Tiberio Graco
Definición de un enfrentamiento
Malos tiempos para la lírica senatorial
Roma no paga traidores
La búsqueda de un justo medio
Ese hombre (hoy casi desconocido) llamado Publio Sulpicio Rufo
La hora de Cinna
El nuevo hombre fuerte
La dictadura del rencor
Lépido
Pompeyo
Éxito en oriente
Catilina
A Catilina muerto, Pompeyo puesto
El escándalo Clodio (y una reflexión final)
En ese ambiente de relativa euforia para los tatarabuelos de los actuales socialdemócratas y podemitas es como hay que entender el juicio contra el senador Cayo Rabirio, antiguo colaborador de Sila, que fue imputado por haber, presuntamente, participado en el asesinato de Saturnino. Aquello, en realidad, era un conflicto constitucional. Los optimates que habían labrado la desgracia de Saturnino, un tribuno inviolable según la ley, lo habían hecho mediando un senatus consultum ultimum, es decir, básicamente haciendo uso de la prerrogativa senatorial a la hora de declarar el estado de excepción. En el fondo de aquella acusación, pues, estaba la cuestión, fundamental para los populares, de si el Senado tenía o no tenía poder para agarrar el canasto de las chufas constitucionales y ponerlo todo patas arriba.
El primer proceso contra Rabirio fue paralizado por Cicerón gracias a la matrícula de honor que había sacado en Derecho Romano. El proceso, sin embargo, se reabrió con otra conformación procesal. Rabirio fue defendido por Hortensio y Cicerón, que eran, literalmente, lo mejor que había en el equipo aristócrata. Cicerón defendió el asesinato de Saturnino con argumentos bastante potentes, como era su costumbre de litigante. Además, el pretor Quinto Metelo Celer disolvió la asamblea en la que se estaba celebrando el proceso, que nunca se reabrió.
A partir de ahí, conscientes de que los populares y sus aliados pretendían, al fin y a la postre, un profundo cambio constitucional en la República, los optimates se aplicaron a tratar de legislar normas que impidiesen la llegada de esos enemigos al poder. Todo esto ocurría ya en el marco de los enfrentamientos relacionados con Catilina, quien, demás, en ese momento estaba apoyado por Julio y Craso. En el año 63, sin embargo, Cicerón consiguió arrancarle al Senado el endurecimiento de la Lex Calpurnia y de la Lex Tullia de ambitu, lo que endureció las condiciones para poder ser político. Entre otras cosas, se prohibió celebrar grandes comidas o luchas de gladiadores con fines electorales. Los populares, sin embargo, no detuvieron su agenda, y se pasaron aquel año 63 haciendo campaña a favor del regreso de los exiliados de Sila. Fue Julio, en realidad, quien impulsó la medida, beneficiando a los hijos de los exiliados originales, aunque formalmente fue presentada por varios tribunos de la plebe. Sin embargo, tras un discurso en contra de Cicerón, la propuesta se rechazó.
Como ya os he dicho, todas estas cosas que pasaban ya en el año 63, ocurrieron factor común Catilina. Este hombre pertenecía a la tribu de los Sergios, un conjunto familiar que se decía a sí mismo muy antiguo, aunque en realidad no lo era tanto (como estos progres de toda la vida que, en realidad, son hijos o nietos de falangistas). Los Sergios Silos, es decir la estirpe de Catilina, en realidad no tocaron pelo en el poder republicano hasta el siglo II. Lucio Sergio Catilina fue, en su juventud, contemporáneo de los enfrentamientos entre Mario y Sila. Llegó a pretor en el año 68, lo que le daba derecho a una propretura al año siguiente en alguna provincia; y le tocó, o quiso que le tocase, África. Allí, las cosas como son, se forró más que un fondo buitre. Eso sí, no debió de ser muy hábil, porque el caso es que al volver a Roma le montaron un caso Koldo que arruinó sus ambiciones consulares para el año 65.
Aquellas elecciones del año 65 fueron un zasca para Pompeyo y Craso; y no sería porque les faltara dinero para sobornar. Publio Autronio Petro y Publio Cornelio Sila fueron inicialmente elegidos; pero les hicieron un Rumania y los cesaron por presunta corrupción electoral. Al correr el escalafón, fueron cónsules Lucio Aurelio Cota y Lucio Manlio Torcuato. Autronio y Cornelio no se quedaron tan tranquilos, y decidieron organizar una conspiración para matar a los cónsules el primer día de su mandato (1 de enero del 65) y dar una especie de golpe de Estado. Este golpe, que no salió nada bien, es lo que en la Historia ya se conoce como primera conjuración de Catilina, por mucho que no estuviese en primera línea. Para llevar a cabo el golpe se contaba con una tropa formada básicamente por esclavos, y su comandante, esto sí, era Catilina. Pero nadie en sus cabales considera que tenía, en ese momento, la capacidad y los medios de organizar algo así; los más que probables autores intelectuales de la movida fueron César y Craso.
