lunes, enero 29, 2024

Cruzadas (1): Deus vult

Deus vult
Unos comienzos difíciles
Peregrinos en patota
Nicea y Dorulaeum
Raimondo, Godofredo y Bohemondo
El milagro de la lanza
Balduino y Tancredo
Una expedición con freno y marcha atrás
Jerusalén es nuestra
Decidiendo una corona
La difícil labor de Godofredo de Bouillon
Jerusalén será para quien la tenga más larga
La cruzada 2.0
Hat trick del sultán selyúcida y el rey danisménida
Bohemondo pilla la condicional
Las últimas jornadas del gran cruzado
La muerte de Raimondo y el regreso del otro Balduino
Relevo generacional
La muerte de Balduino I de Jerusalén
Peligro y consolidación
Bohemondo II, el chavalote sanguíneo que se hizo un James Dean
El rey ha muerto, viva el rey
Turismundo, toca las campanas, que comenzó el sermón del Patriarca
The bitch is back
Las ambiciones incumplidas de Juan Commeno
La pérdida de Edesa
Antioquía (casi) perdida
Reinaldo el cachoburro
Bailando con griegos
Amalrico en Egipto
El rey leproso
La desgraciada muerte de Guillermo Espada Larga
Un senescal y un condestable enfrentados, dos mujeres que se odian y un patriarca de la Iglesia que no para de follar y robar
La reina coronada a pelo puta por un vividor follador
Hattin
La caída de Jerusalén
De Federico Barbarroja a Conrado de Montferrat
Game over
El repugnante episodio constantinopolitano 



Se ha exagerado un poco, un poco bastante, alrededor del concepto del fraile soldado, o soldado fraile, de la Edad Media. Es una exageración que ha terminado por dibujar a una Iglesia básicamente belicista cuando, en realidad, es más cierto decir que la inmensa mayoría de las formulaciones de la Iglesia medieval europea tienden a ser pacifistas. La reforma cluniacense, por ejemplo; una reforma sin la cual la revolución religiosa medieval no se entiende, no propugnó la consecución de la salvación a base de practicar la milicia, sino que fomentó la figura del ex soldado que abandonaba las armas para hacerse monje. De hecho, del soldado que abrazase el entorno moral y teológico de Cluny se esperaba que no levantase su espada contra nadie; ya sé que es una idea bastante difícil de asimilar hablando de la Edad Media pero, bueno, si lo que tienes son falsas ideas preconcebidas sobre esa etapa histórica, el problema lo tienes tú, no la Historia. Tanto los caballeros templarios como, sobre todo, los hospitalarios, eran monjes antes que soldados, aunque compaginasen ambas actividades.

La Iglesia es un montaje que se supone administra un mensaje divino; ésa es toda su razón de ser. La cosa es que eso es un tanto difícil de creer, por lo menos para algunos. Todo lo que administra la Iglesia son mensajes creados por el hombre; y el nacimiento del cristianismo bélico es una de las mejores pruebas de ello. El proyecto de los monjes y sacerdotes de la Edad Media era penetrar una sociedad que no mucho tiempo atrás estaba creyendo en otras creencias no cristianas; pero, realmente, lo que pasó fue todo lo contrario. De hecho, es lo que le ha pasado a la Iglesia de toda la vida. Todas esas historias que a los creyentes les gusta ridiculizar (por algo será) relativas a creencias, rituales y doctrinas cristianas que son trazables en religiones anteriores, vienen a sugerirnos que, aunque la Iglesia ha querido siempre creer que el burro seguía el dedo, en realidad es el dedo, es decir ellos, quien ha seguido siempre al burro. De hecho, cosas que siguen pasando, como que un Vicario de Cristo que en los últimos años de su vida decidió ser más bien conservador dimita para dejar paso a una especie de cristiano kirchnerista, son buena prueba de que, efectivamente, la Iglesia sigue poniendo el dedo delante de donde pone el burro la cara, para así poder decir que lo tiene hipnotizado.

