jueves, febrero 08, 2024

Cruzadas (9): Jerusalén es nuestra

Deus vult
Unos comienzos difíciles
Peregrinos en patota
Nicea y Dorylaeum
Raimondo, Godofredo y Bohemondo
El milagro de la lanza
Balduino y Tancredo
Una expedición con freno y marcha atrás
Jerusalén es nuestra
Decidiendo una corona
La difícil labor de Godofredo de Bouillon
Jerusalén será para quien la tenga más larga
La cruzada 2.0
Hat trick del sultán selyúcida y el rey danisménida
Bohemondo pilla la condicional
Las últimas jornadas del gran cruzado
La muerte de Raimondo y el regreso del otro Balduino
Relevo generacional
La muerte de Balduino I de Jerusalén
Peligro y consolidación
Bohemondo II, el chavalote sanguíneo que se hizo un James Dean
El rey ha muerto, viva el rey
Turismundo, toca las campanas, que comenzó el sermón del Patriarca
The bitch is back
Las ambiciones incumplidas de Juan Commeno
La pérdida de Edesa
Antioquía (casi) perdida
Reinaldo el cachoburro
Bailando con griegos
Amalrico en Egipto
El rey leproso
La desgraciada muerte de Guillermo Espada Larga
Un senescal y un condestable enfrentados, dos mujeres que se odian y un patriarca de la Iglesia que no para de follar y robar
La reina coronada a pelo puta por un vividor follador
Hattin
La caída de Jerusalén
De Federico Barbarroja a Conrado de Montferrat
Game over
El repugnante episodio constantinopolitano 



Como hemos podido ver en estas notas, para los cruzados, cada vez más, la razón, más que fundamental, teóricamente única por la que se habían lanzado a la aventura oriental era, cada vez más, un argumento teórico e incluso difuso que competía con la ambición terrenal, mucho más concreta y palpable. De hecho, puesto que en realidad los hombres medievales no se distinguían de los actuales y, por lo tanto, aplicaban su criterio, entre las tropas cruzadas comenzaba a haber mucha gente, sobre todo en las mesnadas de Godofredo y de Roberto de Flandes, que decía abiertamente que Pedro Bartolomé era un estafador, que lo de la lancita de los huevos era una ful, esas cosas. Sin embargo, los provenzales de Raimondo de Saint-Gilles, que tanto le debían a aquella reliquia, la defendían a muerte. Este enfrentamiento se hizo tan enconado que llegó a producirse el caso de que, estando los cruzados asediando alguna ciudad musulmana, la operación quedase en nada porque el ejército atacante se perdiera en discusiones internas interminables, no acerca de la estrategia de lucha, sino acerca de la autenticidad de la lanza.

La cosa no podía terminar bien. El capellán del duque de Normandía, un tipo llamado Arnulfo de Malecorne, elevó la polémica un grado cuando se le ocurrió proponer que, puesto que Pedro Bartolomé estaba tan convencido de la autenticidad de sus descubrimientos, que se sometiese a una ordalía por fuego. Debería, propuso, abrazar la lanza mágica y después, con su ayuda, echarse al fuego. Bartolomé, nunca sabremos bien si ardiendo (chiste fácil) en fervor religioso, o porque entendió que no le quedaba otra, aceptó. El resultado predecible es que la lanza no lo protegió una mierda y que él murió doce días después de la ordalía, en medio de una gran agonía. Aquello, lógicamente, desacreditó algo a la lanza, aunque Raimondo siguió portándola con gran pompa. Godofredo, por otra parte, se dio cuenta de que, perdiendo como estaban perdiendo los cruzados el efecto galvanizador del milagro que ahora resultaba no serlo, se hacía necesario marchar sobre Jerusalén mientras todavía eran fuertes. Pero para que entendamos bien que, para entonces, la expedición cruzada había dejado de ser un proyecto colectivo, el conde de Toulouse reaccionó inmediatamente a la orden de avanzar negándose a ser, como hubiera cabido esperar, el director del asedio. Ahora que Godofredo era el líder indiscutido, no le interesaba demasiado que el ataque fuese exitoso.

