miércoles, enero 29, 2020

Partos (18: Asinai, Anilai, y su señora esposa)

Otras partes sobre los partos

Los súbditos de Seleuco
Tirídates y Artabano
Fraates y su hermano
Mitrídates
El ocaso de la Siria seléucida
Y los escitas dijeron: you will not give, I'll take
Roma entra en la ecuación
El vuelo indiferente de Sanatroeces
Craso
La altivez de Craso, la inteligencia de Orodes, la doblez de Abgaro y Publio el tonto'l'culo
... y Craso tuvo, por fin, su cabeza llena de oro
Pacoro el chavalote
Roma, expulsada de Asia durante un rato
Antonio se enfanga en Asia
Fraataces el chulito
Vonones el pijo
Artabano

A pesar de que sin ninguna duda Artabano recuperó el poder sobre la nación parta, eso no parece que se correspondiese con la convicción por parte del de nuevo rey de reyes en el sentido de que podía revivir sus aspiraciones armenias, o realizar cualquier acto que viniese a significar una venganza antirromana por el apoyo del Imperio hacia Tirídates. Dejó, pues, que Mitrídates el iberiano siguiese dominando el teatro armenio, y nadie se acercó por el Éufrates para tratar de echar de allí a Vitelio.

Era éste un punto en el que se juntaron el hambre con las ganas de comer, pues, al mismo tiempo, el mayor deseo de Tiberio era poder comunicar al Senado que la guerra con los partos se había terminado, por lo que, rápidamente, se inclinó por alcanzar algún tipo de tratado con el hombre al que había intentado bajar del trono. Vitelio, siguiendo sus instrucciones, invitó a Artabano a celebrar una entrevista en el Éufrates más o menos en la Navidad del 36. Como suele ocurrir en toda negociación en la que ambas partes están que no defecan por llegar a un acuerdo, éste se produjo rápidamente, y de forma satisfactoria para todos. El principal pacto fue aquél por el cual Roma renunció a intervenir en la política interior parta, por así decirlo; a cambio de que Partia dejase en paz el tema armenio. Como garantía del pacto, Artabano envió a su hijo Darío y a otros nobles partos a Roma.

En el intermedio de que estos términos se firmaban y llegaban a Roma para ser conocidos por el Senado, Tiberio falleció y fue sustituido por Cayo Calígula. De esta manera, el acuerdo con los partos, que fue juzgado con los mejores epítetos en la metrópoli, se convirtió en uno de los primeros golpes de buena prensa del nuevo emperador, quien inmediatamente se lo adscribió como un éxito político de su gestión; la verdad es que no había tocado pito en el tema, pero, ¿cuántas veces no pasa lo mismo?

A la paz de Partia contribuyó, además, el hecho de que la propia Partia no permaneció quieta y, por lo tanto, alguno de sus territorios dio problemas de los que hubo que ocuparse.

En aquel tiempo, como consecuencia lógica de los movimientos naturales o forzados de los siglos anteriores, en todo el teatro asiático se podían encontrar muchas colonias judías; por supuesto en Babilonia, donde habían estado exiliados en los tiempos de Nebuchadnezar, pero también en Armenia, Media, Susiana, etc. Los judíos tenían entonces, algo que también sabemos por la historia de Moisés, la característica de ser el pueblo asiático que probablemente generaba un crecimiento demográfico más intenso en poco tiempo. Los judíos, efectivamente, solían tener más hijos que nadie, lo cual quiere decir que, normalmente, cuando se establecían en un territorio, normalmente lo hacían de forma más o menos modesta al principio; pero, pasados los años, se convertían, como poco, en una fuerza significativa.

Los partos, aparentemente, se inspiraron en el estatus que tenían los judíos en otros territorios asiáticos, como la actual Turquía, donde disfrutaban de razonables niveles de autonomía, y también se los concedieron en los territorios de su administración. Los judíos, pues, eran una comunidad distinguida como tal, que recaudaba su propio tesoro e, incluso tenía algunas ciudades donde, si no eran los únicos habitantes, desde luego eran el colectivo dominante. Es claro que los partos juzgaron que los judíos eran mucho más de fiar que los sirios y griegos que residían en sus estados, y no se cortaron en dejarlo ver. La cosa, pues, iba bien. Pero no duró.