El cristianismo, sobre todo el del Nuevo Testamento, no tenía dioses de guerra. Muchos de los hombres premedievales, sí. De hecho, la mayoría de las creencias europeas anteriores al cristianismo, y que éste hubo de combatir, se nutren de dioses que siempre tienen algún arma en la mano con la que masacran a sus enemigos. En gran parte, la derrota en Europa del esencialismo oriental, el borrado progresivo de la idea de que no hay más Dios que Dios y, consecuentemente, Jesús sería, en todo caso, su DIR (Deidad Interna Residente), pero no Dios en sí mismo, es una necesidad sentida del cristianismo frente a esas fes competidoras. El Jesús-que-también-es-Dios nace en Nicea, de la mano de un caudillo militar, Constantino. Osio de Córdoba y los suyos abrieron entonces un portillo que, ellos no lo sabían, era un portalón. Por ese enorme hueco, yo creo que en modo alguno previsto en el programa original de los primeros cristianos, se coló algo muy importante, que es el culto de los santos. El culto de los santos es la bisagra que abrocha las viejas y las nuevas creencias, haciéndolo todo consistente. Dios podrá ser amor y paz; pero Santiago, su fiel santo, ya es otra cosa; Santiago puede matar moros a cascoporro, y será bien.

Por lo tanto, muy lejos de lo que los primeros padres de la Iglesia pensaron: que ellos moldearían a la grey laica, ocurrió lo contrario: fue la grey laica la que moldeó a los padres, a sus creencias, sus discursos, sus recetas de salvación.

Así las cosas, el cristianismo regresó a sus orígenes, a los orígenes, en puridad, no cristianos. Renació en Europa el Dios de las Batallas, el Rey de Reyes; el Dios, pues, de los hebreos. El hombre que, a través de los brazos levantados de Moisés, masacraba las vidas de los enemigos de su Pueblo, sin mirar ya si, como los sodomitas, eran o no puros: la muerte no les procede de ser pecadores, sino del hecho de ser enemigos de quien no deben. Son los años, y los siglos, en los que el arcángel Gabriel, al fin y al cabo un modesto mensajero, la wifi de Dios, pierde completamente la batalla icónica y teológica frente a su compañero de fatigas, San Miguel, el de la espada de fuego; el tío amable que reparte las hostias que haya que repartir. Y, a partir de ahí, San Jorge/Jordi, San Teodoro, San Mauricio, con el primero de ellos ocupando el primer puesto tras haber acabado con el dragón. La piedad cristiana se divide, pues, entre los que admiran a los santos que ayunan, ahondan en su pobreza y en su caridad; y los santos que se ganan la santidad venciendo a sus enemigos en el nombre de Dios. Éste es el momento en el que el soldado cristiano se convierte en un soldado de Cristo. No es un fenómeno sólo occidental; los emperadores bizantinos iban a la batalla con una imagen de la Virgen colgándoles del pecho, al estilo del Detente, bala que portaron los requetés tradicionalistas en nuestra Guerra Civil.

Los combatientes se habían ido organizando en cuadrillas y pequeñas sociedades desde siempre, porque es una necesidad sentida desde la batalla y porque cualquiera que haya hecho el simple servicio militar sabe que es algo que pasa siempre en cualquier entorno acuartelado. A partir del siglo XI, como resultado de esta interpenetración entre el entorno laico y el religioso, estas organizaciones, u órdenes, adquieren un sentido religioso o, más en concreto, buscan su razón de ser en una pretendida autorización de orden religioso. Para los caballeros, esto supone un paso importante, pues yo creo que siempre tuvieron muy claro que lo que hacían, muy moral, no era. Por su parte, para los religiosos, estar presentes en la ceremonia de armar caballero a un neófito les aportaba respeto de los caballeros a sus posesiones, así como su disponibilidad a luchar por sus objetivos. De todas maneras, esto, a menudo, se hace de una manera un tanto cínica. Así, Ralph de Cambrai, en el cantar de gesta que glosa su vida, se niega, por respeto a Dios, a comer carne en Viernes Santo; pero, claro, eso lo hace después de haber quemado un convento con sus monjas dentro... Los héroes de gesta, todavía, más que servir a Dios, sirven a su fuerza y capacidad bélica.

La clase guerrera europea, y muy particularmente la francesa, endiosa la guerra y la vida de violencia. Y así Roldán, en el momento de su muerte, dedicará sus últimos pensamientos no tanto a su dama, Aude la bella, como a Durandal, su espada. La idea de Dios, una idea en su inicio pacifista, no luchará contra eso, sino que se confundirá con esto. Una vez más, el dedo sigue al burro.

La llegada de los musulmanes a Europa supone el último eslabón de esa cadena. La figura caballeresca por excelencia, Carlomagno, se convierte en el hombre que pelea contra los sarracenos. Los musulmanes, que para la mayor parte de los europeos eran una referencia casi mítica, se convirtieron en el enemigo ideal del caballero.

