jueves, marzo 20, 2025

La República moribunda (y 14) El escándalo Clodio (y una reflexión final)

 



Tiberio Graco
Definición de un enfrentamiento
Malos tiempos para la lírica senatorial
Roma no paga traidores
La búsqueda de un justo medio
Ese hombre (hoy casi desconocido) llamado Publio Sulpicio Rufo
La hora de Cinna
El nuevo hombre fuerte
La dictadura del rencor
Lépido
Pompeyo
Éxito en oriente
Catilina
A Catilina muerto, Pompeyo puesto
El escándalo Clodio (y una reflexión final)


 

Una vez más, la sempiterna incapacidad del bando optimate, encastillado en el Senado, por llegar a componendas con extraños, hizo su labor. Los patricios se decían fundadores de Roma y se creían sus dueños; todo lo demás era farfolla para ellos y, por lo tanto, no estaban dispuestos a consentir que un hombre como Pompeyo tratase de negociar con ellos de igual a igual. Esta cerrazón, unida al hecho de que la derrota de Catilina había dejado en paso muchas de las grandes reivindicaciones de la plebe, hizo el resto. El único que medio entendió el proceso fue Marco Porcio Catón, quien logró convencer al Senado de apoyar una ley que ampliaba el censo de los beneficiarios del cereal subvencionado.

Esta ley de Catón vino a beneficiar a unas 100.000 personas, según las estimaciones; es posible que incluso ampliase el foco de los beneficiarios a los libertos y a las personas que fuesen recientes residentes en la ciudad.

En el año 62 fueron elegidos cónsules Décimo Junio Silano y Lucio Licinio Murena; ambos habían combatido con Lúculo y, por lo tanto, no sentían lo que se dice simpatía por Pompeyo. Conscientes de que el general podía mirarse en muchos ejemplos pasados y pasar a la iniciativa legislativa L'Oreal (porque yo lo valgo), trataron de obstaculizar estas iniciativas espontáneas mediante la lex Iunia Licinia, que establecía la necesidad de registrar los proyectos de ley en el Erario con antelación.

Los optimates parecían tener el tema embridado. Tras la marcha de Metelo, las posibilidades de Pompeyo de conseguir el consulado del año 61 eran mìnimas. Así las cosas, todo lo que pudo hacer el general fue enviar a su legado Marco Pupio Pisón (que, como su propio nombre indica, calzaba un 47; era un Calpurnio Pisón Frugio de los de toda la vida) para que participara en las elecciones, dando por culo. Pisón llegó, vio, y venció. Fue elegido cónsul para el año, en ticket con Marco Valerio Mesala Nigro. Yo tengo por mí que todos los que le votaron sabían que estaban votando al otro.

En diciembre del año 62, a punto pues de vivir el consulado de uno de lo suyos, Pompeyo desembarcó en Brindisi. Había dejado la península seis años antes, y todo lo que traía consigo eran méritos. Los piratas asiáticos colgaban de los árboles, Mitrídates IV había sido vencido, y las provinciales orientales se habían organizado de manera que ahora manaban pasta. Pompeyo, sin embargo, tenía mucho empeño en dejar claro que él no estaba allí para generar una dictadura a lo Sila; por eso, en un gesto directo hacia el Senado, nada más pisar Italia, licenció a sus tropas, y marchó hacia Roma acompañado de un reducidísimo grupo de leales. Su propia banda del Peugeot.

En ese momento en Roma, sin embargo, Pompeyo no era el trending topic, sino Publio Clodio Pulcher. Era cuestor aquel año, y fue acusado de un escándalo sexual: se decía que había acudido disfrazado a una fiesta en honor de la Bona Dea (Cibeles) con el objetivo de frotarse a Pompeya, la mujer de Julio.

