jueves, octubre 30, 2025

Ceaucescu (9): ¡Elecciones libres (como en la URSS)!




Rumania, ese chollo
A la sombra de los soviéticos en flor
Quiero rendirme
El largo camino hacia el armisticio
Conspirando a toda velocidad
El golpe
Elecciones libres; o no
En contra de mi propio gobierno
Elecciones libres (como en la URSS)
El último obstáculo, el rey
Con la Iglesia hemos topado
El calvario uniate
Securitate
Yo quiero ser un colectivizador como mi papá
Stefan Foris
Patrascanu y Pauker
La caída en desgracia de Lucretiu Patrascanu
La sombra del titoísmo
Gheorghiu-Dej se queda solo
Ana Pauker, salvada por un ictus
La apoteosis del primer comunista de Rumania
Hungría
Donde dije digo…
El mejor amigo del primo de Zumosol
Pilesti
Pío, pío, que yo no he sido
Trabajador forzado por la gracia de Lenin
Los comienzos de la diferenciación
Pues yo me voy a La Mutua (china)
Hasta nunca Gheorghe
El nuevo mando
Yo no fui
Yo no soy ellos
Enemigo de sus amigos
Grandeza y miseria
De mal en peor
Esos putos húngaros
El puteo húngaro
El maldito libro transilvano
El sudoku moldavo
La fumada de Artiom Lazarev
Viva Besarabia libre (y rumana)
Primeras disidencias
Goma
Los protestantes protestan
Al líder obrero no lo quieren los obreros
Brasov
No toques a Tokes
Arde Timisoara
El derrumbador de iglesias y monasterios
Qué mal va esto
Epílogo: el comunista que quiso sorber y soplar a la vez

 

El 28 de febrero de 1945, los soviéticos dieron los pasos necesarios para que la presión social fuese, también, una presión militar. En dicha fecha, el coronel Iván Zakarovitch Susaikov, vicecomandante en jefe del grupo de ejércitos del sur, reemplazó al teniente general Vladislav Petrovitch Vinogradov como vicepresidente de la Comisión de Control aliada (bueno, seamos precisos; el cargo lo ocupaba Rodion Malinovsky; pero Malinovsky estaba en Moscú, así que delegaba). Desde el momento en que accedió al cargo, Susaikov comenzó a actuar como si fuese el único mando presente, y dejó de consultar a sus socios aliados. Ordenó a unidades del ejército rumano que se moviesen hacia el frente, y otras las disolvió; y en ningún caso reunió a la Comisión para estudiar el tema.

El espacio militar que ocupaban esas unidades rumanas que ahora Susaikov había licenciado o desplazado fue ocupado por soldados soviéticos. Las tropas de Moscú ocuparon la prefectura de policía, la oficina central de Correos y el Estado Mayor Central del ejército. Susaikov, por lo demás, se desplegaba con una total chulería frente a los rumanos. Meses después, durante una cena con el rey Miguel, se llevó a un intérprete que estuvo toda la noche escupiendo ostensiblemente en el suelo; y él mismo rompió una vieja espada china que quiso tocar, y ni siquiera pidió disculpas.

El 1 de marzo, Vyshinsky  se fue a ver al rey para decirle que los soviéticos habían decidido a favor de Petru Groza para que fuese el siguiente primer ministro. El rey, arrastrando el escroto, llamó a Groza para encargarle la formación de gobierno. Automáticamente, agrarios y liberales se negaron a estar presentes en un gobierno dominado por el frente de los trabajadores. Groza presentó una primera lista de ministros, que el rey rechazó.

El 5 de marzo, en medio de esa confusa situación, Vyshinsky se presentó de nuevo en palacio y le dijo al rey que, si Groza seguía sin poder formar un gobierno, él, personalmente, no podía garantizar que Rumania pudiese seguir siendo un Estado independiente. El rey entendió claramente el mensaje: los rusos estaban a punto de aplicar la doctrina Breznev en un momento en el que Breznev todavía era un joven multiorgásmico. Así que, al día siguiente, por la tarde, aprobó la lista de Groza. Estas conversaciones ni siquiera quedaron en secreto. Susaikov, que como muchos rusos era un puto bocachancla en cuanto se tomaba tres o cuatro vodkas, le acabó por confesar un día a sus colegas británico y estadounidense en el Comisión de Control (el vicemariscal Donald Stevenson y el brigadier general Cortland van Resselaer Schuyler) que la creación del gobierno Groza había sido una orden directa de Malinovsky, quien, según Suisakov, temía que en la retaguardia de sus tropas pudiese haber una rebelión (la gallina).

