lunes, febrero 12, 2024

Cruzadas (11): La difícil labor de Godofredo de Bouillon

Deus vult
Unos comienzos difíciles
Peregrinos en patota
Nicea y Dorylaeum
Raimondo, Godofredo y Bohemondo
El milagro de la lanza
Balduino y Tancredo
Una expedición con freno y marcha atrás
Jerusalén es nuestra
Decidiendo una corona
La difícil labor de Godofredo de Bouillon
Jerusalén será para quien la tenga más larga
La cruzada 2.0
Hat trick del sultán selyúcida y el rey danisménida
Bohemondo pilla la condicional
Las últimas jornadas del gran cruzado
La muerte de Raimondo y el regreso del otro Balduino
Relevo generacional
La muerte de Balduino I de Jerusalén
Peligro y consolidación
Bohemondo II, el chavalote sanguíneo que se hizo un James Dean
El rey ha muerto, viva el rey
Turismundo, toca las campanas, que comenzó el sermón del Patriarca
The bitch is back
Las ambiciones incumplidas de Juan Commeno
La pérdida de Edesa
Antioquía (casi) perdida
Reinaldo el cachoburro
Bailando con griegos
Amalrico en Egipto
El rey leproso
La desgraciada muerte de Guillermo Espada Larga
Un senescal y un condestable enfrentados, dos mujeres que se odian y un patriarca de la Iglesia que no para de follar y robar
La reina coronada a pelo puta por un vividor follador
Hattin
La caída de Jerusalén
De Federico Barbarroja a Conrado de Montferrat
Game over
El repugnante episodio constantinopolitano  


Godofredo, de todas formas, quiso dejar meridianamente claro que el estatus que aceptaba no era propiamente el de un rey. Quiso llamarse algo así como guardián del Santo Sepulcro y dejó claro que no pretendía ejercer un poder omnímodo. Pero ni eso le sirvió. El conde de Toulouse retuvo el control de la ciudadela de la ciudad; Godofredo se la demandó, pero el obstinado provenzal prestó oídos sordos hasta que, finalmente, acorralado por la realidad, aceptó a regañadientes cederle la torre a un tercero, el obispo de Albara, Pedro de Narbona. Probablemente lo hizo imaginando que podría montar algún tipo de celada, pues el obispo era provenzal como él. Sin embargo, días después el clérigo le entregó la ciudad a Godofredo, lo que provocó que Raimondo abandonase teatralmente Jerusalén, acompañado por sus mesnadas, anunciando su presunta intención de regresar a sus tierras europeas.

Godofredo había hecho, básicamente, lo que tenía que hacer. Tanto para él como casi para cualquiera era evidente que con el conde de Toulouse metido en la ciudad, sería imposible construir un reino de Jerusalén razonablemente unificado en sus poderes y jerarquía; aunque, como hemos de ver, fallaría al no darse cuenta de que estaba dándole demasiado poder a la Iglesia. Quitándose el problema de Raimondo de en medio, Godofredo podría centrarse en el problema fundamental para él, que obviamente eran los musulmanes. Nadie esperaba que el califa fatimí de El Cairo se quedase quieto después de lo que había pasado. Es posible que al-Afdal por sí mismo hubiera sido proclive a tomarse las cosas con tranquilidad, pues las crónicas vienen a sugerirnos que era algo así como un musulmán de baja intensidad; sin embargo, pronto se encontró con un clamor en todas las grandes ciudades del orbe islámico, algo que le sirvió para darse perfecta cuenta de que no se entendería una falta de iniciativa por su parte.

Así las cosas, apenas tres semanas tras la caída de Jerusalén, un poderoso ejército egipcio, al frente del cual se situó el propio armenio, estaba acampado en Ascalón, a tiro de lapo de Jerusalén.

