La difícil restauración
Los exiliados
Una monarquía anárquica
Esto no durará
Soult
El affaire Raucourt
Ceguera borbónica
Una situación cada vez más deteriorada
La conspiración bonapartista sin Bonaparte
Viena
De nuevo, potencia mundial
Un balance discutible
El emperador de Liliput
Las cuitas de María Luisa
La partida
Diles que voy
El brazo de Talleyrand hubo de torcerse en el tema de Parma. Aquélla era, sin embargo, una lucha para él más vicaria que directa. Donde ya la cosa le era más directa, y consecuentemente se mostró más duro, era en el tema de Nápoles.
El jefe de Talleyrand, es decir el rey Luis XVIII, quería a Joachim Murat desalojado del trono a cualquier coste. Consideraba que mantener a aquel residuo del bonapartismo era muy peligroso. Lo consideraba un usurpador y, repetidas veces, en su correspondencia le recordó a Talleyrand que la cuestión de Murat era el delenda est Carthago de Francia en el Congreso de Viena.
Contaba el gobierno francés con una ventaja: Murat no tenía grandes apoyos en el Congreso. La mayoría de los aristócratas que cortaban el bacalao de la geopolítica europea de principios del siglo XIX lo consideraban un chavalote venido a más, y consideraban que situarlo en el gotha de las casas reales era un ultraje. Las cosas, sin embargo, no eran tan sencillas.
Nápoles, eso es cierto, tenía un rey legítimo. Era Fernando IV, intitulado rey de las dos Sicilias aunque, como sarcásticamente se recordaba en los cafés políticos de Europa, sólo reinaba en una de ellas. El problema residía en que, el 11 de enero de 1814, amparándose en el famoso “como sea” de los políticos y, consecuentemente, en un momento en el que todo lo que importaba en Viena era tirar a Napoleón, Murat le había arrancado a los austríacos una alianza, tratado en el que se preocupó muy mucho de que figurase un artículo garantizándole la plena soberanía sobre el reino napolitano. Murat, además, había honrado aquel pacto luchando contra los franceses. En consecuencia, se puede decir que se había preocupado de tener los deberes hechos, pensando que llegaría el día en que su monarquía sería puesta en solfa.
Rápidamente, el tema de Nápoles se convirtió en un diálogo de sordos entre Francia y Austria. Talleyrand visitaba a Metternich intimándole, hasta con violencia, la salida de Murat; a lo que el canciller austríaco oponía el vínculo de lo firmado. La situación llegó a tal punto que Talleyrand incluso alcanzó el punto de la ofensa ad hominem, dedicándose a distribuir por Viena la noticia (que, por otra parte, conocía toda Europa) de que Metternich y la mujer de Murat, Carolina Bonaparte, habían tenido vario embroques; y que, en consecuencia, no era a él a quien quería defender el austríaco, sino a su churri. [Tema colateral que daría para muchos desarrollos: las varias veces que Metternich sacó el sable de la vaina.]
Todo esto, sin embargo, son chorradas de Jorge Javier francés. Metternich, sosteniendo a Murat, no estaba sino haciendo lo que siempre hacía, que era proteger los intereses de su imperio. El principal escenario con que trabajaba Viena era que, en un momento u otro, acabaría teniendo una guerra contra Prusia y Rusia. En esa eventualidad, era obvio que debería concentrar todo lo gordo de sus tropas en Bohemia y Galitzia; y eso significaba dejar básicamente desguarnecido el teatro italiano. Italia, sin embargo, aunque todavía no había llegado al punto en que los piamonteses fueron capaces de acrisolar un montón de sentimientos en el patriotismo, sí que era, entonces, un territorio que estaba eternamente malquisto con el yugo austríaco; era un lugar que bullía de conspiradores violentos que, muy fácilmente, podían ver en Murat y en el reino de Nápoles (o en Napoleón) su elemento inspirador y su demiurgo. Nosotros, desde el balcón del futuro, sabemos que la chispa de la rebelión italiana no brotó del sur, sino del norte. Pero debéis asumir que eso, en los primeros años del siglo, estaba muy, pero muy lejos de ser evidente.
Metternich no estaba buscando otra cosa que evitar el peor escenario de una nación violenta o violentada: la guerra en dos frentes. Si era atacada al norte, quería la paz en el sur. Y para eso necesitaba que Murat fuese de su partida. Eso sí, tenía muy claro que, en el momento en que el Congreso evolucionase hacia un entorno de comprensión con Rusia, un entorno que alejaría la opción de una coalición oriental contra Austria, estaría encantado de romper lo pactado con Murat.
