viernes, febrero 21, 2025

Huida de Elba (14): Las cuitas de María Luisa




Efectivamente: los gestores del nuevo orden europeo, y muy particularmente el principal de ellos, que era Metternich, tenían ante sí la cuestión de si obligarían a Napoleón a divorciarse de una mujer que ya, propiamente, no podía ser su esposa. Aquello era lo que dictaba la lógica de una Europa de fuertes sentimientos religiosos como se gustaba concebir la coalición ganadora. Pero hubiera supuesto un escándalo de proporciones potencialmente tan dañinas que ni siquiera Metternich, a quien no solían dolerle prendas de meterse con unos Castellanos en cualquier charco cenagoso, se le hizo bola.

Para poder evitar esa valla, sin embargo, hacía falta que María Luisa repudiase a su marido por sí misma, por así decirlo. Como no estaba muy por la labor, lo primero que hicieron los austríacos, que la controlaban, fue hurtarle el hecho de que no iba a volver a ver a su esposo nunca más. Aprovechando que el doctor Corvisart le había recetado unas aguas, el emperador austriaco, de visita a María Luisa en Rambouillet (eran los tiempos anteriores a su traslado a Viena), la convenció de que en lugar de irse a Parma como ella quería, lo que le permitiría pasar por Elba, se quedase en Viena para tomar luego dichas aguas. María Luisa, que ya os he dicho que no era una persona de gran voluntad, lloró mucho, pero se plegó. Eso sí, tanto entonces como durante su primera estancia en Schönbrunn, le escribió innúmeras cartas a su marido. En mayo comenzó a exigir que, según el plan que se le había explicado, se programase su estancia en el balneario de Aix, tras la cual iría a Parma y a Elba. Se le retrucó que mejor esperase a partir a que el emperador estuviese en Viena para despedirla. Factor importante para lo mismo fue la reina Carolina de las Dos Sicilias, abuela de María Luisa, que estaba entonces en Viena.

Las largas duraron hasta mediados de junio; pero llegada esa época el año, en plena temporada de aguas, ya no había disculpa que valiese. Eso sí, los austríacos decidieron que el rey de Romanos se quedaría en  Schönbrunn; así como que con ella viajaría una “persona familiar” que le pudiera dar los consejos adecuados y, sobre todo, coscar disciplinadamente a la Corte hasta de las veces que se cambiaba el tampón. María Luisa deseaba ser acompañada por un capitán húngaro, el conde Karacsai. El Consejo de Estado estuvo de acuerdo pero el emperador, que no gustaba de tomar esas decisiones por sí mismo, buscó alguien que lo hiciera. Como Metternich no estaba en Viena, se lo encargó a Schwartzenberg, que presidía el llamado Consejo Áulico de Guerra del Imperio, hombre, además, de notorio odio antinapoleónico. Schwartzenberg, como he dicho un hombre naturalmente programado para rechazar, entendiese o no las razones, cualquier propuesta que proviniese de un Bonaparte, decidió que quien habría de viajar sería Niepperg.

Mi opinión particular es que aquella decisión del gobierno austríaco fue una decisión muy florentina. Lo diré de una forma alambicada y laberíntica para no herir sensibilidades: Schwartzenberg, y todos aquéllos que participaron de su decisión, estaban buscando que Niepperg se follase a María Luisa. El conde tenía, de aquella, 39 años. 39 años, en 1815, no era una edad provecta, pero ya no se podía uno decir bendito por las tenues aguas de la juventud. Pero no era el caso de Niepperg. Hombre de porte grácil, poseedor de una atractiva cabellera rubia, sus andares y presencias me hacen pensar en el hijo de la bruja mala de Shrek. Tenía un excelente don de gentes, en los bailes era el centro de todos los suspiros, entre otras cosas porque siempre se presentaba impresionantemente vestido con el uniforme de los húsares húngaros; un uniforme que parecía le habían cosido al cuerpo. Era, por lo demás, quizás el hombre más perito en buenas maneras y en eso que podríamos denominar el arte de la seducción que pululaba por aquella capital el mundo, que era la verdadera Champions League de los salones galantes. En su belleza tenía, incluso, ese punto de fealdad que tan atractivo hace a muchos hombres. Lo que en personas como James Dean era la bizquera, que hacía resaltar su rostro con una mirada extraña, en el caso de Niepperg era una herida de guerra que le había quemado un ojo. Para ocultar la lesión, llevaba una banda negra que le cruzaba la parte superior de la cabeza, otorgándole un aspecto de pirata que lo hacía más atractivo para muchas mujeres que otros hombres de rostro perfecto. Era, por lo demás, un hábil político que había sido ministro en Nápoles en 1813, donde había tratado de convencer a Murat de que su futuro residía en una posición decididamente pro austríaca. On top of that, era un afamado intérprete musical, algo que conspiraba para ganar el corazón de María Luisa, toda una melómana.