A Godofredo le costó reunir a todos sus partidarios, que andaban ya un poco dispersos y haciendo cada uno la paz por su cuenta. Una vez que lo consiguió, marchó al encuentro del musulmán. Siendo el cristiano un ejército mucho menos numeroso que el musulmán, Godofredo tenía claro que todo se basaría en la sorpresa. Los cruzados, efectivamente, atacaron en ambos flancos y por el centro, a la vez, y de forma inesperada, en una estrategia que se asemeja a la de la persona que, en una pelea callejera, le arrea a su contrincante una patada en los cojones antes de que la pelea en sí haya comenzado. Al-Afdal apenas se pudo refugiar en Ascalón, desde donde saldría por barco hacia Egipto días después. Buena parte de la armada musulmana fue empujada hacia el mar, donde se ahogó. Otros se refugiaron en un gran bosque de sicomoros, que fue quemado por los francos, causando un elevado número de bajas.

El ejército egipcio quedó laminado en apenas unas horas. Aquella victoria hizo mucho más que la propia toma de Jerusalén a la hora de construir el mito de una armada cruzada completamente invencible.

Los cruzados, de hecho, asediaron Ascalón, contando con que los relatos de la matanza de islámicos perpetrada en Jerusalén servirían para ablandar las conciencias de los residentes. La ciudad de Ascalón, de hecho, se mostró pronta a la rendición, aunque con una condición, pero, eso sí, una condición que a Godofredo le sentó a cuerno quemado: noticiosos de que era el único que había mantenido la promesa de respetar la vida de quien se le rindió, los ascaloneses sólo querían rendirse ante Raimondo de Saint-Gilles. Godofredo le dejó claro a su hermano de fe que Ascalón formaba parte del caudal relicto del guardián del Santo Sepulcro, así pues que no podía hacer suya la ciudad. Mosqueado, el provenzal levantó campo y se marchó con sus tropas; y ni siquiera fue él solo, sino que también los dos Robertos, de Flandes y de Normandía, probablemente mosqueados ante las intenciones centralizadoras de poder exhibidas por su compañero Godofredo, también levantaron campo. 

El resultado fue que Ascalón no se rindió y, de hecho, permanecería medio siglo más siendo una ciudad musulmana. No fue el único caso, por lo demás. La también cercana ciudad de Asuf fue asediada por Raimondo, quien comenzó a negociar la rendición con los locales. En eso llegó Godofredo, quien le dijo a Raimondo que no era quién para negociar una rendición por sí mismo. El de Saint-Gilles, por toda reacción, levantó campo y se marchó, pero no sin decirle antes a los locales de la ciudad que no se les ocurriese rendirse a aquel piernas, que apenas tenía tropas. El tema de Arsuf llegó a estar tan absurdamente enconado que faltó el canto de un duro para construir una escena en la que los asombrados habitantes de una ciudad musulmana son testigos de cómo dos ejércitos cristianos se enfrentan entre ellos. Finalmente, sin embargo, a través de la paciente labor de los obispos, prevaleció la racionalidad, y en las almenas de Arsuf pudo verse la bandera de Godofredo. Raimondo de Saint-Gilles acabó por darse cuenta de que si quería construir su propio reino tendría que alejarse de la ciudad santa y galopar hacia el norte de Siria.

La actitud de Raimondo marcó la victoria y, a la vez, la derrota de Godofredo de Bouillon. Los dos Robertos, que aparentemente eran los que menos ganas tenían de crear nuevos reinos asiáticos, pues consideraban que sus posesiones seguían estando en sus casas, comenzaron a decir que ellos ya habían culminado la peregrinación que un día habían comenzado y que, consecuentemente, estaba llegando el momento de coger el AVE de regreso a casa. Por otra parte, como acabamos de ver, Raimondo de Saint-Gilles, en el mismo momento en que le quedó claro que no sería el oligarca de Jerusalén, perdió todo interés por aquella ciudad y se aprestó a buscar nuevos horizontes. De todos los barones, el único que se avino a jurar pleitesía al duque de la Baja Lorena como guardián del Santo Sepulcro fue Tancredo. El fondo de todo aquello era la situación obvia de que la mayoría de los barones, Tancredo incluso, nunca habrían aceptado en Europa ser vasallos de alguien como Godofredo. Ellos se habían traído a Asia sus costumbres y sus jerarquías y, por lo tanto, aceptar ahora al de la Baja Lorena como su rey era algo totalmente inaceptable. De hecho, aunque los escritores contemporáneos ponderan la piedad y la capacidad de compromiso de Tancredo, lo más cierto es, probablemente, que decidió quedarse en Jerusalén a las órdenes de Godofredo tan sólo porque apenas tenía tropas propias.

