martes, febrero 06, 2024

Cruzadas (7): Balduino y Tancredo

Deus vult
Unos comienzos difíciles
Peregrinos en patota
Nicea y Dorylaeum
Raimondo, Godofredo y Bohemondo
El milagro de la lanza
Balduino y Tancredo
Una expedición con freno y marcha atrás
Jerusalén es nuestra
Decidiendo una corona
La difícil labor de Godofredo de Bouillon
Jerusalén será para quien la tenga más larga
La cruzada 2.0
Hat trick del sultán selyúcida y el rey danisménida
Bohemondo pilla la condicional
Las últimas jornadas del gran cruzado
La muerte de Raimondo y el regreso del otro Balduino
Relevo generacional
La muerte de Balduino I de Jerusalén
Peligro y consolidación
Bohemondo II, el chavalote sanguíneo que se hizo un James Dean
El rey ha muerto, viva el rey
Turismundo, toca las campanas, que comenzó el sermón del Patriarca
The bitch is back
Las ambiciones incumplidas de Juan Commeno
La pérdida de Edesa
Antioquía (casi) perdida
Reinaldo el cachoburro
Bailando con griegos
Amalrico en Egipto
El rey leproso
La desgraciada muerte de Guillermo Espada Larga
Un senescal y un condestable enfrentados, dos mujeres que se odian y un patriarca de la Iglesia que no para de follar y robar
La reina coronada a pelo puta por un vividor follador
Hattin
La caída de Jerusalén
De Federico Barbarroja a Conrado de Montferrat
Game over
El repugnante episodio constantinopolitano   


Kerbogha, lógicamente, apenas tenía información del milagro de la iglesia de San Miguel y, además, como musulmán estaba pobremente armado para poder entender algo así y sus consecuencias. Por lo tanto, cuando vio que los cruzados tentaban la salida de la ciudad a campo abierto, en lugar de hacer lo que sus emires le aconsejaron, es decir, comenzar la batalla inmediatamente y hostigarlos para dificultar la salida, les dejó hacerlo, convencido de que en el enfrentamiento directo a campo abierto les iba a dar hasta en el DNI.

En realidad, hay que decir que la propia historia de que el milagro de la lanza causó la victoria de los cruzados tiene su truco. En realidad, el campo musulmán estaba muy dividido, pues había emires que, ante el gran número de combatientes cristianos, eran poco proclives a una batalla pura y dura y, consecuentemente, cuando vieron que eso mismo era lo que se iba a plantear, comenzaron a darse cuenta de que tenían mucho que perder si, por ejemplo, sus tropas eran de las que llevaban la peor parte en el enfrentamiento. No olvidemos que los musulmanes eran, como hoy en día, primero que todo, enemigos de otros musulmanes. Por lo tanto, cualquier debilitamiento personal, por mucho que se hiciese por el bien mayor y colectivo de vencer sobre la cruz, presentaba problemas de suficiente entidad como para preguntarse si tenía sentido, en realidad, presentarse en la batalla. Esto provocó que algunos generales moviesen sus tropas con cierto retraso a propósito; procrastinación que provocó, asimismo, que la tropa cruzada consiguiese pronto penetrar en la línea musulmana y que ésta cediese y provocase deserciones. El mismo Kerbogha, viendo que algunos de sus emires abandonaban el campo de batalla, hizo lo propio, dejando tras de sí innúmeras riquezas (pues no habréis de olvidar que en aquel entonces los reyes iban a la guerra con el Banco de España metido en carros).

Siguiendo las instrucciones de Pedro Bartolomé, es decir lo que aquel tipo decía que los santos y Jesús le habían dicho en sueños, los cristianos persiguieron a los musulmanes hasta la planicie del Orontes. Kerbogha perdió en aquella persecución a casi todo su ejército y todo su prestigio en la nación musulmana; logró regresar a Mosul, pero ya no era el mismo.