En Aix, aprovechando el hecho de que aquella villa se había declarado francesa, María Luisa vio poco a Neipperg, ya que estaba rodeada por los muchos galos que venían a verla. Muchos de los que fueron a verla la hablaron del proyecto de Fouchet, que había superado con mucho las habitaciones del viejo ministro de Napoleón; era, efectivamente, mucha gente que la que pensaba, en Francia, que la salida para el país era el reinado del Napoleón II niño, con una regencia en la que el puesto fundamental lo ocuparía su señora madre. María Luisa, sin embargo, les dejó a todos con la cabeza caliente y los pies fríos. Mujer al fin y al cabo, le costaba flaquear por el flanco por el que solemos flaquear muchos hombres: la incapacidad para entender nuestros límites. María Luisa sí que era consciente de dichos límites. Se sabía asténica, falta de apoyos de verdadera confianza, e incapaz para los complicados juegos políticos que durante mucho tiempo había visto jugar a su marido. Ser la sombra del emperador era una cosa; ser, ella misma, la emperatriz de facto, otra bastante más diferente. María Luisa, además, consideraba que, con el gobierno de Parma que en ese momento ambicionaba, desde luego no le tocaría el Gordo; pero sí la pedrea más beneficiosa a la que podía aspirar en sus circunstancias. En consecuencia, ella todo lo que quería era irse a Italia, a su pequeña finca, a pasar el resto de su vida dirimiendo conflictos de lindes o de acceso al agua de los arroyos; y, si fuere posible, viéndose con su marido de tanto en tanto.

Durante la estancia de María Luisa en Aix, ella y su marido se escribieron muchas cartas y, cuando menos, un enviado de Elba llegó a verla. Fue el entonces capitán Louis Marie Charles Huraut de Sorbée, que era oficial del batallón Napoleón de Elba y, además, estaba casado con una de las damas de servicio de María Luisa.

La convicción de la emperatriz era que, tras la estancia estival en Aix, ya no regresaría a lo que ella misma describía como “mi exilio en Schönbrunn”; de hecho, le escribió una carta al emperador austríaco solicitándole autorización para irse a Parma. Para su desencanto, recibió dos cartas: una primera de Metternich, una segunda del propio emperador, en las que, secamente, se le informaba de que las circunstancias políticas no hacían aconsejable que tomase el gobierno de Parma, del que ya se hablaba; así pues, debía regresar a la Casilla de Salida, para asistir a la clausura del Congreso. María Luisa carecía de medios para oponerse. En ese momento, dado que el hombre más cercano a María Luisa y verdadero asesor permanente de Napoleón, Claude François Meneval, se había marchado del lado de la emperatriz, Neipperg había comenzado a ganarse su confianza. Con el tiempo, sin embargo, lo que pasaría no sería tanto que Neipperg se ganase a María Luisa, como que María Luisa se lo ganó él pues, como ya hemos visto, el militar se convirtió en el más dedicado sustento de la emperatriz en sus reivindicaciones.

Desde Aix, María Luisa le escribió a Napoleón sus últimas cartas. Le informó de que, durante el viaje de vuelta por Suiza y el Tirol no podría escribirle. La verdad, es cierto que dicho traslado presentaba algunas dificultades para la comunicación, pero no definitivas. Esta actitud de María Luisa ha hecho que muchos historiadores se pregunten si lo mismo para entonces Neipperg ya se la estaba frotando y, por lo tanto, sus ganas de escribirle al consorte habían descendido de forma, por así decirlo, natural. Sea o no sea todo esto cierto, lo que sí lo es, es que, a su regreso a Viena, Metternich la presionó y le acabó arrancando el compromiso de cesar toda correspondencia con la isla de Elba.

Son muchos los historiadores, sobre todo franceses y sobre todo durante el propio siglo XIX, que tenía mucho más gusto por esta Historia de alcoba que los historiadores actuales, que dan la impresión de considerar que nada que no quepa en una hoja Excel es Historia; son muchos los historiadores, digo, que han escrito que fue Neipperg, mediando o no mediando introducción de pene, quien cambió a María Luisa. El atractivo militar tuerto era un muy buen conocedor de las sutilezas de la política austríaca; y, sin ese conocimiento, María Luisa nunca habría podido transitar el camino ciego que terminaba en el ducado de Parma. Por otro lado, la decisión fundamental que le abrió las puertas de su pequeño reino italiano, que no es otra que la renuncia a su hijo, es una decisión que apenas meses, si no semanas, antes de haberla tomado, parecía incapaz de tomar. Evidentemente, alguien la convenció. Y nadie estaba en condiciones de hacerlo aparte de Neipperg. María Luisa, además, le dijo a Metternich que no aceptaría ser la soberana de Lucca, porque en Lucca estaría demasiado cerca de la isla de Elba. Esto es algo que, muy probablemente, no pudo salir de su cacumen. O bien fue una aposición estratégica de la que le convenció su consejero; o bien es que, verdaderamente, ambos estaban ilusionándose con la perspectiva de vivir un tórrido romance en Parma.

