miércoles, mayo 01, 2019

El cisma (9: la vía conciliar se abre camino)

Sermones ya pasados

La declaración de Salamanca
El tablero ibérico
Castilla cambia de rey, y el Papado de papas
Via cessionis, via iustitiae y sustracción de obediencia
La embajada de los tres reyes
La vuelta al redil
No todo, sin embargo, habría de ponerse en contra de los intereses del Papa cismático. El 25 de diciembre de 1406, sin haber podido completar sus diseños de alta política hacia la paz en la cristiandad, el rey castellano Enrique falleció. Detrás de él quedó Juan II, que entonces era un niño, y que por lo tanto tuvo que apoyarse en una regencia, formada por dos personajes de la Corte ajenos y enfrentados prácticamente en todo: Catalina de Lancaster y Fernando de Antequera. Sin embargo, si en algo la Alencastre y Antequera estaban de acuerdo era en su aviñonismo acérrimo. Esto convirtió a Alfonso Egea, el flamante arzobispo de Sevilla, en el gran muñidor de la política religiosa castellana.

Las cosas se concretaron bien pronto. Pedro de Luna, el sobrino epónimo del Papa, aquél que había sido nombrado desde Francia arzobispo de Toledo en paralelo a otro nombramiento por parte del rey castellano, fue finalmente promovido para la sede primada, probablemente merced a los apliques en tal sentido montados por Catalina. En el fondo de aquella actitud está el hecho de que ambos regentes tenían la sensación de que le sería más fácil para ellos colmar sus intereses a través del cercano Papa aviñonés que del lejano y encabronado pontífice de Roma. Sabemos, en este sentido, que Catalina le envió rápidamente una embajada a Pedro de Luna, formada por fray Fernando García, prior de Medina; y Juan Rodríguez, que lo era de Husillos. Ambos frailes llevaban una carta de Catalina repleta de peticiones que no conocemos, aunque sí conocemos la respuesta afirmativa de De Luna.

Por su parte, el infante Fernando de Antequera tenía también su propio memorial de necesidades, la principal de ellas el maestrazgo de la Orden de Santiago para su hijo, lo cual suponía poner en sus manos la maquinaria económica más poderosa de Castilla en aquellos tiempos. Fernando, pues, envió una primera embajada a la corte pontificia trashumante ya en el mes de julio de 1407, concretada en la persona del arcediano de Alcor, aunque el verdadero muñidor de la misión fue Egea. En 1409 todavía hubo una segunda, llevada por Gonzalo Sánchez, oidor de la Audiencia. Llevó Sánchez, por lo que sabemos, un largo documento jurídico que trataba de justificar que se pudiera otorgar el nombramiento en la Orden a Enrique, hijo de Fernando, a pesar de que sólo contaba con ocho años de edad.

La via cessionis, sin embargo, seguía su curso. Ya he dicho anteriormente que Angelo Corario, el jefe de la sede romana, era bastante más aguililla que sus antecesores; eso se vio, entre otras cosas, en que no se quedó contento con pararse en medio del conflicto, esperando que otros lo resolviesen. En enero de 1407 llegó a Marsella una embajada gregoriana que buscaba concertar con el Papa aragonés el lugar y condiciones de la reunión que ambos pontífices deberían sostener. El 21 de abril se firmó finalmente un acuerdo por el que el encuentro sería la festividad de San Miguel, en septiembre de dicho año; y el lugar, Savona. Cada uno de los contertulios podría llevar consigo a su colegio de cardenales, veinticinco prelados, doce teólogos y doce canonistas. La fiesta, por parte marsellesa, la pagó Castilla, puesto que sabemos que el Papa De Luna estaba sur la paille y que debió pedirle a la Corte castellana unos cuantos óbolos para poder hacer el viaje.