Las vestales y el colegio de sacerdotes que, las cosas como son, tenían de imparciales lo que yo de actor porno, condenaron a Clodio por blasfemo; el Senado solicitó de los cónsules que asimismo le propusieran a la asamblea la convocatoria de un tribunal especial; cosa que hicieron en la rogatio Pupia Valeria de incestu Clodii. El Senado, además, manipuló el nombramiento de los jueces para que fuesen los adecuados para conseguir la sentencia adecuada; en otras palabras, se hicieron un Conde Pumpido.

Los pompeyanos vieron clara la jugada y decidieron no participar en ella. Por eso mismo Marco Pupio Pisón se puso la toga embusterul de socialdemócrata y, con todo su rostro, se presentó ante los romanos y les dijo una cosa y la contraria: primero presentó la rogatio y, acto seguido, recomendó a los romanos que no la votasen.

Clodio, por lo demás, tenía sus partidarios. De entre todos ellos, el más fuerte institucionalmente era Quinto Fufio Caleno, tribuno de la plebe. Aunque también había aristócratas de su lado, como Cayo Escribonio Curión, aunque era una especie de verso suelto senatorial, porque en el órgano de poder no le hacía caso mucha gente.

En este ambiente, el Senado se reunió en comisión Sálvame y, por 400 votos contra 15, apoyó la propuesta de rogatio e instó a los cónsules a impetrar su aprobación asamblearia.

En esas estaban cuando Pompeyo llegó a la ciudad.

The new kid in town cambiaba las cosas. Repentinamente, el tema ya no iba de qué iban a votar los romanos; el tema iba de qué les iba a recomendar Pompeyo que votasen, porque el general se había convertido en un influencer de la hueva, especialmente entre las capas menos favorecidas.

A Pompeyo, el tema de Clodio le importaba un cojón; él estaba, básicamente, dispuesto a ceder su apoyo a aquél que se aviniese a ratificar toda su política oriental. El tribuno Fufio, invitado para ello por Pisón, le conminó a responder a varias cuestiones durante una contio pública. Pompeyo contestó sin dudas apoyando al Senado; lo que yo creo que nos da la pista de que estaba todo pactado antes de empezar el interrogatorio.

El movimiento, en todo caso, sólo se entiende a través de la óptica de un Pompeyo a quien todo lo que le importaban eran sus intereses. No se dio cuenta, o no le importó, de que esa actitud lo divorciaría respecto de las capas populares; o tal vez pensó (y los hechos tampoco le desmienten) que eso es algo que se pierde con la misma facilidad con que se puede ganar. Sin embargo, el gran error de cálculo de Pompeyo fue, o yo creo que fue, que estaría convencido de que el Senado le iba a besar los pies. Sin embargo, esto no fue lo que pasó, porque los optimates nunca hacían amigos.

El Senado, pues, siguió atacando a Pompeyo; y Pompeyo tuvo que ver cómo era Clodio quien lo defendía. En varias asambleas, Clodio arremetió contra los mejores hombres del bando aristócrata, como Quinto Hortensio Hortalo, Lúculo o Marco Valerio Mesala; y, por sobre todos, el eterno Cicerón.

El resultado de todo ello es que pronto pareció quedar claro que, o bien la plebe votaría en contra de la rogatio, o bien los tribunos de la plebe la vetarían. El Senado, en estas condiciones, retiró su propuesta y le encargó a Caleno la presentación de la suya propia. En la práctica, esto suponía bajarse de la burra de que los pretores nombrasen a los jueces, es decir, se avanzaba en el concepto de juicio justo. En unas pocas semanas, en el plebiscitum Fufium, los romanos aceptaron estos términos dulcificados.

Clodio, sin embargo, había preparado a conciencia su defensa. En el juicio presentó testigos que confirmaron que la noche de la fiesta no estaba en Roma. Craso se gastó una pasta sobornando a más de la mitad de los jueces que, por ello, se mostraron partidarios de la absolución. El Senado, por lo tanto, había comenzado una guerra que, al fin y a la postre, había perdido. Para Clodio, aquello fue un gran espaldarazo político; máxime cuando su gran competidor al frente de la opinión pública de izquierdas, Julio, se hubo marchado como propretor de la Hispania Ulterior.