Todo esto lo tenía que saber Murat. Y, precisamente por eso, no acaba de entenderse que fuese él mismo quien le diese a Metternich la oportunidad de jiñarse de lo pactado si quería. El rey de Nápoles elaboró una nota en la que exigía a Talleyrand que explicase las intenciones de Francia respecto del tema de Nápoles, y asegurándole a Metternich que, en caso de guerra contra Francia, las tropas napolitanas entrarían en los ducados italianos; es decir, en territorio austríaco. Esta nota llegó a Viena a mediados de diciembre, cuando todavía se estaba discutiendo el tema de Sajonia, y puso muy nerviosos a los austríacos. Desde el primer momento, Metternich entendió que eso de pegarse con los franceses era una disculpita del niño Jesús, y que si Murat hacía lo prometido sería para presionar a los austríacos y tratar de echarlos del sur y centro de Italia. Precisamente por eso, Viena esperó hasta febrero de 1815, cuando el tema sajón se hubo cerrado, para contestar con una nota en la que Metternich afirmaba que el emperador consideraba que cualquier violación de territorio italiano sería considerado un casus belli. El Estado Mayor vienés, por aquellos días, envió 150.000 efectivos a Italia. Además, Castlereagh pasó por París y, allí, en compañía de Nicholas-Charles de Vincent, barón de Vincent y embajador en la capital francesa del imperio austríaco, se fue a ver a Luis XVIII para ofrecerle una entente para echar a Murat. El general francés, literalmente, había dejado de tener la utilidad que lo podría haber salvado.
El 5 de marzo, Luis XVIII le reenvió a Talleyrand la nota que Vincent le había preparado, con el mensaje de que había llegado el momento de descabezar aquella hidra. Dos semanas después de aquellas comunicaciones, Nápoles y Austria estaban en guerra.
Y estaba, por último, el temita de Napoleón. Talleyrand le escribía a su rey que había detectado una intención muy neta en el Congreso de sacar al ex emperador de Elba y mandarlo a algún lugar más remoto. Aparecían tres candidatos: la isla de Santa Lucía, la isla de Santa Elena, y las Azores. Como sabemos, Luis XVIII era un gran partisano de la isla atlántica portuguesa; entre otras cosas, porque sabía que también era la preferencia de los ingleses y de los austríacos. En esas circunstancias, el gran defensor del ex emperador en el Congreso fue el zar de Rusia, que tenía el prurito jurídico de cumplir el tratado de Fontainebleau. Éste, sin embargo, no fue el factor que hizo que el traslado de Napoleón se dilatase lo suficiente como para permitirle su regreso a Francia; fue, más bien, el hecho de concebir dicho traslado como íntimamente ligado a la operación Murat, por así llamarla, en términos de sucesión. Es decir: todo el mundo veía que, para poder sacar a Napoleón de Italia, hacía falta, primero, desalojar a Murat de Nápoles.
Talleyrand regresó de Viena convencido de que había hecho una labor histórica que sólo tres o cuatro titanes en la Historia de la humanidad podrían igualar, nunca mejorar. Pero, vaya, ésta era una opinión que tenía muy frecuentemente sobre sus actos este hombre que quintaesencia la figura del francés envanecido de sí mismo (algunos dirán: del francés a secas), del Macron de la vida, de ese tipo que verdaderamente cree que el mundo gira a su alrededor. La cosa es que no le faltaban argumentos para tan optimista balance. Había llegado a Viena para representar a una Francia rota, vencida, de rodillas ante Europa, y había conseguido regresar al club de las potencias que deciden. Además, por el camino había roto, en la vía de los hechos, la cuádruple alianza, que ahora, como os he dicho, era más un dos más dos que otra cosa. Había ayudado a apuntalar el trono de Federico Augusto, algo que estoy seguro que consideraba definitivo a la hora de poner freno a la pujanza prusiana (lo que demuestra que no conocía a Prusia). Pero todo esto, obviamente, tiene sus matices.
En primer lugar, Europa no podía vivir sin una Francia medianamente relevante. Una Francia en exceso debilitada generaba el fantasma de un Mediterráneo europeo que, en realidad, ninguno de los poderosos del continente controlaba; quizás con la única excepción de la alianza histórica que siempre ha existido entre portugueses e ingleses. Debéis entender que la obsesión de los hombres políticos del Congreso de Viena era poner los cimientos de un sistema geopolítico que cauterizase por completo la posibilidad de una nueva eclosión revolucionaria. A los hombres de Viena les preocupaba, en el corto plazo, Napoleón; pero, en el largo plazo, les preocupaban Danton, Marat y Robespierre.
Muy poquitos años después del Congreso de Viena, en los teatros de Madrid se cantaba ¡trágala, trágala, trágala, trágala, perro! en alusión a Fernando VI. Quienes tenían claro que el Mediterráneo europeo no se podía dejar al pairo de los tiempos tenían buenas razones para pensar así. España era un país destrozado por una guerra y crecientemente estragado por una antagonía que, formalmente, se concretaba en una querella dinástica que iba mucho, pero mucho, más allá. Italia, ya lo he dicho, era un avispero cuyo tapón habitual, el SumoPon, había quedado casi totalmente debilitado tras pasar por la turmix del bonapartismo. Si Francia, consecuentemente, caía en el mismo agujero negro, se abría la posibilidad, siquiera teórica, de que, algún día, alguien fuese capaz de aunar todos esos territorios bajo una sola bandera, más social que patriótica, y liarla parda de verdad. Por decirlo de una forma que acrecentará los sueños húmedos de los licenciados en Historia de izquierdas, la Europa de 1815, que ni de coña podía avizorar la llegada de un Karl Marx, sin embargo, ya lo temía.