Quién sí que se dio cuenta de las consecuencias de la decisión de absorber al hijo del emperador para convertirlo en un Maximiliano, por así decirlo, fue, lógicamente, su padre. Napoleón estaba mosca desde que se había enterado de que a su mujer, ya en Viena, le habían prohibido escribirle. Pero cuando se enteró de la carambola de Parma, lo comprendió todo. En conversación con Campbell, se quejó amargamente de la inhumanidad de una decisión basada en alejar a un niño de sus dos padres. Intimó al oficial británico a escribir a Castlereagh porque, dijo, quería una confirmación fiable de que Inglaterra apoyaba la decisión austríaca relativa a la familia Bonaparte.

El emperador, además, tenía otros motivos para el cabreo. El artículo III del Tratado de Fontainebleau establecía que el Estado francés subvencionaría a su emperador emérito con dos millones de francos anuales. El gobierno borbónico, sin embargo, sobre todo a causa de que estaba en las últimas económicamente como ya hemos visto, era renuente a cumplir con lo pactado; y faltar a la palabra dada, no debéis olvidarlo, no era ningún problema para ellos, pues, al fin y al cabo, eran franceses. En febrero de 1815, en Viena, tanto el zar Alejandro como Castlereagh se habían ido a ver a Talleyrand para decirle eso de ¡a pagar, a pagar! Talleyrand, sin mover un puto músculo, dijo sin reírse que, como llevaba cinco meses fuera de Francia, ya prácticamente no se sabía ni los afluentes del Sena; y le vino a decir a sus flamantes visitantes que no le parecía que, estando Italia como estaba, bullendo de carbonarios que la querían liar parda, quizás no era la mejor idea darle dinero a un señor al que, lo mismo, le daba por financiarlos.

De esta manera, los Borbones condenaron a Napoleón a vivir como creen que viven los nacionalistas catalanes. Napoleón desembarcó en Elba con 3.800.000 francos; en el corto espacio que estuvo allí antes de embarcarse, ya se había gastado la mitad; lo cual nos lleva a pensar que, de haber sido su gobierno en la isla tan largo como el resto de su vida, como esperaban sus carceleros, habría terminado más delgado que un adicto al fentanilo.

Todo esto, sin embargo, eran problemas ceteris paribus. Pero, como ya os he explicado, en realidad lo que toda Europa esperaba, en los primeros meses de 1815, no era tanto que Napoleón siguiese en Elba, sino que fuese finalmente trasladado a alguna otra isla más aislada en el océano. Muy especialmente, Talleyrand y Castlereagh eran los dos grandes impulsores de esta idea, mientras que Alejandro era su peor enemigo.

La oposición rusa hizo pensar a los franceses, ingleses y austríacos en algunas otras soluciones intermedias. Se habló, por ejemplo, del envío a Elba de una escuadra española. España presentaba una gran ventaja para los amiguitos de Viena, ya que, al contrario que ellos, era una nación que seguía en guerra con Napoleón; España, en efecto, no había ratificado el tratado de Fontainebleau. En consecuencia, se pensó en usar a España para acrecentar la condición de prisionero de Napoleón en Elba. Si los españoles se negaren, cosa que yo creo que entraba dentro de lo probable porque habría sido de gilipollas aceptar la zona sucia del Congreso de Viena sin contraprestación alguna en la zona limpia, las naciones preocupadas por controlar mejor al Bonaparte discutieron incluso la posibilidad de contratar a unos corsarios con tarifa plana. El dey de Argel, de hecho, le había dicho a los ingleses que había dado orden de intervenir cualquier barco que encontrasen con bandera de la isla de Elba; y que si por un casual Napoleón fuere en uno de esos barcos, habrían de apresarlo.

Hubo otras intentonas. Un tal Mariotti, que según Talleyrand era cónsul de Francia en Livorno, trató de ganarse al teniente Taillade, ése que os he dicho que mandaba sobre la magra flota de Elba. Por él se enteró que de Napoleón iba de cuando en cuando a la Pianosa, y que iba en el Inconstant. Según Mariotti, si se le pagaba a Taillade, éste podría hacerse con el barco en alguna de esas singladuras (cosa que no le costaría, puesto que lo comandaba) y llevar a Napoleón a la isla de Santa Margarita.

Todos estos planes se nutrían, de una manera o de otra, del odio hacia la persona de Napoleón. En Francia eran muchos los que pensaban que había sido un gran error respetarle la vida tras su derrota militar. En Italia, lo mismo que había carbonarios que lo admiraban, también había papistas que lo odiaban; y, de hecho, en Roma había varios grupos de monjes cuyo objetivo colectivo era apuñalar al hombre que había puesto al SumoPon de rodillas. Un coronel francés le escribió al conde de Artois proponiendo comprar a los gendarmes de Elba para que matasen a Napoleón. Existen testimonios, además, de que Bruslart, el activista de La Vendée, diseñó una operación para ir a Elba y cargarse al emperador.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario