La difícil restauración
Los exiliados
Una monarquía anárquica
Esto no durará
Soult
El affaire Raucourt
Ceguera borbónica
Una situación cada vez más deteriorada
La conspiración bonapartista sin Bonaparte
Viena
De nuevo, potencia mundial
Un balance discutible
El emperador de Liliput
Las cuitas de María Luisa
La partida
Diles que voy
En Elba, Napoleón tenía una información más que razonable de todas estas amenazas. Y no lo veía como el peor de los destinos. Solía decir: “Yo soy un soldado; a quien pretenda asesinarme, le ofreceré mi pecho desnudo; pero lo que no quiero es ser deportado”. A pesar de esta declaración genérica y simbólica, lo cierto es que los militares que estaban con el ex emperador trabajaron desde el principio para generar una especie de red de inteligencia que previese cualquier tipo de atentado. Toda persona que desembarcaba en la isla tenía que presentar su pasaporte en la comisaría, indicar dónde iba a residir, y pasar por un interrogatorio.
A pesar de todos estos controles, a mediados de diciembre de 1814, Napoleón recibió una extraña visita de un personaje desconocido que le hizo al emperador una notaría precisa de los resultados del Congreso de Viena. Además, tres fragatas francesas: la Néreide, la Fleur de Lys y la Melpomène, aparecieron delante de la isla. Porto-Ferraio quedó aislada y las tropas interiores fueron colocadas en estado de máxima alarma.
Todo el mundo en la isla esperaba un bombardeo de la misma. Sin embargo, a pesar de un peligro tan cercanamente percibido, los habitantes de la isla querían que Napoleón siguiese siendo su soberano. Napoleón trataba de tranquilizar los ánimos afirmando: “yo quiero vivir como un juez de paz; el emperador Napoleón está muerto”. El ex emperador había adoptado por divisa Napoleo ubicumque felix, Napoleón es feliz en cualquier parte. Sin embargo, todo era, en buena medida, farfolla; o, como decimos hoy en día, una inventada. Eso sí, no hay que reprocharle la doblez a Napoleón. Al fin y al cabo, Luis XVIII lo estaba ahogando económicamente, el imperio austríaco había secuestrado a su hijo y alejado a su mujer, los ingleses estaban buscando un punto remoto en el culo del mundo para enviarlo, y Talleyrand no le hacía ascos a la idea de que terminase asesinado. A menudo olvidamos que somos nosotros los que no le dejamos otra alternativa a Gru que ser un villano.
Gracias a las misteriosas deposiciones de información, todo hace indicar que Napoleón, por lo demás, estaba perfectamente informado de las disensiones existentes entre las potencias que eran responsables de su presente y de su futuro. Por ello, juzgaba que su situación no era tan desesperada. En Francia, el descrédito de los Borbones, siempre tan hábiles a la hora de desacreditarse, iba en aumento. Europa, por lo demás, amenazaba ruptura y guerra.
Todo esto, en una personalidad como la del corso, tenía que quintaesenciarse en un renacimiento de sus ambiciones. Todo parece indicar que éstas estaban ahí ya a mediados de diciembre. En esas fechas, por ejemplo, Campbell creyó percibir que el prisionero de Elba lo evitaba más de lo normal, como si quisiera librarse de su vigilancia. Sin embargo, en todo lo tocante a la salida de la isla, Napoleón no hizo ningún movimiento aparente hasta mediados de febrero. Pero había cosas. De repente, casi de la nada, Napoleón y Murat parecieron reconciliarse, y se abrió una corriente regular de correspondencia entre Elba y Nápoles. Por lo demás, la isla se llenó de “visitantes” italianos. Pero el objetivo no era Francia. El rumor de moda hablaba de un levantamiento general anti austríaco en Italia, bajo el grito de Liberté et Napoleón! Llegada la primavera de 1815, se hablaba de un desembarco de Napoleón; pero en la Toscana o, tal vez, en los Estados romanos. Esos mismos analistas, consideraban que lo magro de las fuerzas con que contaba Napoleón, así como su necesitada situación financiera; el hecho de que los franceses habían cortocircuitado todos los posibles canales de comunicación con los principales emplazamientos militares franceses, hacía que se considerase simplemente imposible una operación contra Francia.
Pero las cosas acabaron por pasar. El día 12 o 13 de febrero, eso no se sabe muy bien, un simple marinero teóricamente italiano desembarcó en Elba. Aquel marino italiano era, en realidad, un francés disfrazado: Pierre Alexandre Fleury du Chaboulon. Pedro había sido auditor del Consejo de Estado, y en enero de 1814 había sido subprefecto de Château Salins; luego fue nombrado subprefecto de Reims cuando la ciudad fue recobrada de manos de los rusos. A la llegada de los Borbones, había dimitido de sus cargos. Era, pues, un bonapartista cerrado, una charo napoleónica de puta madre.