Dos jóvenes hermanos judíos, Asinai y Anilai, ambos nacidos en Nearda, la ciudad donde la comunidad judía tenía su tesoro, estaban empleados en una pequeña fábrica cuyo dueño, aparentemente, los trató sin respetar adecuadamente el Estatuto Parto de los Trabajadores. Ante estos hechos, los dos hermanos resolvieron pedir el finiquito y cambiar de oficio: serían ladrones. Debían de ser dos chavalotes bastante echados para delante, porque el caso es que, no mucho tiempo más tarde de su paso al Lado Oscuro, se habían convertido en los líderes de una pequeña banda de maleantes.

La banda de Asinai y Anilai se convirtió en una pequeña Cosa Nostra. Cobraba impuestos revolucionarios de los habitantes de su zona, y atacaba a las caravanas para exigirles pago por su seguridad. El tema finalmente llegó a la capital provincial, Babilonia, y provocó que el sátrapa de la provincia decidiese ir contra ellos. La intención del babilonio era atacar a los judíos en sabbath, consciente de que no pelearían; pero parece que a aquellos hebreos (como a muchos otros después de ellos) esas disquisiciones litúrgicas no les importaban. De hecho, fueron informados de las intenciones de su atacante, así pues fueron ellos los que lo asediaron y vencieron.

Aunque los relatos de este tema nos pintan a Asinai y Anilai como los líderes de una especie de patota de ladrones, la cosa debía de ser bastante más que eso, porque el hecho es que, cuando Artabano fue informado del fracaso del sátrapa de Babilonia, tomó la decisión de negociar con los judíos. Mi idea personal es que, tal vez, los dos ladrones contaban con el apoyo de muchos hebreos, dispuestos a ver cualquier agresión sobre sus personas como un ultraje a su religión (un truco del almendruco muy habitual entre ultranacionalistas, ultrarreligiosos y otras formas de talibanismo). El caso es que Artabano invitó a una entrevista a su palacio a los dos jóvenes y, una vez allí, le concedió al mayor de ellos, Asinai, la satrapía babilónica.

La verdad es que, inicialmente, el tema funcionó bastante mejor que bien. Asinai gobernaría Babilonia durante los quince años siguientes y, a decir de las crónicas, lo hizo con equilibrio y sin secuestrarse la neurona. Pasados esos años de estabilidad, sin embargo, ocurrió algo. Anilai se encoñó con la hija de un noble parto quien probablemente era el comandante del ejército parto situado en Babilonia. Parece que al suegro lo escandalizó la posibilidad de que su hija se fuese a casar con un perro judío, así pues mandó al chaval a freír gárgaras. Anilai, recordando sus años de rustler, formó una patota, se fue a por el padre y lo mató. Luego se casó con su churri, a la que no parece que le afectase mucho la muerte de su padre.

El matrimonio, sin embargo, habría de traer problemas. Los judíos, ya se sabe, son muy suyos. Su religión es la verdadera sí o sí; es una religión intolerante con otras religiones precisamente por eso y, al mismo tiempo, resulta extremadamente complicada de respetar para quien no se ha criado desde niño en sus sutilezas y exigencias. La mujer de Anilai se integró en la comunidad judía de su marido, pero conservó sus ídolos partos y, lo que es más, no se recataba de difundirlos.

La señora, por lo demás, debía de ser una mandona de cojones, pues, no contenta con dominar a su marido Anilai y con nadar contracorriente, religiosamente hablando, en una comunidad tan cohesionada como la judía, también se puso como tarea mangonear la vida de su cuñado Asinai. Empezó a comerle la oreja con que tenía que divorciarse, sin que os pueda explicar los motivos de esa posición; pero algo muy relacionado con el juego de poder tenía que estar en juego, porque el caso es que la tipa, cuando el virrey de Babilonia le dejó claro que no pensaba hacerle ni puto caso, revolvió cargárselo; así pues, lo envenenó, y el poder pasó a manos de su hermano cachoperro, Anilai.

Si Asinai, claramente, se había quedado contento con dominar Babilonia y gobernarla, ésa no era la forma que tenía de ver las cosas Anilai (y, probablemente, su señora esposa). Poco tiempo después de convertirse en el sátrapa de Babilonia, el ex Curro Jiménez judío mesopotámico resolvió atacar a Mitrídates, que era el sátrapa de una provincia vecina. Y que era, además, caza mayor: auténtico megistán parto, estaba casado con una hija de Artabano, así pues, de su pene salían arsácidas.