La tropa salió hacia Jerusalén el 13 de mayo del 1099. Alguna semana antes, los cruzados habían recibido una carta de Alejo Commeno, en la que el emperador bizantino les proponía quedarse en Trípoli esperándolo hasta el día de San Juan, finales de junio pues, cuando esperaba poder alcanzarlos. Sin embargo, para entonces la desconfianza entre griegos y latinos era tan grande que los segundos prefirieron avanzar sin los primeros. Así pues, lo primero que se cargaron fue la idea de una reconquista conjunta de todos los cristianos. Jerusalén habrían de conquistarla ellos, y para ellos.

La mayoría de los cruzados, además, conocía muy bien la preferencia del basileus por Raimondo de Saint-Gilles, por lo que, especialmente en el caso de Godofredo, no tenían ninguna gana de que Bizancio se pudiera anotar parte de la victoria. Por lo demás, otro factor importante fue que en la costa libanesa y consecuentemente tripolitana se encontraron a unos musulmanes que estaban crecientemente mosqueados, no con los cristianos sino con turcos y egipcios. Sabían bien que su relativa independencia estaba en peligro ante los deseos imperialistas de todos ellos y, consecuentemente, vieron con muy buenos ojos la aparición de la armada cristiana para combatirlos. De hecho, llegaron a rápidos acuerdos que supusieron un importante balón de oxígeno logístico para los cruzados.

En realidad, es que las cosas se estaban moviendo mucho, y muy deprisa, entre los musulmanes. Más o menos al mismo tiempo que los cruzados asediaban Antioquía, el visir que gobernaba El Cairo en nombre del califa fatimí, al-Malik al-Afdal ibn Bard al-Jamali Shahanshah, había decidido aprovecharse del hecho de que los turcos estuviesen liados con los cruzados para llegarse a Jerusalén y tomarla de las manos de quien la gobernaba en nombre de los turcos, el emir Soqman ibn Ortoq, también conocido como Muredin Sokmen. Aquel movimiento fue también muy mala noticia para los latinos, que siempre habrían contado con que Egipto no se implicaría en su lucha. Al-Afdal, que no era árabe ni persa sino armenio convertido, enseguida quiso llegar a algún acuerdo con los cruzados, pues lo que a él le convenía por encima de todo era debilitar a los selyúcidas. Así las cosas, le ofreció a los latinos quedarse con los reinos que habían conquistado en el norte de Siria, a cambio de dejarle a él Palestina. Aunque aquella propuesta podría haberle hecho pandán a algunos de los barones, que ya estaban en lo que estaban más por la idea de construirse nuevos reinos en Asia Menor que por el rollo ése de recuperar la capital de la cristiandad, lo cierto es que esa propuesta no habría sido aceptable ni siquiera para ellos; por no mencionar que podría haber provocado toda una (justa) rebelión por parte de los miles de soldados y civiles que habían abandonado sus vidas y patrimonios por una sola idea, que era entrar en Jerusalén. Al-Afdal trató de poner vaselina alrededor de su propuesta, ofreciendo tenues garantías para alguna que otra (no muchas) peregrinación cristiana a la ciudad. Pero no pudo evitar que los cruzados le declarasen la guerra, por cuanto estaba asentado allí donde ellos querían prevalecer.

Eso, sin embargo, no podía esconder el hecho de que ahora los cruzados estaban en su peor escenario. Para ellos, efectivamente, el más negativo de todos los teatros era aquél en el que tenían que enfrentarse a Egipto. La nación fatimí era en sí misma una potencia militar más que temible; razón por la cual incluso había habido estrategas que habían defendido la idea de que, para poder tener Palestina, no había que entrar por arriba, sino por abajo; es decir, que primero había que someter a Egipto pues, con un Egipto libre y capaz, cualquier conquista en la costa mediterránea asiática estaría permanentemente comprometida.

Aquella idea, sin embargo, podría haber tenido algún sentido al principio de la campaña, cuando la misión cruzada estaba a tope de efectivos. Ahora mismo, ya la cosa era distinta. La única opción era ir a por Jerusalén y, por eso mismo, el 7 de junio del año 1099, las tropas europeas estaban a tiro de lapo de las murallas de la ciudad más santa del mundo.