Finalmente, Benedicto XIII salió de Marsella en agosto de 1407 y entró en Savona el 24 de septiembre, a piques pues de comenzar ya la cita preparada. Sin embargo, los romanos no estaban ahí, razón por la cual la fecha para las discusiones hubo de ser aplazada al 2 de noviembre. En dicha fecha, sin embargo, la delegación de Roma todavía no se había dejado ver. Entonces llegaron algunos legados del Papa romano proponiendo nuevas condiciones para el diálogo, entre ellas, sobre todo, el cambio de sede a Portoveneris; Pedro de Luna las aceptó. Así pues, el Papa Luna pasó la Navidad en Génova y estaba en Portoveneris el 4 de enero de 1408. Jaime de Prades, uno de los generales del ejército aragonés, junto con una tropa de escolta, lo rodeaba casi en todo momento.

El Papa romano se estableció en Lucca el 27 de enero de 1408, y entre ambas poblaciones comenzó a producirse el inevitable tráfico de legados por ambas partes para negociar esto y aquello. En realidad, sin embargo, ya no había una sola negociación, sino dos. Corario, en realidad, se había pasado de frenada, literalmente. Había puesto tantos problemas a la celebración del coloquio, actitud ésta que había caído sobre suelo fértil porque si a algo eran aficionados los aviñoneses era a poner piedras en el camino constantemente, que en ambas curias la sensación era ya bastante clara en el sentido de que la via cessionis iba a ser la vía de la mierda.

En ese ambiente, comenzó a germinar una idea que ya había aparecido en el pasado y que volvería a aparecer en el futuro: la idea de que la Iglesia se gobierna por un Papa, pero eso no quiere decir exactamente que el Papa sea la máxima autoridad de la misma. Quienes hayan sido tan pacientes como para leerse la serie que aquí hemos escrito sobre el concilio de Trento sabrán bien de qué hablo. En momentos de especial distress en la Iglesia católica, sobre todo momentos en los cuales el caos es tal que los prelados comienzan a barruntarse que tal vez la gente normal y los reyes acaben por darse cuenta de que les están contando un cuento de puta madre a cambio del cual están cediendo enormes parcelas de poder y de riqueza; en momentos así, digo, los prelados, los obispos y cardenales, suelen tener ataques de pragmatismo en los que se dan cuenta de que si su santo padre o sus santos padres son unos conas, ellos no tienen por qué seguirlos; porque ellos no siguen al Papa sino que siguen a Cristo (esto es lo que han dicho a lo largo de la Historia; en realidad, lo más exacto es sustituir el concepto “Cristo” por el concepto “más que razonable modo de vida”).

Históricamente, la mayor defensora del concepto de que el Papa bien puede ser un tonto a las tres y que por lo tanto hay elementos superiores sobre él (como los concilios, donde ya es más difícil que un imbécil se lleve el gato al agua), ha sido la Iglesia francesa. Esto no es casualidad porque la Iglesia francesa siempre ha tenido muchas ganas de convertirse precisamente en eso: una Iglesia francesa. Así las cosas, a nadie ha de extrañar que fuesen los prelados franceses desplazados a Italia los que empezasen a pasear una idea un tanto revolucionaria pero, como digo, no tanto para quien se sepa bien la Historia de la Iglesia: ¿qué tal si nos reunimos nosotros y dejamos a estos dos gilipollas a su bola? Se convocaría, pues, un concilio que, como primera providencia, cesaría a ambos papas; para, a continuación, elegir a un nuevo Vicario de Cristo.

Esto, en puridad, no es nuevo. No era más que la vía concilii, esto es, el DEFCON 1 ya definido por los sorboneros parisinos en San Maturino. Lo cual lleva a pensar que, más que probablemente, todo lo que hemos relatado no era sino un camino sabiamente trazado por gentes de la Corte parisina, que no se veían nada cómodos con una situación que amenazaba con impulsar un conflicto bélico a las primeras de cambio.

Cuando Gregorio XII, perdiendo los adarmes de pragmatismo con que había llegado al Papado romano, y escuchando los cantos de sirena del rey Ladislao de Nápoles, que le prestó las tropas, regresó a Roma para controlarla militarmemente y, al fin y a la postre, se negó a ir a Portoveneris, los partidarios de la convocatoria de un nuevo concilio se hicieron fuertes dentro de la cristiandad.