Antioquía hizo mucho más que Nicea o Dorylaeum por consolidar en Asia Menor la idea de que Franjs are coming (Franj, en realidad más Firenj, o sea franco o francos, era la palabra con la que los turcos conocían a los cruzados; como pasa en Santiago de Compostela, donde los peregrinos europeos eran conocidos como francos por ser franceses su mayoría). Antioquía le demostró a los musulmanes que el enemigo cruzado era un peazo enemigo que ahora estaba en Asia dispuesto a repartir a manos llenas.

La caída de Antioquía (desde el punto de vista turco) en manos cristianas generó toda una sicosis y un terror en toda Siria. Los musulmanes, la verdad, no entendían muy bien las razones de la cruzada europea; pero comenzaron a entender que, fuera la que fuera la razón de aquellos tipos, su ejército era un ejército muy dotado que había llegado para desequilibrar completamente la que ya de por sí era una relación de fuerzas muy compleja en el área. El atabeg de Mosul era el general en jefe de las tropas del sultanato persa; y había sido derrotado. Esto hizo pensar rápidamente a los reyes y reyezuelos de la zona, los monarcas de Aleppo, de Damasco, de la costa siria, que tal vez no serían capaces de contrarrestar al nuevo enemigo.

Los turcos propiamente dichos, sin embargo, podían cuando menos decir que sus intereses no estaban tan directamente afectados. Los príncipes selyúcidas que se habían repartido la herencia de Malik Shah tenían tres capitales fundamentales: Isfahán, Mosul y Bagdad, que no podían considerarse amenazadas por los cruzados, que pretendían claramente avanzar por la costa siria hacia Palestina. Para ellos, Antioquía no tenía un significado muy grande como capital.

La costa de Siria ya era otro cantar. Esmirna, Bitinia y Éfeso, provincias que habían sido bizantinas y que los musulmanes les habían arrebatado no mucho tiempo atrás, volvían a ser formalmente griegas y cristianas. Y existían muchas razones para entender que los cruzados no se detuvieran ahora. Cilicia, es decir la provincia de la cual Antioquía era la capital, además de la Siria occidental y Palestina, eran todos territorios cuya población era mayoritariamente cristiana. De hecho, estratégicamente hablando, la cruzada había comenzado, sabiamente, precisamente por estas poblaciones donde la fe cristiana era mayoritaria, por juzgar los barones que eran los territorios donde les sería más fácil lograr la solidaridad de la opinión pública, so to speak. De hecho, en varias ocasiones los turcos abandonaron posiciones donde se podían haber hecho fuertes ante el temor de que los habitantes de la zona se volviesen contra ellos; y en algunos casos, como en el fuerte de Artesia, donde los armenios los hicieron literalmente picadillo, de hecho fue lo que pasó. Por lo demás, los cristianos sirios y los armenios tenían una razón muy importante para ser pro cruzados; y no era tanto liberarse de los musulmanes como acceder a la perspectiva de tener unos gobernantes cristianos que no fuesen griegos. Los griegos, la verdad, en parte habían perdido, años antes, estas posesiones en manos de los turcos, a causa de que los cristianos no griegos no se consideraban bien tratados por ellos. Orgullosos y ambiciosos, los bizantinos, en efecto, ejercitaron su poder sobre sus súbditos de otros orígenes de una forma, digamos, abusona. Los armenios, que siempre han sido, y siguen siendo, un pueblo muy celoso de su independencia, no veían con buenos ojos la opresión griega; y en cuanto a los cristianos de rito jacobita, acabaron tan hartos de las imposiciones de los que llamaban “cristianos calcedónicos” que, en realidad, en su momento recibieron a Malik Shah como un auténtico liberador.