Aparentemente, los diferentes comunistas rumanos tenían, también, diferentes opiniones sobre quién debería estar en el gobierno Groza y, sobre todo, sobre la posibilidad de seguir colaborando con agrarios y liberales, como de hecho les proponía el líder de estos últimos, Constantin Bratianu. Todas estas discusiones, sin embargo las terminó Vyshinsky cagando melodías. El hombre de Stalin en Bucarest en ese momento dio instrucciones a la estructura soviética en la Comisión de Control para iniciar contactos con Gheorghe Tatarescu, un antiguo primer ministro de los tiempos del rey Carol, liberal, que se había apartado de su partido y que, como ya os he contado, era una pieza muy cotizada por los comunistas. Al mismo tiempo, le ordenó a Gheorghiu-Dej cortocircuitar cualquier contacto con Bratianu. Los comunistas, dictaminaron los soviéticos, deberían buscar la alianza con Tatarescu, y con una facción de los agrarios que se había apartado del partido y que era liderada por Anton Alexandrescu.

Como he dicho, sin embargo, estas estrategias no eran compartidas por otros líderes comunistas, como Vasile Luca. Luca consideraba que los comunistas, por mucho que repugnasen de agrarios y liberales, debían hacer todo lo posible por formar un gobierno que fuese de suficiente espectro constitucional. Ana Pauker también estaba a favor de un gobierno en el que pudieran sentirse cómodos Maniu y Bratianu; y, extrañamente, pretendía haber recibido el nihil obstat para ello de Susaikov.

Los aliados occidentales estuvieron un tiempo muy tranquilos, a causa de la celebración de la conferencia de Yalta, donde estaban convencidos de que todo se había arreglado de forma muy positiva. Sin embargo, la actitud de la URSS en Rumania después de la conferencia estuvo muy lejos de confirmar aquella impresión, y pronto se dieron cuenta de que los planes de Stalin para el país no tenían nada que ver, ni con consultarles a ellos, ni con consultar a los propios rumanos.

El gobierno Groza colocó a todas las fuerzas del orden bajo el control y el mando de los soviéticos. El 28 de febrero, de hecho, las unidades uniformadas rumanas habían sido purgadas por hombres de Moscú. En el mes de abril, Vyshinsky le ordenó a Patrascanu, que era ministro de Justicia, que echase del curro a 1.000 jueces (el sueño húmedo del podemismo de toda hora); el soviético, lógicamente, quería magistrados amateurs para los juicios que tenía en mente. En el mes de mayo, el propio Groza dio la cifra de 90.000 ciudadanos rumanos arrestados en los primeros meses de su gobierno. Patrascanu introdujo la figura de los tribunales populares, que se ocuparon de juzgar reales y presuntos crímenes de guerra. El 29 de mayo un grupo de 29 oficiales, entre ellos generales como Nicolae Macici, Constantin Trestioreanu o Cornel Carlotescu, fueron condenados a muerte, conmutada a cadena perpetua, mientras ocho más recibían penas de prisión.

Nada de esto, obviamente, placía al rey Miguel. Cada vez más, el monarca volvía su rostro hacia británicos y estadounidenses en procura de ayuda. El 2 de agosto, una vez terminada la conferencia de Potsdam, una reunión en la que ya tenían bastante más claras las intenciones de Stalin de lo que las habían tenido en Yalta, ambos países hicieron una declaración en la que anunciaron que sólo firmarían tratados de paz con países que tuviesen gobiernos plenamente democráticos. Esta declaración levantó algunas esperanzas para el rey y para los agrarios y liberales rumanos. De hecho, Maniu y Bratianu comenzaron a discutir las posibilidades que creían tener de tumbar el gobierno Groza.

El 20 de agosto, azuzado por estas perspectivas, el rey le intimó a Groza la dimisión. Groza marcó el móvil de Susaikov, y el militar ruso le dijo que no se le ocurriese marcharse ni de coña. Así que Groza volvió a palacio y le dijo al rey que sacase la pichita y le mease en la pechera si quería. Como respuesta, el rey de declaró en huelga, se negó a recibir a ministros, y a firmar los decretos.