Así pues, el gran mérito de Talleyrand: volver a colocar a Francia en la lista de las grandes potencias con derecho de veto (so to speak) se puede concebir, de alguna forma, como una fruta madura que tenía que caer del árbol. Hacía falta, en el montaje de Viena, alguien que pudiera, por así decirlo, levantar la leva de los Cien Mil Hijos de San Luis. El mérito de Talleyrand es tan cuestionable como el de De Gaulle siglo y medio después. ¿Regresó Francia al areópago del poder mundial porque el general era muy listo, o porque era un actor necesario en un determinado montaje y, además, poseía varias de las llaves de la caja fuerte que guardaba el sudoku de Asia oriental? Aquí pasa un poco lo mismo.
Luego está el hecho de que Talleyrand no rompió una coalición de intereses que nunca existió. Decir que Francia se las arregló para malquistar a Los Cuatro en el Congreso de Viena equivaldría a decir que Adolfo Suárez construyó la desconfianza entre comunistas y socialistas. Es obvio que la alentó apostando por unos y no por otros; pero jugaba en casa, porque esa desconfianza databa de los tiempos de la Guerra Civil, y en los años del exilio no había hecho otra cosa que ensancharse.
Por el camino, además, hay que tener en cuenta que el jugador de ajedrez Talleyrand había sacado todos esos beneficios a base de sacrificar a su reina: en Viena, la especial relación entre franceses y rusos se fue a la mierda. El zar Alejandro estaba convencido de que quien era un mentiroso, un maniobrero, un Macron de la vida, era Napoleón; en Viena aprendió que Francia es una nación de macrones, todos más o menos iguales. Él había llegado a Viena entendiendo que la palabra firmada es sagrada; que cuando uno va al notario de la Historia y rubrica tal o cual cosa, ha de cumplirla. Pero pronto descubrió que era prácticamente el único. Francia hizo todo lo posible por convencer a Rusia de que, puestos a confiar en mentirosos, lo suyo es arrimarse a los mentirosos que más poder tengan; por lo tanto, entre Francia por un lado y Austria-Inglaterra por el otro, si seguía ayudando a París, estaría haciendo el maula. Pocas décadas después, los franceses estarían bombardeando Sebastopol; pero debemos tener en cuenta que, como ocurre siempre, la Historia pudo escribirse de otra manera; quizá mejor, quizá peor. Pero, en todo caso, distinta.
Luego está el tema territorial. En el altar de los derechos del rey sajón y de la necesidad de negarle a Rusia el control de la Polonia toda, Francia sacrificó los terrenos de la rivera izquierda del Río Timbre y la posibilidad, que yo creo que fue bastante cierta, de extender sus fronteras a costa de Bélgica. En ese ámbito, acabó por firmar el pacto de 3 de enero de 1815, un pacto sinceramente ultrajante para un francés, según el cual, básicamente, la armada gala se convertía en una especie de ejército de marca blanca del Imperio Austríaco. Son esos momentos de justicia poética que tiene la Historia: el objetivo siempre buscado por Francia respecto de España ahora se convertía en la cucurbitácea que otro le introducía al francés por el orto.
Así pues, el balance de Francia en el Congreso de Viena, balance que es importante repasar porque no sólo se analiza en estas notas, sino que se discutió hasta la saciedad en los cafetines y en los salones galantes de París, de Lyon, de Rennes, de Nantes y de Marsella; el balance es, nunca mejor dicho, como en ese adagio que habla de que todo es según el color del cristal con que se mira. Los guardianes del honneur, de las apariencias nacionales e internacionales, podían estar contentos. Talleyrand regresaba de Viena con el carné de miembro del Club de los Poderosos en la mano. Los más finos analistas, sin embargo, tendían a fijarse en el precio que el país había pagado a cambio de ese carné. Francia seguía siendo un país empobrecido, con un presupuesto catastrófico, inserto en una crisis social gravísima; y, para colmo, había invertido su prestigio en guerras que ni le iban ni le venían (recordad que se llegó a hablar de entrar en conflicto armado por el tema de Sajonia) y había comprometido su ayuda a unos señores que estaban en la otra punta de Europa y cuyo principal interés era que la nación no levantase la barbilla del puto suelo. En suma, pues, el Congreso dio para todo. Dio para que Lo País dijese que había sido un éxito sin paliativos, como dio para que EDATV anunciase el fin definitivo de la nación francesa. En otras palabras, el principal problema, que era el enfrentamiento interno cainita del país, lejos de resolverse, se había agudizado.
Es por eso que todo el mundo empezó a hablar, unos con miedo, otros con esperanza, de que aquello sólo podía avanzar si regresaba Él. El prisionero de Elba.
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