El gesto de Gregorio, de hecho, lo cambió todo. Paradójicamente, las monarquías europeas, que llevaban años buscando inútilmente la forma de concertarse en alguna posición única, ahora la encontraron al reaccionar ante el caos que se había creado. La primavera de 1408 se caracterizó, claramente, por desatar una auténtica cascada de protestas desde todas las Cortes temporales contra las Cortes espirituales, las de ambos papas, por haber prolongado una situación tan difícil. En la medida que pudieron, las grandes monarquías tardomedievales europeas monitorizaron un proceso de rebelión conciliar contra la situación. La Curia cardenalicia de Gregorio XII, situada en Pisa; y la de Pedro de Luna, que había sentado sus papadas en Livorno, comenzaron unas negociaciones directas y a espaldas de sus jefes para convocar un concilio. De Luna, de hecho, envió a varios de sus fieles seguidores a Livorno y pudo comprobar, desalentado, que la cosa no era ningún fuego artificial: la intención de las curias era defender la reforma in capite et in membris. La cúpula de la Iglesia, o si lo preferís porque es mejor hacerlo así, los directores y subdirectores de la estructura económica más favorecida con ingresos y gabelas del mundo entero, habían llegado a la conclusión de que si la pelea entre Roma y Aviñón seguía un año más, podía llegar un momento en el que la gente comenzase a decirse, atizada por sus reyes, que para rezarle a Dios no hacen falta intermediarios, que los pecados bien pueden quedar lavados por un sincero acto de contricción privado (todas esas cosas que la Iglesia acabó por reconocer, y eso arrastrando el escroto, en el Vaticano II); y que, consecuentemente, lo mismo algún día les daba por recuperar lo que era suyo. Porque eso de que es de Dios, en fin...

Benedicto intentó, pues, inmediatamente, zanjar el asunto con elegancia. Así pues, convocó un concilio cismático en Perpignan, en la fiesta de Todos los Santos de 1408; pero, por si acaso, juzgando que en Francia ya no estaba del todo seguro, corrió a refugiarse allí donde sabía que lo respetaban más, esto es, en el reino de Aragón. Los cardenales disidentes de su línea, sin embargo, habían convocado un concilio por su cuenta, para el 25 de marzo de 1409, en Pisa.

Para que vea mi paciente lector el tipo de cosas que se estaban ventilando en esta pelea presuntamente teológica y tal, tomemos el ejemplo de uno de los, hasta entonces, más afamados partidarios de Aviñón en Castilla: Pedro de Frías, antiguo obispo de Osma. Frías fue uno de los firmantes de la convocatoria de concilio disidente. Se conocen con bastante exactitud los motivos de esta fuga. Estando en Génova, Frías había negociado con el patriarca de Alejandría, Simón Cramaud, porque éste, que hablaba en nombre del rey francés Carlos VI, le había invitado a trasladarse a París para convertirse allí en un campeón de la causa del cese del Papa a cuyo apoyo había dedicado su vida hasta entonces. ¿Argumentaba Cramaud altos conceptos e intereses teológicos, la justicia de los cánones sobre la organización de la Iglesia? Pues no: le dijo a Frías que, si desertaba, recibiría en Francia el doble de rentas que perdería en España.

Así pues, no os vayáis a pensar de que ahí, en la cúpula de las discusiones eclesiales, se hablaba del bien de los fieles o de lo que era más o menos compatible con la doctrina de Jesucristo. La verdad, siempre he pensado que el símbolo de Nicea, éste que nos dice que Jesús era de la misma naturaleza que el Padre, es un enfoque erróneo. El pobre Jesús sería hijo de Dios pero, claramente, cuando se hizo hombre, adquirió algunas de las características del dicho género, entre ellas la de meter la pata. Y la metió, y bien que la metió, el día que obró el milagro de los bollos y las caballas. Ese día, Jesús, que no midió bien sus pasos, le enseñó a su grey que, bajo su paraguas, todo el monte es orgasmo y la nevera siempre está llena. Aquí de lo que se hablaba, pues, era de seguir teniendo el congelador lleno de filetes; y fue sólo la sensación de que el momio se podía ir a tomar por saco lo que hizo que los canonistas de turno, ésos que lo mismo te justifican la guerra santa que la necesidad de chuparse un pie cada mañana a las siete y cuarto, se movilizasen.

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