En la práctica, todo esto supuso que Godofredo tuvo que enfrentarse con la realidad de que disponía con apenas unos centenares de esforzados caballeros a la hora de defender y administrar Jerusalén. Bohemondo y Balduino, los otros dos grandes líderes militares que podrían haber reforzado a la tropa cruzada, estaban en Antioquía y Edesa, respectivamente, sacando adelante sus propios proyectos de poder personal. Godofredo, en la práctica, dependía de que los dos Robertos cumplieran lo que le prometieron, es decir, que, una vez en Europa, relatarían la situación especialmente complicada en la que se encontraba el Jerusalén cristiano; y en que el Papa lanzase una nueva fetua contra los musulmanes que generase una nueva peregrinación.

La sociedad formada por Godofredo y Tancredo, por otra parte, no funcionó nada mal. En los primeros meses tras la toma de la ciudad, subyugaron Galilea. Finalizando el 1099, eran suyos Belén, Hebrón,. Ramleh, Lida, Jaffa, Nablús, Haifa, Tiberias y Nazaret. Aquello fue eficiencia suya pero, sobre todo, pasividad del enemigo. Ni el visir egipcio, duramente castigado en la última batalla; ni el rey de Damasco; ni el sultán persa estaban en condiciones, o tenían ganas de levantar ejércitos contra los cruzados en ese momento. Los cruzados, además, contaron con refuerzos pisanos y genoveses, que desembarcaron en esos meses con la misión fundamental de proteger los puertos sirios en manos cristianas, enviados por sus repúblicas, que tenían fuertes intereses en el mantenimiento de esas rutas comerciales, y financiados por el Papa. Incluso puertos que no habían caído en manos cristianas, como Ascalón. Cesarea o Acre, alcanzaron acuerdos con Godofredo; esto quiere decir que el rey de Jerusalén, cada vez más, se estaba convirtiendo tan sólo en otro señor feudal de la zona, capaz de alcanzar acuerdos comerciales y de colaboración con sus vecinos musulmanes. Probablemente, Godofredo no tenía otra estrategia que llevar a cabo; debilitado por el hecho de que sus propios compañeros no le hiciesen demasiado caso, era obvio que tenía que mantener unas relaciones adecuadas con los señores musulmanes de Palestina.

El reinado de Godofredo, sin embargo, fue breve. Murió el 18 de julio del año 1100, apenas un año después de haber alcanzado la magistratura hierosolimitana. Para entonces, el principal aliado cristiano del guardián del Santo Sepulcro era, sin ningún lugar a dudas, la Iglesia. Durante el año que había reinado, el duque de la Baja Lorena había tenido que administrar un reino que no era un reino, pues él apenas controlaba la mitad de su extensión; y eso suponía haber tenido una existencia de constantes escaramuzas y problemas logísticos que hacía que hubiese vivido literalmente obsesionado con el tema de los pertrechos y los soldados. Esto le había hecho totalmente dependiente de la Iglesia, que era la que de alguna manera podía impulsar y financiar la llegada de refuerzos. Guillermo de Tiro afirma en sus escritos, y es algo que se tiene por altamente probable, que, en consecuencia, Godofredo había testado el reino de Jerusalén en favor de la propia Iglesia, con lo que la ciudad y la Torre de David había quedado en herencia para el patriarca de Jerusalén.

Esta decisión se enmarcaba dentro de la pelea que se había producido entre la grey cruzada tras la toma de Jerusalén, y de la que ya hemos enseñado algunos síntomas. Los obispos y arzobispos que acompañaban a la expedición cruzada siempre habían considerado que aquella expedición era una expedición teocrática y, consecuentemente, exactamente igual que en Roma mandaba Dios, en Jerusalén las cosas no podían ser de otra manera. Jerusalén, pues, no podía ser sino del PasPas, y formar parte de los Estados Pontificios Francisquitos.