Urbano II, el Papa que llamaría la Cruzada, era un aristócrata de la Champaña. Era, pues, un hombre educado en un mundo francés de hombres de armas que idolatraban la guerra; él, simplemente, tuvo la idea de canalizar esas energías en beneficio de la Iglesia. Interesante argumentador, supo llevar a la gran sociedad europea, la de los nobles, a la convicción de que, contrariamente a lo que decían los cantares de gesta, hay guerras malas, guerras que un buen cristiano debe evitar. Pero la mejor forma de evitarlas no es dejar de luchar: es abordar guerras buenas. El Papa conocía su mundo. Sabía que el avance musulmán en Asia Menor era cada vez más intenso, que Bizancio estaba crecientemente hostigada, conocía las divisiones entre los príncipes selyúcidas. Al fin y a la postre, llegó a la conclusión de que una buena guerra en el teatro palestino podía conseguir la todavía ansiada en aquel tiempo reunificación del cristianismo oriental y latino. Por el camino, aquella primera cruzada tuvo un beneficio social notable: aunar, en una sola llamada, al común de las personas y a sus jefes nobles.

Esto último fue así por las dos caras con que fácilmente se podía contemplar la cruzada: expedición militar para los que tenían armas y medios; peregrinación a la tierra donde todo empezó, para los demás. Hasta aquel momento, la ciudad santa de Jesuralén había sido una ciudad santa, ciertamente, pero no la ciudad central de todo cristiano. Un cristiano podía perfectamente morir sin haber estado nunca cerca de Jerusalén; algo que un musulmán, cuando menos teóricamente, no podía ni puede hacer en lo tocante a La Meca. Pocas personas peregrinaban a Jerusalén y, desde luego, no había en Europa púlpitos donde alguien, rico o pobre, recibiese el reproche de no haber hecho ese viaje.

La Cruzada, sin embargo, llevó su tiempo. Apenas se pusieron los primeros barones en marcha un año después del concilio de Clermont. Si en aquel entonces llegarse a Santiago de Compostela era complicado, lo de Jerusalén, además portando pertrechos de guerra, era ya droga dura. Los cruzados se ponían bajo el mando de algún barón, aunque en realidad, y ésta es la gran novedad de la Cruzada, que por la vía de la religión viene a anunciar los futuros orgullos nacionales, en realidad, digo, todos eran soldados de Dios. El líder teórico de la primera cruzada fue Adhemar de Monteil, obispo de Le Puy y legado papal. Sin embargo, si un líder tuvo aquella expedición que se pueda considerar como tal, ése fue el Pequeño Pedro, el fraile bajito que se movía en un burro. Como líder militar, probablemente el más admirado era Bohemondo de Taranto; más allá, por supuesto, Godofredo de Bouillon, ampliamente conocido y famoso por sus virtudes y por su compromiso con la expedición (de hecho, financiarla lo arruinó).

En paralelo a la cruzada militar profesional, como digo, se produjo la de las personas normales; la de los que no eran soldados profesionales, pero querían luchar. Éstos se apiñaron alrededor de Pedro el Ermitaño, Walter de Sans-Avoir y Walter de Teck, los tres líderes más de una peregrinación que de una expedición bélica. Hablamos de cerca de un centenar de miles de personas que vivieron muchas peripecias pero que, con escasas excepciones, no llegaron a ver las murallas de Jerusalén. La mayoría de ellos eran los simples aldeanos que habían conocido la llamada de Urbano en Clermont apenas horas o días después de realizada, y que habían abrazado la guerra santa con pasión. El año anterior había habido hambruna en muchas zonas de Europa central; así pues, aquellos campesinos, tomando con ellos a sus familias, adoptaron un enfoque medio bélico, medio colonizador.

Las cruzadas tienen un punto extraño difícil de explicar: ¿por qué, 400 años después de que los musulmanes hubiesen hecho suyos los Santos Lugares, se convirtió esa situación en lo suficientemente intolerable como para justificar una expedición masiva hacia aquel teatro extraño?