Así estuvo Rumania cuatro meses. Pero la cosa es que las posibilidades que había abierto la declaración de Postdam tampoco eran tantas. Los rumanos, como la mayoría de los ciudadanos del resto de los países de Europa oriental, consideraron que los británicos y estadounidenses estaban mucho más comprometidos con la democracia y las libertades civiles de lo que realmente estaban.

En los días 16 a 26 de diciembre de aquel año, en Moscú se celebró una conferencia de ministros de Asuntos Exteriores aliados. Allí se decidió que una comisión, formada por los diplomáticos Clark Kerr, Averell Harriman y Vyshinsky, iría a Bucarest, para asesorar al rey de cara a la entrada en el gobierno de representantes de los partidos agrario y liberal. Tras esta reorganización, se convocarían elecciones libres.

Sobre el papel, pues, había ganado la democracia y todo eso. Pero aquello no era más que purpurina para pintar la mierda. El acuerdo de Moscú, lejos de ser lo que parece, fue la última bajada de pantalones de los aliados occidentales frente a Stalin en el tema de Rumania. Groza, las cosas como son, cumplió. Aceptó la presencia en su gobierno de Emil Hategianu, del Partido Agrario, y de Mihai Romniceanu de los liberales; ambos ministros sin cartera. Asimismo, decretó la total libertad de Prensa y las elecciones fueron anunciadas el 8 de enero de 1946. Con estas “seguridades”, británicos y estadounidenses relajaron el esfínter, se mostraron dispuestos a reconocer al gobierno Groza, afirmando que esperaban que las elecciones fuesen en abril o mayo.

Pero, claro, las cosas no fueron como se esperaba. El 27 de mayo, todavía esperando una convocatoria que no llegaba, los occidentales protestaron. Arrastrando el escroto, el gobierno elaboró una ley electoral que estaba descaradamente diseñada para favorecer a los comunistas.

Asimismo, durante aquel mes de mayo en el que tenían que haberse celebrado unas elecciones que no llegaban, las autoridades procedieron a una nueva ola de arrestos, incluido algún pez gordo como el general Aldea, es decir, el primer ministro del Interior de Sanatescu. Fue juzgado en noviembre de aquel año junto a 55 “cómplices”, y sentenciado a trabajos forzados de por vida. Moriría en prisión tres años después. Una tranquila calle ajardinada de casas bajas en Slatina, su ciudad natal, es casi todo lo que queda de él.

Por supuesto, los comunistas tiraron de Catón en la consideración de la violencia de las masas como un justo acto de indignación que, no sólo no debía ser sancionado, sino que debía ser promocionado. Como consecuencia, para los partidos no de izquierdas, mantener mítines y reuniones políticas se convirtió en algo muy difícil, ya que siempre aparecía algún grupo de alegres hijos de puta a reventárselo y reventar los bazos de los participantes. Por otra parte, cuando Estados Unidos protestó ante Groza por todo lo que estaba pasando, la respuesta del primer ministro rumano fue para enmarcarla: “cuando la URSS habla de elecciones libres, se refiere a elecciones libres del tipo de los que ellos tienen en su país”.

En estas circunstancias, las elecciones se celebraron el 19 de noviembre. El bloque de gobierno, después de que sus papeletas las contasen a pachas entre Tezanos, Leire Díez y Maduro, afirmó haber recibido cinco millones de votos; el 84%. Los agrarios habían sacado 800.000 votos y los liberales algunos menos de 300.000. Se elegían 414 diputados para un sistema unicameral, de los cuales 348 sitios fueron ocupados por culos de la coalición de gobierno por 66 de la oposición.

Tanto los diplomáticos como los periodistas occidentales tuvieron muy claro que los resultados habían estado manipulados. Dean Acheson, el secretario de Estado USA, declaró que su gobierno no los iba a reconocer. Hector McNeil, el vicesecretario de Foreign Office, fue a los Comunes a decir que las elecciones no habían sido ni libres ni limpias. Para sorpresa de nadie, cuando Nicolae Ceaucescu cayó en desgracia, y con él lo hizo el comunismo rumano (cuando menos oficialmente), se han ido conociendo documentos del propio Partido que demuestran que todas estas afirmaciones de los representantes occidentales eran ciertas de toda certitud. Los británicos, sin embargo, decidieron no hacer piña con Washington en aquello. El tema, verdaderamente, tenía su lógica. Era, ya, tardísimo para ponerse estupendos.

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