El problema para todos, pero sobre todo para la Iglesia que quería llevar a cabo su proyecto de poder, era que el hombre que debería haber llevado a cabo ese proyecto; el hombre que, de hecho, estaba más que probablemente designado para ello desde el principio: Adhemar de Monteuil, estaba muerto. Sin Adhemar, la Iglesia perdía al único alto prelado ante el cual todos los barones doblaban la rodilla. Y, además, estaba el pequeño problema de que la mayoría de los barones cruzados estaba bastante mosqueada con Francisquito. Las cosas como son, una vez que había lanzado todo aquel mojo, Urbano había perdido el interés por la cruzada, tal vez desalentado por las primeras cartas que le fueron llegando, relatando avances más lentos de lo esperado y la siempre difícil relación con los bizantinos. Es muy probable que llegase un momento en el que Urbano incluso llegase a sospechar que, tal vez, había montado un momio que a quien verdaderamente iba a beneficiar era a la Iglesia ortodoxa griega. Sea por lo que sea, lo cierto es que su pasión perdió tracción; y, de hecho, cuando a la muerte de Adhemar los cruzados le pidieron que se pusiera él mismo, o un legado, al frente de la movida, no hizo nada. Le pasó el marrón a las repúblicas italianas, pues sabía que tenían un interés muy claro en fortalecer la instauración de puntos comerciales en la costa asiática; pero él, personalmente, se quitó de en medio. Deus vult, pero no tanto, vaya.

Como ya sabéis, cuando los cruzados estaban acercando las narices a Jerusalén, Urbano, en realidad, la estaba roscando. Pascual II, su sucesor, parece ser que llegó sabiendo de las cruzadas más o menos lo mismo que sabía de cíber seguridad; con lo que optó por dejar a los prelados presentes en Jerusalén libres de actuar a su bola, sintiéndose él incapaz de darles instrucciones con conocimiento.

Estos clérigos, de los cuales el más influyente era Arnulfo, obispo de Marturano, tenían por obvio objetivo mantener la ciudad de Jerusalén en poder de Roma. Esto, sin embargo, suponía colocar una pica latina en el Flandes ortodoxo. A ello hay que añadir que la actitud de Simeón, el patriarca ortodoxo de Jerusalén, había sido inequívoca. Desde su exilio chipriota, había realizado constantes envíos de dinero y ayuda a los cruzados. Esto hizo que, mientras vivió, nadie se plantease en serio sustituirlo por un patriarca latino. Pero, una vez que murió, ¿qué habría de pasar?

La cuestión del nuevo patriarcado de Jerusalén era una cuestión de altísima política que implicaba al PasPas, al emperador de Constantinopla, y al poder cruzado. Sin embargo, como los clérigos locales fueron dejados en libertad, actuaron a su bola, promocionando el nombramiento de un patriarca latino. Una actitud la suya que equivalía a clasificar a los cristianos establecidos en Jerusalén, y que les habían recibido como salvadores, como poco más que musulmanes de baja intensidad. Arnulfo de Marturano necesitaba a alguien que personificase ese espíritu de compromiso total con Roma, y lo encontró en Arnulfo de Rohes, más conocido como Malecorne.

Recordaréis que Arnulfo Malecorne fue el instigador de la muerte de Pedro Bartolomé. Hombre de vida tan licenciosa que los soldados hacían canciones sobre él, clérigo que nunca había conseguido ser nombrado arzobispo de nada, tenía Arnulfo Malecorne, sin embargo, el don de la palabra. Era un Savonarola medieval, un hombre capaz de electrificar a las masas con su verbo hitleriano. Con el apoyo de Arnulfo de Marturano y consecuentemente de Roberto de Normandía, de quien el de Marturano era capellán, se aseguró la elección.

Arnulfo de Rohes, una vez patriarca, se apresuró a embargar todas las riquezas de las fundaciones sirias y griegas en la ciudad. Cuando estos monjes se negaron a revelarle dónde tenían guardada la reliquia de la Santa Cruz, los hizo apresar y torturar; y por el intermedio de esta actuación tan cristiana fue como la Iglesia de Roma se hizo con la reliquia.

Arnulfo de Malecorne intentó crear una estructura de poder teocrático en Jerusalén completamente vinculada a él, incluso en vida de Godofredo. Sin embargo, a finales del 1099 se encontró con la sorpresa de que alguien llamó a las puertas de Jerusalén.

Balduino, conde de Edesa; y Bohemondo, príncipe de Antioquía, habían llegado a la ciudad.

These vagabond shoes
are longing to stray...

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