La caída final de Antioquía en manos cristianas, por otra parte, supuso un problema grave en el bando cruzado. Ya hemos visto cómo Bohemondo, una vez que vio claro que tenía la llave para conseguir entrar en la ciudad, trató de convencer a sus compañeros de fatigas de que la ciudad debía quedársela aquél que facilitase dicha entrada. Esto nos muestra una tendencia muy clara que volveremos a ver muchas veces a lo largo de estas notas: la pulsión del poder personal o, si lo preferís, las cruzadas como proyectos personales de nobles europeos que se habían endeudado fuertemente con la ilusión de poder crear en Asia nuevos reinos para ellos, mucho más ricos que los que heredaron al oeste. En este entorno, los cruzados europeos tenían la sensación de que, con haberle dejado a los bizantinos las provincias costeras ya recuperadas de manos musulmanas, habían cumplido con Bizancio, y que ahora les tocaba a ellos. Sin embargo, ni los griegos ni el patriarca antioquiano, Juan IV, eran de esa opinión; ellos querían que la ciudad fuese incorporada al caudal del poder bizantino. Los cruzados, sin embargo, tenían el poder. Lo demostraron muy pronto masacrando a todos los turcos que encontraron dentro de la ciudad. Pero hicieron más. Los principales barones del ejército cruzado, una vez dueños de la ciudad, se hicieron con la propiedad de las casas de mayor fuste. Esto lo hicieron, en muchos casos, expropiando a los musulmanes; pero, en otros casos, esas mansiones eran de cristianos, y nunca se las devolvieron. En Antioquía, por lo tanto, los cristianos locales comenzaron a labrar la idea de que aquellos tíos que venían de Europa lo que querían no era liberarlos, sino quedarse con lo que hasta entonces había sido suyo. Se decían los unos a los otros: "quién nos iba a decir que estos tipos fuesen socialdemócratas".

En realidad, entre todos los nobles de la cruzada sólo uno: Balduino de Boulogne, parecía tener claro que lo que había que hacer no era explotar a los locales, sino aliarse con ellos contra los musulmanes.

Balduino de Boulogne era, ya lo sabéis, hermano segundón de Godofredo de Bouillon; y todavía tenía un hermano más mayor, Eustacio de Boulogne, que, la verdad, nunca se sintió cómodo en la cruzada y pronto intentó volver a sus posesiones que, como primogénito, eran muchas. Con escasísimas posibilidades de pillar cacho como noble poseedor de tierras y haciendas en Europa, sus padres, Eustacio II de Boulogne e Ida de Lorena, lo quisieron meter cura; pero él se salió del seminario como una rana de una olla hirviendo y, para dejar las cosas claras, se casó. Ya os he dicho, por lo demás, que Balduino era un crush, así pues todo en su vida le decía que tenía que ser cualquier cosa menos humilde. En Europa, sin embargo, era un mierdecilla sin herencia. Balduino estaba mesmerizado con la historia de Roussel de Baulleul, un conquistador nato (que, por cierto, se había hecho aclamar por los súbditos a los que conquistó).

Godofredo, quien probablemente había comprendido las virtudes militares de su bro, lo hizo más o menos su jefe de Estado Mayor y, de hecho, le encargó el mando directo de más o menos la mitad de sus tropas.

Ya os he dicho que Balduino era un Pedro Sánchez nato. Entendía a la perfección, y al instante, cuáles eran las cosas que le importaban a su interlocutor, así pues siempre tenía para todos la palabra o la acción que estaban esperando o, más bien, que estaban deseando oir. Ana Commena cuenta en sus memorias que un día en Constantinopla, cuando estaban todavía allí los cruzados y el emperador los invitó a un acto de homenaje, uno de los caballeros europeos, no sabemos quién, se sentó en el trono imperial. Para los bizantinos, que probablemente han sido uno de los pueblos con una liturgia imperial más elaborada y rígida, aquello era poco menos que un sacrilegio. Sin embargo, se quedaron tan chupetizados que apenas supieron protestar débilmente. En ese momento, Balduino se acercó al trono y poco menos que levantó al otro caballero del pescuezo, mientras lo abroncaba por no entender las costumbres del lugar en el que estaba. Como no puede ser de otra manera, los bizantinos quedaron prendados de aquel caballero tan guapo que, además, les entendía tan bien. Es probable que hasta la Commena se derritiese como una Von der Mierden cualquiera.