A pesar de ser un candidato aristocrático, Lucio Manlio Torcuato debía de tener algún tipo de contacto o amistad con Catilina, porque el caso es que le ayudó a salir con bien de su proceso por corrupción, donde más que probablemente tenía tantas cosas que ocultar que los jurados le llamaban Abalus; eso sí, por mucho que quisieron correr, no consiguieron que el tema estuviese definido en el verano del 65, que era cuando se celebraba la elección de los cónsules del año siguiente; con lo que Catilina se quedó con las ganas de ser cónsul en el 64.
Para entonces, sin embargo, Catilina había decidido que su futuro estaba en ser un líder de izquierdas. Aprovechó, creo yo, que Julio y Craso en ese momento estaban más en mover los hilos entre bambalinas, para tratar de monopolizar el liderazgo popular. En el verano del 64, ya libre de sus cargas procesales, formó parte del ticket electoral popular junto a Cayo Antonio Hybrida. Sin embargo, se enfrentaba a un peso pesado: Cicerón. Un hombre muy conocido y admirado por su pico de oro, que lo desplazó y fue finalmente elegido cónsul junto con el híbrido.
Catilina, sin embargo, tenía la seguridad de los tenistas de elite: vale, me han jodido con ese passing shot; pero seguro que gano el próximo punto. Esto quiere decir que esperaba ser cónsul en el año 62. Calculó que su único obstáculo radicaba en que los optimates fuesen capaces de sacarse de la manga algún candidato que se ganase con su retórica (y sus sobornos) el sentir de los comicios centuriados y, consiguientemente, le afanasen la merienda una vez más. Por eso, concluyó que lo que tenía que hacer era hacerle una oferta a la plebe de Roma que ésta no pudiese rechazar. Esa oferta fue la condonación de las deudas, auténtico pivote de su programa electoral; un programa que, según todos los indicios, haría parecer a Pablo Echenique un sólido votante de Alternativa por Roma.
Todos los indicios, cuando menos en mi opinión, son de que Catilina debía de estar rodeado de Tezanos de la vida que le decían lo que quería escuchar. Era el verano del año 63, y todo el mundo daba a su alrededor la elección por hecha. Al mismo tiempo, sin embargo, los optimates estaban repartiendo entre la plebe: con una mano, dinero, y con la otra, bulos sobre Catilina. El resultado fue que las elecciones las ganaron Decimo Junio Silano y Lucio Licinio Murena.
Fue a partir de este verano del 63 cuando Catilina se convenció de que nunca sería cónsul. De que nunca podría presentar un programa legal, y cambiar las cosas constitucionalmente. Así que decidió: si no es por las buenas, será por las malas.
En uno de sus discursos, Cicerón (quien por cierto alguna que otra cosa tenía que callar, pues muy en el inicio del catilinarismo tampoco le hizo ascos) divide la masa social que apoyaba a este revolucionario en seis tipos. El primero eran los aristócratas que tenían grandes deudas y, por lo tanto, mucho que ganar en una condonación. El segundo grupo eran personas también de alta alcurnia que lo que querían era llegar al poder de cualquier manera; los padres del famoso “como sea” que hoy tanto se estila entre demócratas estéticos. El tercer grupo, nutrido y peligroso, eran los veteranos de las guerras de Sila que se habían convertido en propietarios rurales, y lo habían perdido todo después. Y luego venían tres niveles más de lo que hogaño se llamaba lumpenproletariado, hoy en día perroflautas. Como puede verse, era un grupo muy heterogéneo cuyo principal problema habría sido triunfar, pues al día siguiente se habrían tenido que poner de acuerdo.
El plan de los conjurados era dar un golpe de Estado militar paralelo a la provocación de incendios por la ciudad; y todo tenía que ocurrir el 28 de octubre del año 63. Aquello debía ir más o menos coordinado con otros levantamientos en Etruria, Campania y Apulia, que debían de ser animados por un tal Cayo Manlio, que había sido centurión en las tropas silanas. De hecho, la revuelta debía comenzar el 27 en Etruria y extenderse al día siguiente a Roma; pero, como otras muchas movidas parecidas en la Historia, fue delatada. Por razones que es difícil de averiguar, Craso, que estaba en la pomada, decidió retirarse, y el día 20 se fue a ver a Cicerón y se lo contó todo. Bueno, en realidad no creo que lo contase; es que, además, se lo documentó profusamente, porque el caso es que Cicerón se presentó el 21 ante el Senado con bastante más que palabras demostrativas del movimiento que se estaba labrando. El Senado decretó un senatus consultum ultimum. En otras palabras: desenfundó el cuchillo de capar gorrinos.
