La difícil restauración
Los exiliados
Una monarquía anárquica
Esto no durará
Soult
El affaire Raucourt
Ceguera borbónica
Una situación cada vez más deteriorada
La conspiración bonapartista sin Bonaparte
Viena
De nuevo, potencia mundial
Un balance discutible
El emperador de Liliput
Las cuitas de María Luisa
La partida
Diles que voy
En Francia todo el mundo se hacía pajas con el regreso de Napoleón; pero, como suele ocurrir en este tipo de situaciones, allí donde el infrascrito estaba: en la isla de Elba, el ambiente estaba muy lejos de registrar esa excitación. Bonaparte estaba rodeado de personas que elaboraron en esos días, o posteriormente, sus testimonios: Guillaume Joseph Roux Peyrusse, tesorero general de los asuntos en la isla; Vincent Foresi Elbois, despensero; coronel Neil Campbell, oficial de enlace inglés; el general Franz von Koller, barón Von Koller, asistente de Schwartzenberg y comisionado austríaco en la isla; el coronel, más tarde general, Charles Humbert Marie Vincent, responsable de las fortificaciones de la isla, al servicio de Francia (aunque dejó la isla en junio de 1814); André Pons de l'Herault, revolucionario francés que había compartido los destinos de Napoleón; Louis-Joseph-Narcise Marchand, el fidelísimo valet de chambre del emperador, que en 1814 apenas tenía 23 años (viviría 85) y que compartió también su destino; el conde milanés Antonio Litta Biumi; y, finalmente, Hugh Fortescue, segundo conde de Fortescue y normalmente conocido como Lord Ebrington ya que era vizconde de Ebrington. Todas estas personas, como digo, publicaron sus impresiones y diálogos con el emperador durante sus estancias en Elba; y ninguno describe a un Napoleón, en las últimas semanas del Congreso de Viena, pidiendo pista.
Napoleón Bonaparte, en ese momento, era, como lo apelaban, el emperador de un imperio de 8.000 hectáreas; y todo parecía apuntar a que se había resignado a pasar allí el resto de su vida.
Napoleón había desembarcado en Elba el 4 de mayo de 1814, entre los vítores de los locales. El día 7, hizo una larga excursión a caballo por sus dominios. Visitó las minas y las salinas, e inspeccionó las infraestructuras de defensa que se empezaban a construir. La isla de Elba estaba bajo la dominación francesa, y formaba una subprefectura del departamento del Mediterráneo, con capital en Livorno. Napoleón ascendió al subprefecto, llamado Balbi, a la condición de intendente de la isla; y al general Antoine Drouot lo nombró gobernador. Se puede decir, por lo tanto, que creó un pequeño gobierno, en el que Balbi llevaba los asuntos de interior, Drouot guerra, el general Henri-Gatien Bertrand en Exteriores, y Peyrusse las finanzas. A pesar de que todos los asuntos judiciales en la subprefectura eran, desde 1808, competencia de los tribunales florentinos, también creó su propia corte de casación. Asimismo, hizo diversos nombramientos menores y conservó otros, como el de Pons de l'Hérault, que ya era inspector de las minas locales. Otro de los militares que le fue fiel hasta el fin: Pierre Cambronne, fue nombrado comandante de la plaza de Porto-Ferraio, la villa de la isla.