A pesar de aquella derrota política, Pompeyo seguía creyendo que sus opciones estaban en el Senado. En el parlamento romano, sin embargo, tenía demasiados enemigos. Sobre todos ellos, el más descollante, por la capacidad que tenía de allegar voluntades, era Marco Porcio Catón. Pompeyo, cuando se divorció de su esposa Mucia, trató de lavar esa mancha de vino emparentando con Catón, algo a lo que éste se negó con cajas destempladas. Catón sabía lo que hacía. Sabía que pronto el Senado iba a comenzar a debatir la ratificación o no del status quo asiático construido por Pompeyo, y quería las manos libres para oponerse a ello. En este debate, Pompeyo se vio traicionado por su antiguo legado, Quinto Cecilio Metelo Celer, cónsul del año; y por su compañero de magistratura, Lucio Afranio, a pesar de que éste nunca habría ganado las elecciones de no haber sido por lo sobornos que el propio Pompeyo prodigó entre los votantes.

Aquel año 60, Lucio Flavio, que era tribuno de la chusma, propuso un proyecto de ley para el reparto de tierras entre los veteranos de Pompeyo y de miembros de la propia plebe. Las tierras afectadas eran bienes públicos que no habían sido repartidos en tiempo de los Gracos, más las confiscaciones hechas por Sila; en el caso de éstas últimas, se preveía el pago de un justiprecio a los antiguos propietarios. Personas tan poco sospechosas ya de veleidades podemitas como Cicerón apoyaron esta propuesta; pero, en su conjunto, el Senado dijo niet.

A Flavio aquello no le sentó muy bien. Hizo detener al cónsul Quinto Cecilio Metelo Celer. Pompeyo, sin embargo, juzgó que le resultaba más necesario reconstruir puentes con la nobleza intransigente que jugar a la revolución; así que retiró su propuesta, tratando de borrar a sus veteranos de la ecuación. La lex Flavia fue la última gran iniciativa de los tribunos de la plebe por conseguir una redistribución de la tierra. El Senado se había impuesto, siguiendo en ello a la intransigencia de Catón. A partir de ahí, pues, a Pompeyo le quedaron claras dos cosas. La primera era que sus objetivos políticos a largo plazo no serían realizables a menos que se convirtiese en un político de izquierdas; a menos que abrazase las reivindicaciones populares. La segunda cosa que le quedó clara es que el Senado de Roma nunca dejaría de ser lo que era: una asamblea patricia con un concepto patrimonial de la República que, por lo tanto, no estaba dispuesta, sino acaso por razones estratégicas de un momento concreto, a compartir el poder con nadie. Pompeyo tuvo claro, pues, que los proyectos de poder romanos, que cada vez eran más ambiciosos porque estaban claramente indexados al poder de la propia Roma, necesitarían de otros cauces.

La República romana, como casi todas las repúblicas (y no miro nadie...) suele tener muy buena prensa. Existe un principio general, instilado por el pensamiento ilustrado francés, siempre empeñado, como ya he escrito muchas veces, en salvar al soldado revolución francesa. Exactamente igual que Erasmo dijo que la más injusta de las paces es más justa que la más justa de las guerras (afirmación que estos días tiene poco predicamento desde que la está aplicando un señor llamado Trump en Ucrania...); exactamente igual que Erasmo prefería la paz a cualquier cosa, existe el principio ilustrado de que una república, es decir, una no-monarquía, es siempre mejor que una monarquía. Que es más libre, más justa y más igualitaria by default.

Este principio se le aplica a la República romana; un sistema, se dice, que practicó el equilibrio de poderes, fundamentalmente a través de la institución del tribunado de la plebe; y en el que la ciudadanía romana tenía un papel político de primer nivel. Es una manera de verlo. No necesariamente acertada.

