lunes, octubre 27, 2025

Ceaucescu (6): El golpe




Rumania, ese chollo
A la sombra de los soviéticos en flor
Quiero rendirme
El largo camino hacia el armisticio
Conspirando a toda velocidad
El golpe
Elecciones libres; o no
En contra de mi propio gobierno
Elecciones libres (como en la URSS)
El último obstáculo, el rey
Con la Iglesia hemos topado
El calvario uniate
Securitate
Yo quiero ser un colectivizador como mi papá
Stefan Foris
Patrascanu y Pauker
La caída en desgracia de Lucretiu Patrascanu
La sombra del titoísmo
Gheorghiu-Dej se queda solo
Ana Pauker, salvada por un ictus
La apoteosis del primer comunista de Rumania
Hungría
Donde dije digo…
El mejor amigo del primo de Zumosol
Pilesti
Pío, pío, que yo no he sido
Trabajador forzado por la gracia de Lenin
Los comienzos de la diferenciación
Pues yo me voy a La Mutua (china)
Hasta nunca Gheorghe
El nuevo mando
Yo no fui
Yo no soy ellos
Enemigo de sus amigos
Grandeza y miseria
De mal en peor
Esos putos húngaros
El puteo húngaro
El maldito libro transilvano
El sudoku moldavo
La fumada de Artiom Lazarev
Viva Besarabia libre (y rumana)
Primeras disidencias
Goma
Los protestantes protestan
Al líder obrero no lo quieren los obreros
Brasov
No toques a Tokes
Arde Timisoara
El derrumbador de iglesias y monasterios
Qué mal va esto
Epílogo: el comunista que quiso sorber y soplar a la vez

 


Cuando el mariscal Antonescu se presentó ante el rey, dijo, como primera providencia, que él se negaba en redondo a pactar armisticio alguno sin mantener informado a Hitler. El rey Miguel retrucó haciéndole ver que, en realidad, no se trataba de lo que se quisiera o no se quiera hacer, sino del hecho de que no había tiempo de hacer nada. Las tropas soviéticas eran ya dueñas de partes importantes del país; el armisticio debía firmarse inmediatamente, y no había tiempo para montar videoconferencias con nadie.

Lo siguiente que hizo el rey fue preguntarle a Antonescu si, en el caso de que hubiese “alguien” que diese un paso al frente y se mostrase dispuesto a negociar con los aliados, él se quitaría de en medio. Antonescu contestó con un seco: “nunca”.

En ese punto, el rey abandonó la sala de audiencias y se llegó a una habitación contigua, donde le esperaban sus asesores más cercanos: Styrcea, Bruzesti, Ionnitiu y el general Aurel Aldea; a los que hay que añadir a Sanatescu, que estaba en la audiencia. El rey les dijo que había llegado el momento de arrestar al mariscal.

El rey regresó a la habitación donde estaba Antonescu, y le informó fríamente de que, recogiendo la voluntad del pueblo rumano expresada a través de los cuatro partidos del Bloque, había decidido terminar la guerra. Y añadió: en el caso de que considere que no puede llevar a cabo la labor de negociar un armisticio, debe considerarse cesado de todos sus cargos.

Antonescu le contestó, chulesco, afirmando que él no aceptaba órdenes de nadie. En ese punto, el rey le dijo secamente que estaba cesado, y abandonó la habitación. Ya fuera, ordenó a su ayuda de cámara, coronel Emilian Ionescu, que arrestase a los dos Antonescu.

El rey se fue a su estudio, a donde le siguió la comitiva de asesores ya comentada. Allí todos estuvieron de acuerdo en que había que hacer dos cosas con urgencia: la primera, localizar a los líderes de los partidos políticos e informarles de las novedades; y, segunda, hacer lo propio con los aliados. Asimismo, había que nombrar un primer ministro, ya que el país no podía quedar sin gobierno, y Mihai Antonescu estaba arrestado. El rey Miguel quería a Maniu, lógicamente; pero nadie lo encontraba, así que, urgidos por dar una sensación de normalidad y por poder presentar un interlocutor viable a los aliados, nombraron al general Sanatescu (asunto en el que seguro que también pesó el hecho de que el propio Maniu había dejado claro que el gobierno debía quedar en manos de un entorchado). Ionnitiu redactó el decreto de nombramiento, el rey lo firmó y Sanatescu, portando ya el acto jurídico que lo convertía en jefe de gobierno de Rumania, se fue echando leches al Cuartel General del Ejército, donde ordenó a las tropas presentes en la ciudad que se posicionasen en lugares estratégicos; y al conjunto de las fuerzas el cese de las hostilidades con los soviéticos. En las horas subsiguientes, ni un solo oficial del ejército desobedeció las órdenes de Sanatescu.