En una acción sorpresa en plena noche (debo recordaros que los partos nunca peleaban de noche; pero a lo judíos, en cambio, Elohim no les ha dicho todavía nada sobre el particular), Anilai rodeó a la tropa de Mitrídates e hizo prisionero al propio comandante en jefe. Lo humilló bastante, dándole manos de hostias y eso, pero ni siquiera Anilai era tan tonto como para cargárselo; finalmente lo devolvió. La mujer de Mitrídates se sentía tan humillada por todo aquello que no paró hasta que su marido, que tal vez hubiera preferido acostarse a dormir un rato, formó otro ejército.

Éste fue el momento, ese momento que siempre llega salvo que te llames Julio o Alejandro, en el que el siempre victorioso comete un error. Anilai debería, a juicio de muchos historiadores, esperar a su enemigo en los pantanos donde se encontraba; pero, por razones que yo creo que nunca sabremos, decidió enfrentarlo a campo abierto. Para hacerlo, sometió a sus tropas a una marcha bajo el sol tras la que acabaron todos laminados. Como consecuencia, fue vencido en la batalla; pero supo escapar con efectivos suficientes como para empezar una serie brutal de razzias en Babilonia (obsérvese la moral del chaval: Babilonia no le había hecho nada, salvo someterse a su gobierno).

Los babilonios intentaron negociar. Enviaron una delegación a los judíos de Nearda, patriarcas por lo tanto de Anilai, para intentar llegar a algún tipo de acuerdo. Los neardenses, sin embargo, o no pudieron, o no quisieron, hacer nada. Finalmente, los babilonios recibieron informaciones precisas de la situación del campamento de quien todavía era formalmente su gobernador, y allí que se fueron en la noche y lo atacaron. Les practicaron la circuncisión a la altura de la nuez.

El problema, en realidad, estriba en que, una vez que hicieron eso, los babilonios ya no se pararon, y la tomaron con todos los judíos. Fue, ciertamente, una posición exagerada; pero no olvidemos que muy a menudo, en cualquier conflicto nacional, racial o religioso, siempre aparece la figura del tibio, del típico civil colaborante que dice eso de “yo no soy de ETA, pero tenéis que entender que...” Las comunidades judías, por lo general, siempre han jugado ese papel, y eso es lo que muchas veces les ha perdido. Anilai iba de villa en villa robando, quemando y violando, y los judíos, probablemente, le decían a sus vecinos babilonios que sí, que era un cabrón; pero que, claro, creía en Elohim y blablabla.

Los babilonios, pues, se dirigieron, con sus espadas manchadas con la sangre del tracto respiratorio de Anilai, a por los barrios judíos de sus propias ciudades. Evidentemente, los hebreos no podían presentar resistencia, entre otras cosas porque acababan de perder al único general que tenían. Así pues, hicieron lo único que podían hacer, y emigraron en masa a Seleucia. Allí vivieron en relativa paz cinco años, pero en el año 40, los problemas regresaron. De nuevo, los judíos que habían quedado en Babilonia volvieron a ser hostigados, aunque no se sabe muy bien si es que les sobrevino una epidemia, y también emigraron a Seleucia. Sin embargo, en Seleucia algo debió pasar, porque el tradicional juego de fuerzas: sirios y judíos juntos contra los griegos, se rompió, y los enemigos legendarios, sirios y griegos, se unieron contra los hebreos, de los que hicieron una matanza que pudo llegar a las 50.000 personas. Por ello huyeron a Ctesiphon, pero allí también fueron atacados, por lo que, finalmente, los hebreos hubieron de establecerse en aquellas ciudades que ocupaban ellos en exclusiva.

Como vemos, el tema judío tuvo ocupado a Artabano más o menos hasta el año 40. Y se puede pensar, con estos periodos de tiempo, que ya se había consolidado definitivamente como rey de reyes. Sin embargo, no era así. Artabano, la verdad, era, con bastante probabilidad, un mal gobernante. No se le daba bien tener paciencia con sus súbditos y entenderse, entenderse, lo que se dice entenderse, sólo se entendía con cachoburros y gente como los hermanitos hebreos. Por lo tanto, aunque obviamente nos falta muchísima información, cabe imaginarse que debió de ser el típico gobernante rocapollas que, cuanto más lógica y razonada era la petición que se le presentaba, más tendencia tenía a decir que no.

En estas consecuencias, lo normal es que sólo sea cuestión de tiempo que las cosas se te tuerzan. Artabano, probablemente, no era de esa opinión. Pero la mecánica de las cosas es la mecánica de las cosas.

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