En el año 60, a las puertas de una serie de cambios sistémicos que estaban a punto de ocurrir y convertir el sistema romano en una dictadura más o menos vestida de pitufo, la República estaba muy lejos de ser una institución sólida, con capacidad de auto defenderse de los embates de quienes querían eliminarla. Lejos de ello, era una experiencia en la que apoyarse para convencer al romano medio de que había que hacer las cosas de otra manera. De que la libertad matizada de las instituciones republicanas no creaba valor.

La República romana tenía contradicciones. Como todas. La única república sin contradicciones es la Ciudad de Dios; y no es de este mundo. La gran ventaja de la Ciudad de Dios sobre las ciudades de los hombres es que cuando es Dios quien nos gobierna no hay escasez. De la tierra brota leche y miel, y todo el mundo vive hasta hartarse. El gran problema de las organizaciones sociales humanas es la escasez; es el hecho de que los bienes son finitos. Su finitud hace que tengan un valor, el valor genera el concepto de riqueza (rico es quien posee el valor); y el concepto de riqueza genera el concepto de pobreza. Pero pobres, ricos y mediopensionistas, en una organización social, han de vivir juntos cuando, en realidad, no pueden. Organizar eso de una forma eficiente y lo más justa posible es el objetivo de la ciencia política. Pero, claro, mientras la ciencia política la enseñen cráneos como el de Monedero, me parece que lo tenemos crudo para encontrar la solución de la ecuación.

Roma es el resultado de una prevalencia territorial en una península que siempre ha sido, y sigue siendo, muy belicosa. Quienes lograron esa prevalencia, unidos a quienes, con los siglos, se fueron inventando desde su riqueza que también ellos habían sido de la partida, consideraban que aquel logro era cosa suya. El mito virgiliano es muy importante; Roma no la crea un rey que se impone sobre un pueblo, sino un pueblo que se impone sobre su nueva tierra.

La República romana es el primer y más directo antecedente del status quo vaticano, porque es un Estado que se concibe como un business model. Su sistema de equilibrio de poderes (multiplicación de magistraturas con duraciones anuales) no es un sistema de equilibrio de poderes en sí: es la Unione Siciliana repartiéndose las calles de Nueva York, para así evitar guerras a muerte que sólo beneficiarían a la Fiscalía. Equilibrio de poderes más cursus honorum: reparto de influencias y numerus clausus para que no pueda ser político quien no deba. Licencia para robar, pero con orden. Con el matiz de que los patricios romanos, estoy convencido, no tenían la sensación de estar robando, sino, simplemente, de estar recaudando lo que les correspondía por su Alta Misión.

Pero, entonces, llegaron los Gracos. Los Gracos, por supuesto, son el resultado de la evolución del pensamiento de su época, que llevaba ya, de aquélla, vario siglos masticando conceptos relacionados con la libertad de las personas y eso que hoy llamamos justicia social. Pero son, sobre todo, los primeros hombres que se toman la molestia de intentar gestionar la gran falla del sistema.

Siempre hay una falla. Siempre hay un momento en el que un sistema toma conciencia de que sus beneficiarios son una minoría; y de que la mayoría puede hacer valer su condición de tal en cualquier momento. En la República romana, conforme la prevalencia militar de Roma se fue haciendo cada vez más clara, la posibilidad de que el Ejército participase en la barbacoa era cada vez mayor. Y con la reforma de Mario, cuando las legiones se petaron de perroflautas, el tema quedó, si cabe, todavía más claro.

La primera reacción a este problema fue la institución del tribunado de la plebe. Pero no nos engañemos: quienes aceptaron, desde el poder senatorial, un contrapoder tribunicio, contaban con que lo controlarían; lo sobornarían, lo traerían a su predio. Eso, de hecho, es lo que pasó la mayor parte de las veces, con la mayor parte de los tribunos. Sólo algunos se apartaron de esa línea.