Os podrá parecer increíble, pero lo cierto es que los políticos no pueden evitar ser políticos incluso en las situaciones más comprometidas. En toda la tarde, Maniu y Patrascanu no habían sido capaces de pactar una lista de ministros. Además, no estaban en el palacio real. Así las cosas, fueron los asesores del rey los que fueron designando los ministros. Niculescu Buzesti, que era consejero en el ministerio de Asuntos Exteriores, se encontró con que era ministro de la cosa, es decir, se había convertido en su propio jefe. El general Aldea aceptó la responsabilidad de ser ministro del Interior. Los cuatro grandes pesos de las cuatro formaciones del Bloque: Maniu, Bratianu, Petrescu y Patrascanu, fueron nombrados ministros sin cartera.

Los políticos, efectivamente, habían dejado solo al rey ante el marrón; algo que, por lo que se ve, es más frecuente de lo que parece. El primero que enseñó el gañote, a eso de las ocho de la tarde, fue Patrascanu; este dato, digo, da bien la medida de lo mucho que arriesgaron los políticos en aquella jornada, puesto que Patrascanu, como todos los demás, sabía bien que el golpe estaba previsto para el mediodía. Así pues, se había tomado cinco horas de margen para ver cómo iba la cosa. Traía el texto del discurso del rey, así como dos decretos, ya pactados en el seno del Bloque, por los cuales se concedía una amnistía a los políticos presos, y abolían los campos de internamiento. Acto seguido, Patrascanu le dijo al rey que quería ser como Bolaños, o sea, ministro de Justicia. El rey no quería aceptar su deseo. Era consciente de que al resto de los líderes políticos no se les habían dado carteras, y temía que el gesto pudiera generar un fuerte enfrentamiento, Sin embargo, también tenía que valorar que, aunque llegó muy tarde, Patrascanu había aparecido por el palacio antes que nadie, y además con bastante trabajo normativo hecho. Así que le ofreció ser algo así como ministro de Justicia provisional. Este gesto de darle a Patrascanu lo que no tuvieron otros líderes políticos sería muy explotado en el futuro por el Partido Comunista, cuando construyese la ficción histórica de que había sido la fuerza dirigente del golpe de Estado.

Algún tiempo después, llegó a palacio Titel Petrescu; y, más tarde aún, Emil Bodnaras. El anuncio del golpe y de la cesación completa de las hostilidades con los aliados fue radiado a la nación a las 10 horas y 12 minutos de la noche.

Los dos Antonescus fueron trasladados a una especie de piso franco, en el barrio de Vatra Luminoasa. Uno de los temas eternos de discusión historiográfica en Rumania, muy intervenido por los años de comunismo y las muchas cosas que entonces se dijeron sobre el golpe, es la pregunta de si el rey entregó a los dos arrestados al control de los comunistas. Tanto el rey como los partidos políticos, cuando diseñaron el golpe, habían concluido que un elemento fundamental del mismo era impedir a toda costa que Antonescu pudiese contactar con tropas alemanas. Y concluyeron que no podían entregarlo a la custodia de la policía, porque en las fuerzas del orden había muchos mandos bastante partidarios del mariscal, y de los alemanes, que podrían liberarlo. Patrascanu, durante la discusión de estos detalles, propuso que se formase una guardia con miembros de los cuatro partidos, que asumiría la vigilancia del arrestado. Esta idea fue bien recibida, tanto por Maniu como por Bratianu. En un encuentro que celebraron los conspiradores el 17 de agosto, Maniu anunció que había formado un grupo de voluntarios del Partido Agrario que podrían asumir la labor. Sin embargo, con esas cosas tan extrañas que pasaron el día del golpe, ese día en el que todo el mundo sabía lo que iba a pasar, pero nadie estaba disponible, este equipo no pudo ser localizado; Maniu diría con posterioridad que los habían enviado a Transilvania, a luchar contra los alemanes. En esas condiciones, el único grupo que había en palacio era, efectivamente, el de los comunistas, al mando de Bodnaras; y fueron ellos los que custodiaron a Antonescu.