El momento de llegar tenía que ser ése, pues a una tropa medieval no le quedaba otra que avanzar en primavera y verano; pero no dejaba de ser una putada. El verano hierosolimitano, en realidad el verano en toda Judea, puede llegar a ser una olla GM en full throttle, y de hecho, aquel año lo fue. Los cruzados llegaron a las postrimerías de su largo viaje oliendo a choto, más adelgazados que los concursantes de Naked and afraid, y con más gusa que Carpanta. La verdad es que pronto tuvieron con que resarcirse, pues en todo el área circundante los habitantes de fe islámica iniciaron una inteligente retirada, mientras que los cristianos, que de todas formas eran mayoría, los recibían con alegría y preparándoles procesiones y banquetes, aunque es de suponer que los cruzados agradecieron más los segundos que las primeras.

La llegada a la cercanía de la ciudad, por otra parte, supuso la renovación del fervor proselitista que había animado la cruzada toda. Si bien durante sus excursiones por las planicies sirias, como os he contado, el tema religioso se fue relajando algo y, de hecho, muchos de los miembros de la marcha comenzaron a cachondearse de la santa lanza, cuando tuvieron Jerusalén a la vista, el tema cambió. La inmensa mayoría de los miembros de la abigarrada marcha, creyentes muy profundos, lo suficiente como para abandonar sus vidas por una peregrinación llena de peligros, recuperó la pasión por la toma de Jerusalén. De hecho, muchos de aquellos cruzados civiles, no tanto los militares, tenían un sentimiento cercano a la parousia típica de los hebreos contemporáneos de Jesús. Lejos de creer en la victoria espiritual de su Dios, creían en una victoria terrenal que estaba a punto de producirse, en la que seguro que colaborarían los ángeles del cielo, y que generaría un nuevo orden.

Los cruzados asediaron la ciudad durante un mes y diez días. Durante todo ese tiempo, la obsesión de los asaltantes fue una buena birra helada. Antes de abandonar aquel lugar, los musulmanes habían emponzoñado los pozos o directamente los habían rellenado de tierra. Consecuentemente, los que estaban fuera de la ciudad, intentando tomarla, apenas contaban con el conocido como oasis de Siloam, que ni de coña tenía agua suficiente para tanta gente.

La ciudad en sí estaba defendida por el gobernador fatimí Iftikhar ad-Daula, que sabía de mucho tiempo atrás que los latinos estaban llegando, así pues le había sobrado tiempo para montar una defensa en condiciones. Contaba con tropas árabes y sudanesas y, además, había limpiado la ciudad de cristianos, con lo que se había ahorrado bocas que alimentar, además de reducir a la mínima expresión la posibilidad de filtraciones y traiciones.

El 13 de junio, los cruzados intentaron un asalto, pero fue una ful. Los soldados latinos estaban debilitados por la sed, y no fueron rival. Además, parece que en aquel ejército, en ese momento, faltaba de todo, pues hay autores, como Fulquerio de Chartres, que llegan a decir que aquella batalla fracasó porque los cruzados ni siquiera tenían suficientes escaleras para tratar de escalar los muros. Los cruzados se jugaban mucho en aquel asalto pues, no contando con aparatos de asedio, sabían que si la cosa derivaba en ello, sería larga y tediosa. Por eso mismo, fue bastante más que los muchos muertos lo que se dejaron en aquella batalla.

Las buenas noticias llegaron cuando un escuadrón de genoveses logró hacerse con el control del puerto de Jaffa. Automáticamente, los cruzados pasaron a tener material suficiente como para construir artefactos de asedio y, de hecho, levantaron con rapidez dos torres móviles. Una quedó bajo el mando de Godofredo de Bouillon, y la otra de Raimondo de Saint Gilles. Corriendo el tiempo, además, los normandos de Tancredo construyeron un tercer castillo de asedio.