La medida del Senado, en el corto plazo, supuso sólo la imposición de medidas preventivas, como las guardias dobladas para impedir los incendios. Asimismo, una nutrida flota de autobuses sacó a los gladiadores de la ciudad, para que no pudiesen dar por culo. Se proclamó la situación de tumultus o peligro público. Los procónsules Quinto Marcio Rex y Quinto Metelo Cretico fueron enviados con tropas a Apulia y Campania para evitar allí cualquier mierda.
Así las cosas, el día 28 pasó sin que pasara nada. El 5 de noviembre, por la noche, los conspiradores se reunieron. Habían cambiado de planes y ahora su objetivo era, simplemente, asesinar a Cicerón; un asesinato que, para qué negarlo, legiones de borregos de mi generación, que nunca pasaron de la tercera declinación, habrían agradecido con lágrimas en los ojos. Cicerón, para entonces, tenía muy vigilados a los conspiradores. Fulvia, que era la Jésica de uno de los conspiradores, Quinto Curión, se fue de la lengua, contó lo que había escuchado entre felonía y casquete; y el resultado fue que el senador lo supo todo mucho antes de que presuntamente fuese a ocurrir.
El 8 de noviembre, en el templo de Júpiter Estator, el Senado tuvo sesión. Fue en dicha sesión en la que Cicerón pronunció su primera y más famosa catilinaria; ésa que comienza quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? (¿hasta cuándo abusarás, Catilina, de nuestra paciencia? En retórica actual: macho, ¿no te cansas de dar por culo?) El discurso es la sugerencia, más que la afirmación, de que Cicerón, y con él el bando optimate, lo saben todo; y que, por lo tanto, Catilina debería pensarse muy en serio salir de la ciudad. Catilina contestó argumentando que él era un Sergio, un patricio romano de pura cepa, un euskaldún latino de los que una vez habían lamido las suelas de Sabino Arana; y que Cicerón, en cambio, era un recién llegado, nieto de destripaterrones; un maketo con estudios. Fue su intento, un tanto desesperado, por intentar concitar la solidaridad de un bando aristocrático que, sin embargo, no sólo recelaba de él sino, sobre todo, de sus amigos. Horas después, con la caída del sol, Catilina abandonó la ciudad. Al día siguiente, en asamblea popular, Cicerón pronunció su segunda catilinaria, dedicada a explicar la conspiración a los romanos (y que, en humilde opinión de este amanuense, es mucho más bonita y equilibrada que la primera; tanto que, personalmente, no creo que la declamase tal y como nos ha llegado, mientras que la primera es probable que sí).
La marcha de Catilina, sin embargo, era estratégica. Había ido a Etruria, donde estaba Cayo Manlio, y se reunió con él. Inmediatamente, comenzaron a llegar noticias bastante inquietantes de allí; entre otras cosas, que Catilina había tomado las insignias del consulado. Ambos fueron declarados hostes, esto es, enemigos públicos.
Por lo demás, las terminales catilinarias en Roma no se quedaron quietas. En la noche del 17 de noviembre, hubo doce incendios prácticamente simultáneos en Roma, amén de intentos de agresión a varios aristócratas, entre ellos Cicerón.
Más avanzado el penúltimo mes, los conjurados, aprovechando su posición geográfica, trataron de ganarse a los galos, concretamente a los alógobres. Como si fuesen vulgares catalanes, les prometieron la condonación de sus deudas a cambio de ayudarles a ir contra Roma. Los alógobres, sin embargo, parecen ser más listos que los lazis, porque el caso es que no sólo les dijeron que no, sino que le contaron todo el mojo a Cicerón. Sin embargo, aparentemente siguieron jugando a dos cartas a ver qué jugada les salía mejor; porque lo siguiente que sabemos es que en la madrugada del 3 de diciembre, cuando los alógobres abandonaban Roma acompañados por un tal Tito Volturcio, al pasar por el protofamoso puente Milvio fueron abordados por los pretores Cayo Pomptino y Lucio Valerio Flaco; quienes, tras el grito “¡Alto a la Guardia Civil!”, los detuvieron. En el equipaje les encontraron cartas comprometedoras, supuestamente para catilinarios. Interrogados, confesaron sus traiciones, por lo que fueron hechos prisioneros (en casas de senadores. Al que le tocase el piso de Ábalos o el chalé de Pablo, le tocó la lotería).
El hombre del día era Cicerón. Se había convertido en el Marlaska útil, capaz de sofocar una gran conspiración. En la tarde de aquel día 3, en una nueva asamblea, pronunció su tercera catilinaria, más informativa que floreada, dedicada a hacer públicos los nombres de las personas más importantes que habían sido detenidas después de que los alógobres cantasen Eugenio Oniegin en georgiano coloquial.
Dos anotaciones puntillosas. «Hogaño» significa «ahora», y los simpáticos muchachos galos eran los alóbroges, no esos tan lúgubres que mencionas.
ResponderBorrarGracias por los textos.
Aliosha