Chaboulon tenía galones. En 1814 se había ganado la cruz del mérito, y el mariscal Ney le había bautizado l'intrepide sous-prefet. Sin embargo, fue a Elba por su cuenta y riesgo, sin estar apuntado a ningún grupo más o menos organizado y, sobre todo, sin mediar contacto alguno con Napoleón. Por lo tanto, no estaba nada seguro de que el ex emperador lo fuese a recibir. Pero conocía personalmente al primer duque de Bassano, Hugues-Bernard Maret, así que se presentó a él. Este contacto se produjo a mediados de enero; un momento en el que, debo recordaros, las chorradas de Soult, los prolegómenos de la ceremonia fúnebre de Luis XVI, la perspectiva de una guerra en Europa en la que Francia sólo tendría que perder, y las bravuconadas de los emigrados, estaban poniendo el país en el punto de ebullición.
Fue Fleury quien le contó a Napoleón que en Francia había un proyecto (o varios) encaminado a dar un golpe de Estado y establecer una Regencia; es decir, puso a Napoleón justo en la posición mental en la que Fouché no lo quería. Napoleón, como era de esperar, contestó que una regencia sólo sería necesaria si él estuviese muerto.
Como Talleyrand y Fouché habían temido, las noticias de la posibilidad de la colocación de su hijo y de su esposa, a la que lógicamente consideraba apenas un dron del Imperio austríaco, hizo que Napoleón, si en algún momento, que tampoco está claro, podía haber pensado en un desembarco en Italia que lo pudiera convertir en el soberano de una península reagrupada, cambió radicalmente su punto de vista y decidió que adonde tenía que ir, era a Francia.
En las horas siguientes, Napoleón se vio de nuevo con Fleury. Le confió su idea de que el objetivo debía de ser Francia; sin embargo, no le dio ningún detalle sobre el plan de batalla que estaba empezando a pergeñar dentro de su cabeza y, sobre todo, le ocultó el dato de que pensaba marcharse de Elba en apenas unos días. La misma tarde de esa entrevista, Fleury dejó la isla.
Esto pudo pasar el 14 o el 15 de febrero. El 16, unas horas después de la partida de Fleury pues, Napoleón comenzó los preparativos de su expedición. Fue enviando órdenes a Drouot en el sentido de tener preparados a los soldados y de disfrazar uno de los bricks de la flota de Elba para que pareciera un navío inglés. Todo tenía que estar listo para zarpar el 24 o 25 de aquel mismo mes.
Las órdenes de Napoleón fueron aprovisionar el brick para alimentar a 120 hombres durante tres meses. Esta orden siempre ha inquietado a los historiadores. Ni de coña se tarda tres meses desde Elba hasta las costas de Francia, no digamos ya las de Italia. Un plazo tan largo ha hecho pensar a muchos intérpretes que, tal vez, Napoleón estaba pensando en un Plan B: si la navegación por el Mediterráneo se le ponía sobaco de grillo, quizás podría tirar hacia el Atlántico, viajar hacia las posesiones americanas, y allí alimentar una rebelión.
Aparte de Napoleón, el general Drouot era la única persona que estaba en el secreto, y eso sólo desde el 18 o el 19, que fue el día en que Napoleón se sinceró con él. El general, disciplinado, cumplió con todas y cada una de las órdenes de su jefe; pero lo hizo siempre intimándole para que se olvidase de sus proyectos.
Una cosa así, sin embargo, no se puede preparar sin que haya signos evidentes que hasta el más tonto sabe leer. El hecho de que estuviesen petando el brick de provisiones, la movilización de soldados, los ejercicios repentinamente constantes y exigentes, el retorno desde la isla de la Pianosa de todos los caballos de la caballería polaca, hicieron pensar a muchos, si no a todos, que allí se estaba cociendo todo un plato de arroz. Se comenzó a distribuir el rumor de que una división napolitana había entrado en la Toscana, y que el proyecto de Napoleón era desembarcar en Italia para unirse a ella.
Un factor había decidido a Napoleón para llevar a cabo sus planes a finales de febrero: el día 16, Campbell abandonó la isla, y no estaba previsto que regresase en unas dos semanas. Por ello, el ex emperador fijó la partida para el 26 como muy tarde. Sin embargo, había un problema: en la noche del 23 al 24, una fragata inglesa, The Partridge, tenía previsto amarrar en el puerto para reabastecerse. Inmediatamente se pensó en que los marinos de la guardia, acompañados por dos o tres compañías de granaderos, podrían abordar la fragata una vez surta y hacerse con ella. La idea, sin embargo, no le gustaba nada a Napoleón. Él contaba con la solidaridad inglesa hacia su movimiento, supongo que por lo que suponía de ponerle algún freno al excesivo crecimiento del poder austríaco en el continente; y, por lo tanto, cuanto más lo pensaba, más le preocupaba realizar un acto de agresión contra un activo inglés. Para su tranquilidad, el 24 le informaron de que el comandante de la nave británica, el capitán Adye, tenía la intención de hacerse a la mar rápidamente. De hecho, en cuanto la fragata británica levó anclas y traspasó los límites del puerto de Porto-Ferraio, se decretó el embargo de todos los barcos que estaban en el mismo. Inmediatamente se enviaron mensajes a toda la isla, prohibiendo el embarque de cualquier persona, incluso los pescadores. Las autoridades policiales cesaron la expedición de pasaportes, y todas las autoridades civiles se reunieron en la tarde-noche de aquel 24.