Pasaron los días en la construcción de artefactos y la espera por el asalto final. Durante aquel tiempo entre los cruzados, sometidos a un ayuno obligatorio de grandes proporciones, comenzaron a multiplicarse de nuevo los episodios de visiones y sueños proféticos. Pedro el Ermitaño comenzó a realizar casi diariamente profesiones cantarinas hacia el río Jordán, donde el personal se bautizaba en plan como Jesús, y tal. Un monje llamado Pedro Desiderio dijo haber tenido la aparición de Adhemar, el ya extinto primer legado de la cruzada. Inmediatamente se interpretó que Adhemar, que había tenido tiempo suficiente para subir al cielo, había decidido bajar de él para ayudar en la batalla final. El 8 de julio, un mes después de comenzado el asedio, se celebró una gran procesión para celebrar el detalle del difunto obispo. Una masa de cruzados dio vueltas a las murallas de la ciudad cantando salmos.

La verdad sea dicha, aquel espectáculo no podía tener un público más escéptico. Para entonces, siglo XI; ya había en el mundo muchos musulmanes teólogos y piadosos que, esforzándose, podían entender el valor intrínseco de aquella procesión. Pero no, desde luego, los guerreros de la ciudadela de Jerusalén, todos ellos casi mercenarios venidos de la profundidad del desierto de Arabia y de las planicies sudanesas. Para aquella gente, cuando alguien quería mostrar la fuerza de su Dios, lo que hacía era blandir su alfanje, no ir por ahí cantando chorradas. Así las cosas, se pasaron algún que otro pueblo. Cogieron las muchas cruces que había en las iglesias de Jerusalén y, desde las almenas de las murallas, se dedicaban a escupirlas, a follarse al Cristo, todo lo que se les ocurrió. La verdad, ad-Daula demostró ser muy poco inteligente dejándoles que lo hicieran (o, tal vez, simplemente no pudo impedirlo). Aquellas demostraciones no hicieron sino engallar todavía más a los cruzados, que ahora tomaron el objetivo de tomar Jerusalén como un must.

Cinco días después de aquella procesión tan obscenamente saludada desde las murallas, se produjo el nuevo asalto, comenzando por el bombardeo de las murallas y, sobre todo, de las puertas de la ciudad. Siguieron dos días de combate casi salvaje, con los musulmanes usando el fuego para repeler a los hombres que trataban de subir a las murallas. Finalmente, los hombres de Godofredo de Bouillon lograron abrir una vía hacia el interior de la ciudad tras fabricar un puente entre su castillo móvil y la zona de Bab al-Sahira, cerca de la conocida como Puerta de Herodes. El propio Godofredo y su hermano mayor, Eustacio, estuvieron entre los primeros cruzados que pisaron Jerusalén.

Esto ocurrió a mediodía del 15 de julio y, a partir del momento en que los latinos consiguieron entrar en la ciudad, ya sólo era una cuestión de tiempo que la controlasen. Los musulmanes habían perdido la iniciativa y, además, carecían de capacidad de contraataque. Los dos hermanos ocuparon toda la muralla norte y, desde ahí, penetraron en la ciudad, presionando a los combatientes musulmanes, que se retiraron a la mezquina de al-Aqsa, donde, a la entrada de los cruzados, hubo una gran masacre. Mientras tanto, la mayoría de la armada cruzada estaba ya dentro de la ciudad, incluyendo los dos Robertos (el conde de Flandes y el duque de Normandía), Tancredo, Balduino de Le Bourg (primo de Godofredo), Gaston de Béarn y Gerardo de Rousillon. Para entonces, había una batalla hombre a hombre en toda la ciudad.

La resistencia fue más duradera en el sur de la ciudad, porque allí estaba la ciudadela. Éste era el sector donde Raimondo de Saint-Gilles estaba atacando con su castillo móvil y sus tropas provenzales. Los musulmanes aguantaban, pero cuando vieron a grupos de habitantes corriendo para salvar la vida hacia la ciudadela, perdieron la presencia de ánimo.

Iftikhar ad-Daula, con una pequeña tropa, había conseguido refugiarse en la ciudadela, donde fue asediado por los provenzales. Se rindió al conde de Toulouse a cambio de la promesa de respetar su vida y la de sus hombres.

Raimondo cumplió su palabra. Pero fue casi el único.

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