Pues todo tiene su explicación, que ya os he apuntado. Durante unos cien años antes de la primera cruzada, la situación había cambiado notablemente en el teatro musulmán, lo que hacía que los territorios cristianos, situados a su oeste, no se sintiesen muy cómodos. Un nuevo poder había pasado por encima del califato abásida y se había extendido por Mesopotamia, Siria y otros territorios asiáticos. Eran eso que se llamó el Turco, y eran distintos. Habían comenzado a hostigar al imperio bizantino, y la sensación de muchos es que, si caía esa barrera, no se habrían de parar ahí. Un príncipe turco selyúcida había establecido ya su capital en Nicea, a un paso del Bósforo; los mejor informados de los hombres de Estado europeos sabían bien, trescientos años antes de la mala noticia, que Constantinopla estaba en peligro.

Así pues, lo primero que hay que entender de la primera cruzada es que su objetivo, en realidad, no era Jerusalén; era empujar a los turcos y alejarlos de la perla cristiana constantinopolitana. Bizancio ya no era lo que había sido. En aquel momento, apenas era un país medio, con control sobre los Balcanes, las islas de Chipre y Creta, y territorios en Asia Menor. Pero era la gran trinchera contra los musulmanes, además de tener una honda significación religiosa pues, a pesar de todas sus diferencias con los griegos, Constantinopla no dejaba de ser uno de los dos grandes puntos irradiadores del cristianismo. Además, hay que tener en cuenta que los normandos, un pueblo escandinavo convertido al cristianismo que, en el siglo X, había hecho suya la boina noreste de Francia, habían decidido desarrollar una aventura mediterránea en la que ellos mismos comenzaron a amenazar las posesiones de Bizancio; el viejo imperio de Oriente, pues, estaba cogido entre dos fuegos, en situación muy débil.

La realidad, en todo caso, era más rica que todo eso. Las primeras veces que las cohortes de creyentes dirigidas por Pedro el Ermitaño llegaron a Asia Menor, muchos de ellos fueron asesinados por los propios cristianos locales, que los tomaron por musulmanes. A pesar de la unión entre hermanos que afirmaba la teología, en el siglo XI el hiato entre las dos iglesias, la occidental y la oriental, se había profundizado lo suficiente como para que nadie pudiese negarlo. Como consecuencia, y ésta es una consecuencia que sería de gran importancia en el desarrollo de las cruzadas, ambas partes tenían una imagen y una información bastante vaga e imprecisa del otro; eran casi perfectos desconocidos; algo que, como digo, habría de pesar en el momento en el que, teóricamente, tenían que haberse coordinado y sumado sus fuerzas.

En ese entorno, la llamada de ayuda enviada por Alejo Commeno al Papa Urbano no fue, aunque obviamente muchos resúmenes facilones así lo digan, el motivo de la cruzada; fue, más bien, la oportuna disculpa que encontró el inquilino de Roma para hacer lo que quería hacer, y para que una serie de señores de la guerra que vivían totalmente a espaldas de una Iglesia oriental que consideraban cismática, pudiesen hipotecarse, en casos arruinarse, para echarles una mano. Ambas partes: Commeno y Urbano, probablemente pensaron que estaban montando lo que no estaban montando. En puridad, aquello tenía toda la lógica. En una Europa que estaba mucho más consolidada en sus fronteras y conflictos, digamos, nacionales, de lo que lo había estado en los tiempos carolingios, la mano de obra armada, el soldado a sueldo sin empleo, era bastante abundante, sobre todo en Francia y en la actual Alemania. Bizancio, por su parte, encontraba problemas para alimentar sus mesnadas con las levas que todavía podía decretar.

La primera cruzada, pues, tenía que ser un poco como esas cosas que leemos hoy en día sobre países como Reino Unido o Canadá que se ponen a importar médicos y enfermeras porque ellos no tienen suficientes. Pero lo que pasó no fue eso. El Francisquito Urbano, probablemente, no supo medir la situación sicológica, socioeconómica y religiosa en la que estaba esa Europa occidental de la que era el teórico primer mandatario. Lo que hubo no fue una súper leva, sino una migración masiva en toda regla. Algo parecido, pero bastante más brutal, a las olas de refugiados que vivimos hoy en día; sólo que hay que imaginar a esas hordas de refugiados armadas, portando fusiles AK-47 y piezas de artillería.

Para Urbano, además, el premio valía la pena: si los ejércitos de la cristiandad latina ganaban la partida y lograban garantizar la estabilización del turco, nulos serían los obstáculos que se podrían oponer a la prevalencia de la Iglesia romana sobre todo el orbe cristiano. Y eso quería decir pasta. Mucha, mucha pasta.

Pues, no lo olvidéis: el tema, siempre, es la pasta.

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