Al día siguiente, 25, los granaderos amanecieron patrullando las calles de las villas, y las costas. Para entonces, ya se hablaba abiertamente de la partida inmediata. En unos sitios se afirmaba que el emperador iba a Francia; en otros, que a Italia. Al contrario de sus costumbres, Napoleón se ha quedado ese día en sus habitaciones. Allí estaba doblado sobre la mesa de escritura, preparando el texto de tres proclamas. Las dos primeras estaban dirigidas al pueblo francés y a sus fuerzas armadas, respectivamente; la tercera estaba supuestamente dirigida por la guardia imperial hacia el conjunto de generales y altos mandos. Las tres piezas fueron impresas aquella tarde y noche de forma secreta. En paralelo, Napoleón trabajó en cuatro decretos: uno sobre Córcega, otro para destituir al “infame Bruslart”; y otros dos con nombramientos de oficiales. Y dos proclamaciones más, destinadas al ejército y al pueblo de Córcega.
La teórica elaborada por Napoleón en estos textos era sencilla: si había sido derrotado, ello se debía únicamente al concurso de la traición. Según él, sin Pierre François Charles Augereau, duque de Castiglione; y sin el duque de Ragusa, Auguste Frédéric Louis Viesse de Marmont, los aliados habrían sido derrotados al entrar en suelo francés. Afirmaba que había abdicado por el bien del país, pero que los Borbones, que recordaba eran unos soberanos impuestos por poderes extranjeros, n'avaient rien appris ni rien oublié; no habían aprendido ni olvidado nada. Una frase muy estudiada para explotar el sentimiento social francés, bastante generalizado, en el sentido de que el reloj de lo pasado ya no se podía parar, mucho menos atrasar. Los Borbones, acusaba Napoleón, querían sustituir el derecho popular con el derecho feudal; algo que, en realidad, no era del todo verdad; pero tampoco era del todo mentira.
Y continuaba: Francia no tenía peores enemigos que aquéllos que, dentro del país, consideraban que los viejos soldados de la revolución y del Imperio eran rebeldes, no eran franceses merecedores de respeto. Muy pronto, venía a decir, en Francia ya no quedarían más personas dignas de reconocimiento que aquéllas que habían levantado sus armas contra su propio país. Hábilmente, sin embargo, se aplicaba a sí mismo el bálsamo que pretendía aplicar a los demás y, así, escribió: “Franceses, he entendido en mi exilio vuestras quejas y vuestros deseos: vosotros reclamaréis el gobierno que escojáis, que es el único legítimo”. La solución plebiscitaria, pues; una solución que propugnaba porque estaba totalmente convencido de que la iba a ganar. De esta manera, podía aseverar: j'arrive reprende mes droits qui son les vôtres. Si voy, es para recuperar mis derechos, que son los vuestros. Una típica jugada de político moderno, pues: identificar los intereses personales a los del pueblo a los que dices servir, en el marco de un esquema en el que, para empezar, tú te llevas lo tuyo; y, en lo relativo de darle a la gente lo suyo, bueno, eso ya lo iremos viendo (y escribo esto porque en su manifiesto, el ex emperador pudo ofrecer una fecha tentativa para esa consulta al pueblo de Francia, pero no lo hizo; porque nunca lo hacen y, cuando lo hacen, lo incumplen).
El 26 de febrero ya no quedaba en la isla de Elba alguien que no supiera que Napoleón se marchaba; aunque todavía no se conocía la fecha. Era domingo, y el momento que relatamos es de buena mañana: a las nueve. A esa hora el ex emperador oyó misa y, tras el acto religioso, pasó revista a unas tropas. El batallón corso hizo unos movimientos delante de él. Después se retiró a Mulini (Napoleón; no el regimiento).
A eso de las once de la mañana, Cambronne advirtió a los oficiales que la tropa cenaría a las cuatro de la tarde y que embarcaría a las cinco. A mediodía, es decir una media hora después, el batallón franco y la guardia nacional tomaron prácticamente todos los puestos en el puerto y en la ciudad. En ese momento, todo el mundo tuvo claras dos cosas: la primera, que la sopa que se anunciaba para las cuatro de la tarde, muy probablemente, estaría más improvisada que cocinada; y, dos, que las tan esperadas novedades estaban, ya, a punto de producirse.
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