Antes ya de la llegada de Napoleón, en la isla estaban tres batallones del 35 de línea y un batallón del regimiento colonial italiano. A su llegada, el emperador hizo saber que aceptaría los empleos de todos los suboficiales y soldados de estas unidades que deseasen permanecer a su servicio. Con la gente que se quedó formó un batallón, que sería conocido como primer batallón, batallón de chasseurs o, también muy comúnmente, el batallón corso. Como iba un poco corto, se completó con 400 fusileros, que fueron reclutados en la Toscana y, sobre todo, en Córcega. Entre los jóvenes de la propia isla se organizó un segundo batallón de 400 hombres, conocido como batallón franco o batallón de la isla. Asimismo, Napoleón tenía un escuadrón de caballeros polacos licenciados en Francia, más la guardia que el tratado de Fontainebleau le autorizaba a tener en la isla. Todas estas tropas estaban en Elba el 28 de mayo. Finalmente, los granaderos y chasseus formaron un batallón de 607 efectivos llamado batallón Napoleón. Los polacos, que tenían también algún que otro mameluco, fueron repartidos en dos compañías, una a caballo, la otra con el Land Rover de tres hebillas (tienes que haber hecho la mili en Infantería para entender esto último). El entonces coronel Pierre Antoine Anselme Jean Laurent Mallet fue nombrado comandante de los primeros; mientras que a los polacos les mandaba uno de los suyos, el comandante Jermanowski. Aquel ejército de Playmobil se completaba con 43 artilleros, 21 marinos, un pelotón de veteranos y tres brigadas de gendarmería. En total, unos 1.600 hombres al mando del militar que había comandado uno de los ejércitos más nutridos y poderosos de la Historia.
Los soldados de Napoleón, por otra parte, conservaron el uniforme de militares franceses. Sin embargo, lo que no llevaban era la escarapela borbónica. Para evitar problemas, llevaban la cocarde elbois, es decir, el distintivo de la propia isla, que era blanco y rojo, con unas abejas doradas en la diagonal roja. Napoleón adoptó para sí el viejo blasón de Cosme I, con el mismo diseño: fondo de plata con una banda de gules que recorren tres abejas doradas.
El buque Inconstant, con 16 cañones, que había sido cedido por Francia en Fontainebleau, otro con sólo un cañón, La Caroline, dos falúas propiedad de las minas: L'Abeille y La Mouche; el pequeño velero l'Etoile, que era una compra personal del emperador; y un pequeño buque más, conformaban la Marina de Napoleón, con 129 tripulantes, a las órdenes de un teniente de navío corso llamado Taillade.
Napoleón se tomó muy seriamente su nuevo gobierno. Se impuso como norma reformar aquel lugar. Sobre todo, actuó mucho sobre temas aduaneros y de comercio, tratando de abrir la isla al tráfico de mercancías. Reformó la organización de las salinas y abrió un lazareto, reorganizó la estructura sanitaria, y levantó un teatro. Asimismo, plantó viñedos, pavimentó la capital y mejoró su infraestructura de aguas.
Incapaz de negarse a su natural conquistador, Napoleón se fijó en la isla de Pianosa, situada al suroeste de la isla de Elba; la tomó y fortificó, y tenía el plan de poblarla con colonos que se beneficiarían de una serie de obras de irrigación. Asimismo, reparó las vías de comunicación existentes, bastante deficientes, y creó cinco nuevas. Se pasaba los días haciendo excursiones a caballo para comprobar cómo iban todas las obras que había ordenado.
La inquietud del emperador en la isla de Elba queda demostrada por el dato de la cantidad de residencias distintas que tuvo durante una estancia que habría de ser tan breve. Primero residió, lógicamente, en el Hôtel de Ville. Pero pronto se mudó a la Palazzina dei Mulini, situada en la parte alta de Porto-Ferraio. Napoleón hizo restaurar aquella casa y, sobre todo, ampliarla, construyendo, entre otras cosas, un gran salón de baile. Pero al mismo tiempo, Napoleón ordenó que le adecentasen a su gusto el llamado castillo de Porto-Longone (construido, por cierto, por un rey español que se llamaba como el actual), donde proyectó su residencia de verano. Asimismo, compró, en un valle de la isla, una granja conocida como San Martino, transformada en residencia en la campiña. Asimismo, Napoleón exigió tener un lugar donde quedarse que estuviese cerca de las minas de Río. Además, durante una excursión que hizo al monte Capanna, que con sus 800 metros es el punto más elevado de la isla, conoció un castañar en la zona, no lejos de una iglesia conocida como La Madonna de Marciana. Encantado con el lugar, también ordenó que le levantasen allí una residencia, con cinco piezas y una cocina. El 18 de septiembre, compró el istmo del cabo Stella, al sur de la isla, para hacerse allí un coto de caza que debería haber estado aislado por un largo muro.
