrito que, todavía hace ahora cien años exactos, en la ciudad los descendientes de aquellos traidores no eran admitidos como testigos en los juicios; o, más bien, que eso se decía, pues resulta difícil de creer en su veracidad. Lo que sí atestigua la anécdota es que, medio milenio después, la traición era recordada, y odiada.
A Mudarra le llegó el soplo de que Pero no estaba lejos de A Frouxeira, en Castrodouro, en la casa de una tal Fonsa Yanes. Fecha probable, el 7 de diciembre. Las tropas llegan a la casa y la rodean; Pero y su hijo Pedro se rindieron sin resistencia. Un detalle que nos dice claramente que el mariscal creía que iba a ser perdonado.
Pero no lo fue. Diez días después, el 17 de diciembre, Pero Pardo de Cela será ejecutado en la plaza de la catedral. Y aquí es donde llega el mito del Ponte do Pasatempo.
La hija del mariscal (no la mujer, como en ocasiones se dice), doña Constanza, llega a Mondoñedo, dice la leyenda, con el perdón de la reina firmado en su poder. La noticia la precede y llega a los oídos de Fabrique de Guzmán, obispo de Mondoñedo. Si la historia es cierta, el capítulo catedralicio quiere la perdición de Pero. No es nada aventurado suponer que, tal vez, el obispo y los reyes han pactado. Ambos son los dos actores más importantes de ese tablero; uno quiere extender su ordo hispanicus por las tierras de Lugo; el otro quiere mantener sus jugosos privilegios; su business model. Ninguno de los dos quiere pelear. Como formulará muchos siglos después Salvatore Lucania, normalmente conocido como Lucky Luciano, siempre es mejor un buen pacto que cualquier guerra.
Dos sacerdotes capitulares salen a la naja hacia la salida de Mondoñedo, a esperar a Constanza. La encuentran pasando el puente. Allí, le dan entre lágrimas la noticia de que el perdón ha llegado a la ciudad, y que su padre es libre. En el relato de lo que presuntamente ha pasado, pero no ha pasado, la entretienen; de ahí el nombre de “pasatiempo”. De esta manera, cuando la fiel hija reemprende, relajada, la marcha, escucha las campanas de la catedral, que doblan a muerto. La imaginación galaica, que siempre tiene un punto de retranca, desarrollará la leyenda de que don Pero, en el momento de esperar la caída del hacha, comenzó a rezar el Credo. Caído el mandoble del verdugo, la cabeza se separa del cuerpo, cae al suelo y, al ser entonces la plaza empinada, comienza a rebotar calle abajo mientras dice: ¡Credo!, ¡Credo!, ¡Credo!...
Lo que quedó en la imaginación y las trovas gallegas de la imagen de don Pero fue su condición de rebelde. Los matices: su frontal enfrentamiento con los irmandiños, su rebeldía basada en una querella dinástica, todo se borró para quedar únicamente la figura de la parte débil que cae simpática por ser débil, y mártir. A partir de ahí, cuando los muy imaginativos historiadores gallegos del Rexurdimento comenzaron a escribir la novela por entregas de la nueva Historia de Galicia, encontraron en su figura un estribo estupendo sobre el que subirse para poder demostrar que el independentismo galaico había sido un caballo de amplia supervivencia y honda recordación. Y ahí quedó el Ponte do Pasatempo, en el cual, hasta hace cosa de un siglo, de nuevo según Cunqueiro, hubo un cruceiro en el que siempre titilaba una lamparilla en medio de la noche.
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