Lo que hizo a los Gracos distintos de lo anterior a ellos mismos no fueron sus ideas; fue el problema que tuvieron que gestionar. El problema de la alimentación a costes razonables de las masas proletarias romanas que se hacinaban en las insulae de la Subura romana; y la subpiña de esa piña que venía a ser el problema de los itálicos, llamados a defender a Roma sin ser romanos; ese problema, digo, es el problema de las pensiones de la Roma republicana. Ese tema que, si es adecuadamente conducido o manipulado, da y quita poder.

A partir de los Gracos, la República tiene su problema de las pensiones (o, si mi lector es más joven, de la vivienda) encima de la mesa. Y nunca, nunca es nunca, supo resolverlo (que es lo mismo que, por cierto, nos ocurre a nosotros; nihil novum sub solem). Y esto no va, cuando menos en mi opinión, de un cuento de buenos y malos, en el que los optimates son unos cabrones, mientras que los populares fueron unos sinceros amigos de la libertad. Primero, muchos líderes populares no lo eran por ideología, sino por interés y ambición de poder; tanto es así que el último de ellos, Julio, arrasó con el momio. Segundo y más importante, los líderes populares tensionaron de tal manera la República, que la rompieron. Saturnino, Cinna o Clodio le enseñaron a quienes pensaban que la República era una mierda los caminos que debían transitar para desprestigiarla y romperla. Le guste o no a los licenciados híper ventilados, el Senado, ese Senado aristocrático que miraba al 80% de su ciudadanía con calculado desprecio, era la única garantía eficiente que tenía el sistema contra el cesarismo. En los 150 años antes de Julio, sin embargo, los líderes populares le enseñaron a cualquier aprendiz de dictador cómo se hace gravilla de Senado.

Y todo fue, como digo, por las pensiones. Porque los populares, las izquierdas, son culpables de haber utilizado el problema para descojonar la República. Pero las derechas son responsables de no haberlo resuelto. La base de la riqueza romana era la posesión de la tierra. Los Claudios, los Julios, los Antonios, los Metelos, los Calpurnios, los SuPutaMadres, no querían una desamortización en condiciones, porque sabían que las desamortizaciones alumbran ricos inesperados (a su manera, Mario era uno de ellos). Muchos de ellos sabían que sus credenciales de Grandes de Roma poco menos que se las habían inventado ellos mismos; y por eso sabían que nada le impedía a otros con dinero hacer lo mismo. Por eso siempre aplicaron una política decidida de negarle las pensiones, de negarle la vivienda, a quienes no eran ellos. Ellos inventaron la okupación; mucho derecho a quejarse de ella, no tienen.

La República llegó muy debilitada a la última mitad del siglo I AC. Contradictoria, violenta, enfrentada, crecientemente militarizada; y con demasiadas personas con poder convencidas de que con aquellas instituciones ya no había que ir ni a heredar. Eso es lo que llamamos primer triunvirato.





Que no es que sea otra historia. Pero la contaremos otro día.

1 comentario:

  1. Anónimo12:57 p.m.

    "La primera reacción a este problema fue la institución del tribunado de la plebe (...) quienes aceptaron, desde el poder senatorial, un contrapoder tribunicio, contaban con que lo controlarían; lo sobornarían, lo traerían a su predio"

    Esto es así desde las leyes Licinias-Sextias, que son las que terminan de configurar la nobleza romana, la nobilitas, a costa del tribunado. No antes. Antes de estas leyes el tribunado era un estado dentro del Estado con su propia agenda. Uno de los que lo vio claro fue Apio Claudio el Ciego. No por cerrazón patricia, sino porque se dio cuenta de que no era ése el camino original del tribunado y de la plebe.

    Por cierto, no puedo aceptar la censura que me ofreciste porque aún estoy en mi segundo mandato proconsular, y yo soy muy respetuoso con las leyes de Roma. Cuando termine, ya si eso hablamos.

    Luico Cornelio Sila Eborense Félix, imperator

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