En Nicea, cuando Balduino todavía estaba apuntado a la grey cruzada, Balduino hizo amistad con un noble armenio integrado en la tropa de Taticio el griego. Se llamaba Bagrat o Pakrad, nombre que, normalmente, es traducido por los latinos como Pancras. Esto es un signo de que Balduino era, de todos los nobles europeos, el más proclive a tener relaciones con los griegos (sin que eso deba llevarnos a pensar que practicaban el griego más allá de las conjugaciones). Es muy probable que fuese este Pancras quien lo convenciese de que siguiendo la ruta de los cruzados no tendría mucho futuro; que Asia Menor se le ofrecía gustosa para formar en ella el reino que su origen europeo difícilmente le procuraría. El caso es que, como ya os he contado, en Marash Balduino tomó a 500 caballeros y 2.000 soldados de a pie que decidieron seguirlo, y decidió hacerse autónomo. Dejó a su mujer y a su hijo a cargo de sus hermanos, y tiró hacia las montañas cilícicas.

Balduino y Pancras, sin embargo, acabarían por darse cuenta de que en Cilicia había otro cruzado con pretensiones muy parecidas. Hablamos de Tancredo, el sobrino de Bohemondo. Era, pues, un joven noble normando de segunda fila que, sin embargo, había conseguido estar en bastante buenos tratos con los armenios locales. Otro tío de Tancredo, Guy, había alquilado su espada al emperador bizantino, lo que le había permitido adquirir un conocimiento adicional de la zona. Tancredo y Balduino eran tan parecidos en sus planteamientos y forma de pensar que, de hecho, dejaron el cuerpo cruzado fundamental casi al mismo tiempo, y marcharon casi en la misma dirección, sin haberse concertado en lo absoluto. Como Newton y Leibtnitz, pero en plan cachobestia.

Tancredo, en mayor medida que Balduino, estaba caracterizado por las características propias de una juventud fogosa. A su tío Bohemondo le había dado mil problemas desde la llegada de los cruzados a Constantinopla. Había tenido frecuentes enfrentamientos con el emperador y su familia, y siempre que podía trataba de dejar claro que él estaba allí para hacer la guerra por su cuenta, así pues no le debía lealtad a absolutamente nadie. Aunque podía pagar una tropa muy pequeña, de apenas unos centenares de caballeros y soldados de a pie, lo equilibraba con su empuje.

Esta pequeña tropa, de hecho, llegó hasta la ciudad de Tarso en Cilicia, que asedió. Tarso era un sitio totalmente poblado de armenios, con un fuerte turco que enseguida comenzó a temer que se los llevasen por delante. Así las cosas, Tancredo comenzó negociaciones para conseguir la capitulación pacífica de la ciudad; y estaba ya en la fase de aquilatar la letra pequeña cuando apareció Balduino. Ante la visión de los dos pequeños ejércitos, los turcos salieron a la naja. Los armenios locales, convencidos de que Balduino no era sino un compañero de Tancredo, hicieron ondear en todas las esquinas las banderas del normando. Pero se encontraron con la sorpresa de que los hombres de Balduino las retiraban y, de hecho, le invitaban a Tancredo a darse el piro. El normando, juzgando prudentemente que Balduino tenía más fuerza que él, accedió a marcharse y, de hecho, algunas jornadas después estaba asediando la ciudad de Adana. Balduino, por su parte, se estableció en Tarso.

De hecho, pocas horas después de haberse hecho con el control de la ciudad, la mitad de los hombres de Tancredo, que iba retrasada, se presentó en la ciudad. Balduino, fríamente, les negó refugio en la ciudad, aun sabiendo que, a campo abierto, estaban expuestos a ser atacados por los turcos. De hecho, eso fue lo que pasó, y aquella tropa fue asesinada hasta el último hombre. 

Anécdotas como ésta demuestran hasta qué punto la cruzada, además de una expedición religiosa, fue una aventura personal, en la que las solidaridades de la fe, la verdad, importaban una mierda. Sin embargo, tampoco hay que llevar este concepto hasta la exageración total. Los hechos son que Balduino hubo de enfrentarse a un motín de sus propios hombres a causa de lo que acababa de hacerle a la tropa de Tancredo, y que en el futuro evitaría estas muestras de egoísmo acendrado. De hecho, el incidente de los 300 hombres de Tancredo le sería recordado muy a menudo durante su vida.

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