Napoleón firmaba sus decretos empereur et souverain de l'ile d'Elbe. La duda que siempre nos quedará, a pesar de los muchos testimonios que como digo se escribieron de aquellos momentos, es si todo aquello era la fachada construida por un hombre que, como en la canción de Serrat, se había ido pensando en volver, y lo que estaba haciendo era afectar que ya todo se la sudaba; o, realmente, era la intención sincera de alguien consciente de que había jugado sus cartas, y había terminado con una mano perdedora.
Lo cierto es que el enfoque que adoptó, es decir su decisión de intitularse emperador de una pequeña isla, le hicieron pensar que tenía que tener una Corte. La suya también fue liliputiense y estuvo, básicamente, formada por 13 oficiales de servicio en la isla, con los que se reunía casi todas las tardes en Mulini para jugar al reversi. Por lo demás, seguía siendo el mismo. Neil Campbell se quedó muy sorprendido cuando una vez, ante un grupo de varias decenas de mujeres locales, Napoleón reconoció a una de ellas que, una vez, le había cosido unos rotos en un uniforme. El emperador, efectivamente, seguía tirando absolutamente a todo lo que se movía. En enero y febrero de 1815, celebró, en su palacio y en el nuevo teatro, seis grandes bailes, de los cuales dos fueron de máscaras; lo cual nos da la pista de que, de haber seguido allí, probablemente la vida en la isla habría sido un no parar.
La madre del empe y su hermana Paulina se reunieron con él en Elba; la primera el 2 de agosto, la segunda el 30 de septiembre de 1814. Ellas dos, junto con Bertrand, Drouot, Cambronne, Mallet, Jermanowski, Pons, Lapi y Campbell, se convirtieron en la “alta sociedad” de Elba que tenía frecuentes relaciones con el emperador. Había, eso sí, gentes que iban y venían, como Lord William Henry Cavendish-Bentinck, normalmente conocido como Lord Bentinck porque tampoco hay que abusar. Sobre todo, lo que hubo fue mucho turista raruno. La personalidad del emperador, y el hecho de que se corriese por Europa la voz de que estaba muerto de asco en una isla donde estaba encantado de recibir a gente para charlar, hizo que mucha gente con posibles decidiese pasar temporadas en Porto-Ferraio. Un noruego llamado Jorgen von Cappelen Knudtzon, que era un conocido mecenas en su país, estuvo en Elba para visitar al empe. Así como un consejero de Estado prusiano llamado Klamproth. A Napoleón lo visitó por aquella época un iluminado que había inventado una aldea portátil que pretendía instalar en la Pianosa, así como conspiradores genoveses y milaneses en buen número, que le ofrecían levantar a Italia entera. Y muchas mujeres que acudían mesmerizadas por la figura del sex symbol de su tiempo. No es de extrañar que Napoleón acabase por ordenar el levantamiento de un amplio albergue en Porto-Ferraio.
El 14 de mayo, Koller dejó la isla. Algunos días más tarde, Campbell informó al emperador de que le quedaban dos telediarios. En realidad, no quería irse, pero por alguna razón que no he logrado averiguar, estaba malquisto porque pensaba que Napoleón creía que lo quería gobernar. Así que era la típica postura de “si no soy bienvenido, me voy y santas pascuas”. Bertrand tuvo que decirle que el emperador le apreciaba mucho, y que le encantaría que se quedase. La anécdota la cuento porque, aunque como digo no termina de estar claro, hay signos de que hubo sus más y sus menos en Elba. Fontainebleau había establecido con claridad que Napoleón sería el dueño y señor de la isla, pudiendo gobernarla como le pluguiese; pero al mismo tiempo establecía figuras como la de Campbell, que estaban allí para vigilarle. Es lógico que se planteasen roces, aunque todo hace indicar que ninguna de las partes tuvo nunca deseos de que la sangre llegase al río.