Conforme fueron pasando las horas, los conspiradores fueron localizando y enjaretando a los ministros del gobierno Antonescu. El general Constantin Pantazi, que era ministro de Defensa; el general Constantin Vasiliu, vicesecretario de Estado en el Ministerio del Interior; y el coronel Mircea Elefterescu, jefe de la policía de Bucarest, fueron arrestados.

El tema, sin embargo, no había terminado. El 31 de agosto, cuando las tropas soviéticas estaban ya en Bucarest, sus altos mandos se dirigieron a Iosif Teodorescu, jefe militar rumano de Bucarest, para reclamar a la persona de Antonescu. Teodorescu; el ministro de Defensa, general Aldea; y el alcalde de Bucarest, general Victor Dombrovski, se reunieron con el teniente general soviético Tevcenkov, y le dijeron que no tenían ni puta idea de dónde estaba Antonescu. Como los soviéticos se pusieran todavía más babas con el tema, acabaron por llamar al palacio de gobierno para pedir instrucciones. Entonces se presentó en el lugar del encuentro un hombre que se identificó como Emil Bodnaras, miembro del Comité Central del Partido Comunista rumano. Ante las preguntas de los soviéticos, Bodnaras contestó que a Antonescu lo tenían los comunistas.

Bornaras le ofreció a Tevcenko la oportunidad de ir a ver a Antonescu. El general soviético se hizo acompañar del general Iván Nikolayevitch Burenin, jefe de las fuerzas soviéticas en Bucarest, y otros 40 oficiales de su ejército. En la casa a las que les llevó Bodnaras estaban los dos Antonescu, Pantazi, Vasiliu y Elefterescu.

Los soviéticos, cuando vieron aquel montaje, dijeron que la seguridad de la casa era una puta mierda, por lo que insistieron una vez más en que los prisioneros tenían que quedar en custodia por su parte. Bornaras le ofreció mantener a los prisioneros donde estaban, pero con una guardia reforzada con soldados soviéticos. Éstos, sin embargo, dijeron que ni de coña. Como todo el mundo sabía de lo que se estaba hablando allí, Bodnaras decidió poner el dedo en la llaga y le dijo a sus camaradas: “el gobierno rumano no está dispuesto a aceptar que Antonescu termine en Moscú”. Comunista como era, sabía bien que, si le entregaba a los arrestados a los hombres de Stalin, lo más probable es que no volviese a verlos. Sin embargo, de nada le sirvieron sus admoniciones. Aquel día, 31 de agosto, a las cinco de la tarde, los arrestados fueron trasladados al cuartel general del 53 ejército soviético.

Esta versión es la versión de los comunistas; es decir, hay que cogerla con pinzas. En realidad, todas las versiones hay que ponerlas en solfa; pero digamos que la probabilidad de fango en el relato de un comunista es bastante más alta. Pantazi, uno de los detenidos, escribió unas memorias en las que dijo que tres días antes de que lo que acabo de relataros pasase o no pasase, Aldea ya había visitado a los arrestados, y les había anunciado que acabarían en Moscú. En todo caso, fueron trasladados a la URSS rápidamente (a principios de setiembre ya estaban allí); pero fueron por lo general bien tratados.

Meses después, el 13 de junio de 1945, fueron alojados en una dacha a las afueras de Moscú. Allí comenzó una serie de interrogatorios a Ion Antonescu por parte de un importante miembro de la policía secreta soviética, Iván Abakumov, sobre todo sobre las matanzas de judíos practicadas en 1941 en Odessa. El día 14, Antonescu intentó ahorcarse. El día 17, los prisioneros fueron trasladados a la Lubianka. Allí fueron interrogados por diversos oficiales de inteligencia, hasta que fueron devueltos a Bucarest en abril de 1946. El 6 de mayo comenzó el juicio contra Antonescu bajo la acusación de “haber llevado la nación al desastre” y por crímenes de guerra. El proceso duró diez días y tanto él como los otros acusados fueron declarados culpables. El 17 de mayo, los dos Antonescu, Constantin Vasilu, Gheorghe Alexianu, Constantin Pantazi, Radu Lecca y Eugen Cristescu fueron condenados a muerte; sin embargo, las sentencias de Pantazi, Lecca y Cristescu fueron finalmente conmutadas tras una apelación. Las apelaciones de los otros cuatro fueron rechazadas y, consecuentemente, fueron ejecutados por un pelotón de fusilamiento a las 6 de la tarde del 6 de junio.

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