En sus primeros meses en Elba, la gran ilusión de Napoleón era la convicción de que su mujer y su hijo podrían reunirse con él pronto. Sobre todo cuando a María Luisa le fue ofrecida Parma en el Congreso de Viena, estaba convencido de que su mujer residiría allí, con frecuentes escapaditas a la isla. La razón fundamental de sus ilusiones era que en Fontainebleau nadie había hablado de que la pareja tuviese que estar separada. Napoleón entendía, y yo creo que entendía bien, que en el espíritu del tratado estaba el respeto al principio de que podía seguir ejerciendo de marido y de padre. Así las cosas, el emperador hizo construir habitaciones para María Luisa en el palacio de los Mulini.
Tan convencido estaba Napoleón de que a principios de septiembre su mujer estaría con él, que el 15 de agosto, cuando con ocasión de las fiestas locales se lanzaban fuegos artificiales, ordenó que se guardasen para dicha llegada.
El 1 de septiembre, en una isla tan pequeña todo dios se enteró de la noticia: en la bahía de Marciana, una mujer acompañada de un niño muy pequeño había desembarcado en total secreto, había sido recogida por Napoleón, y se había ido con él a la residencia de La Madone. Todo el mundo, por supuesto, concluyó que la misteriosa visitante era María Luisa. Los habitantes, como en Bienvenido Mr. Marshall, se aplicaron a embellecer Porto-Ferraio, y desempolvaron los petardos y fuegos de artificio que habían guardado por orden de su emperador para tan grande ocasión. Sin embargo, no hubo celebración. Peyrusse nos informa de que, para sorpresa de propios y extraños, Napoleón regresó a Porto-Ferraio solo. Con los días, se acabó sabiendo que la misteriosa visitante había sido la condesa María Laczynska, más conocida por su nombre de casada María Walewska, la amante del emperador.
Genio y figura.
Estas cosas, de todas formas, han sido siempre, y son, más normales de lo que parece; en los entornos del poder, además, se suelen perdonar mucho más que entre plebeyos como nosotros. María Luisa, que obviamente sabía bien el mandril con el que se había casado, tenía sin embargo tantas ganas de reunirse con él como él de que lo hiciera. En parte porque lo que le importaba era el poder, en parte, también, porque era consciente de que la mejor manera de controlar los devaneos de su marido era estar cerca de él, María Luisa le decía a todo el mundo que su obligación era estar al lado de su consorte. Como ya sabemos, sin embargo, el Congreso de Viena había utilizado el tema de Parma para hacer lo que realmente quería hacer: disolver la dinastía Bonaparte; evitar la pervivencia de una referencia que todavía era extremadamente popular en Francia, más incluso que los Borbones, que no dejan de ser unos tipos que han necesitado dos siglos de hostias para darse cuenta de que hay que tener un buen jefe de Prensa, y todavía están en entenderlo del todo. La decisión estaba tomada: Napoleón gobernaría una puta isla hasta su muerte; su mujer gobernaría un condado italiano hasta su muerte; y su hijo no sería rey ni leches en vinagre. Sería príncipe imperial toda su vida, con residencia en Viena, y su destino estaba ahora básicamente en manos de la mujer del emperador, María Luisa de Austria-Este. Dicho destino, era, según concebía ella, ser un noble austríaco de pura cepa o, mejor, un obispo. Desde abril de 1815, María Luisa estaba estrechamente vigilada, y gobernada, por el comisario de los aliados, el conde Andrei Petrovitch Shuvalov. El reencuentro no era una opción.
Sin embargo, quedaba una cuestión. Si no se iban a reencontrar, ¿deberían divorciarse?
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