miércoles, octubre 29, 2025

Ceacucescu (8): En contra de mi propio gobierno




Rumania, ese chollo
A la sombra de los soviéticos en flor
Quiero rendirme
El largo camino hacia el armisticio
Conspirando a toda velocidad
El golpe
Elecciones libres; o no
En contra de mi propio gobierno
Elecciones libres (como en la URSS)
El último obstáculo, el rey
Con la Iglesia hemos topado
El calvario uniate
Securitate
Yo quiero ser un colectivizador como mi papá
Stefan Foris
Patrascanu y Pauker
La caída en desgracia de Lucretiu Patrascanu
La sombra del titoísmo
Gheorghiu-Dej se queda solo
Ana Pauker, salvada por un ictus
La apoteosis del primer comunista de Rumania
Hungría
Donde dije digo…
El mejor amigo del primo de Zumosol
Pilesti
Pío, pío, que yo no he sido
Trabajador forzado por la gracia de Lenin
Los comienzos de la diferenciación
Pues yo me voy a La Mutua (china)
Hasta nunca Gheorghe
El nuevo mando
Yo no fui
Yo no soy ellos
Enemigo de sus amigos
Grandeza y miseria
De mal en peor
Esos putos húngaros
El puteo húngaro
El maldito libro transilvano
El sudoku moldavo
La fumada de Artiom Lazarev
Viva Besarabia libre (y rumana)
Primeras disidencias
Goma
Los protestantes protestan
Al líder obrero no lo quieren los obreros
Brasov
No toques a Tokes
Arde Timisoara
El derrumbador de iglesias y monasterios
Qué mal va esto
Epílogo: el comunista que quiso sorber y soplar a la vez

 

El gobierno rumano se negaba a las medidas exigidas por los soviéticos argumentando que, de llevar a cabo purgas tan profundas, el Estado sufriría una peligrosa esclerosis. Sin embargo, los comunistas no renunciaron, y comenzaron a organizar manifestaciones y protestas específicamente dedicadas a figuras que querían ver afectadas por las purgas (porque el Catón comunista nos dice bien claro que eso de señalar y cancelar sólo está mal hecho cuando se lo haces a Pablo Iglesias). Por ejemplo, se centraron en el nuevo ministro del Interior, Nicolae Petrescu, que era miembro del Partido Agrario; un hombre que era vehementemente anti comunista.

En noviembre, coincidiendo con una manifestación en contra de Petrescu, un grupo de soldados del ejército, que al parecer estaban seriamente mamados, dispararon sobre unos sindicalistas y dejaron a dos completamente tiesos. El bloque comunista organizó un gran entierro y agitó en la Prensa mensajes relativos a “balas hitlerianas” que habían cometido el asesinato protegidas por el gobierno. Finalmente, los miembros del Partido Agrario y del Partido Liberal dimitieron del gobierno Sanatescu; pero no lo hicieron por considerar, como decía la propaganda, que trabajaba en favor de las fuerzas pro nazis, sino por todo lo contrario: se fueron porque consideraban que Sanatescu era demasiado blando respecto del fango soviético. Sanatescu cayó. El 2 de diciembre, el rey Miguel le encargó la formación de gobierno al general Nicolae Radescu, que había sido jefe del Estado Mayor pero era un hombre no significado políticamente.

Si el rey Miguel estuviese leyendo estas notas y le apeteciese comentarlas, supongo que diría que el nombramiento de Radescu era, básicamente, lo único que podía hacer. Es una opinión respetable; pero lo cierto es que, si esto era lo único que podía hacer, entonces, muy probablemente, estaba ya perdido. En situaciones de máximo enfrentamiento, tratar de que alguien totalmente alejado de la política arregle las cosas es un error. Porque sólo pueden pasar dos cosas: o que ese hombre sea ambicioso, o que no lo sea. Si no es un hombre ambicioso, la cosa irá mal porque se lo comerán por las patas. Y si es ambicioso, la cosa también irá mal porque entonces será él quien se coma a todo el mundo por las patas. En España lo sabemos bien; para figura apolítica, el general Francisco Franco Bahamonde.

El rey estaba completamente harto de la política de acoso y derribo de los soviéticos. De hecho, le dijo a Vyshinsky que, si los soviéticos no dejaban de dar por culo, no le iba a quedar otra que abdicar y marcharse del país. Supongo que se lo debió decir pensando que con esto lo acojonaba. Vyshinsky tiró del Catón del buen comunista, y lo negó todo. Ellos, los soviéticos, estaban en Rumania, básicamente, para comprar unos cuelgafácil.

Los comunistas, que no olvidemos seguían integrados en el Bloque junto con el resto de fuerzas políticas que habían echado a Antonescu, esperaban que en este nuevo gobierno les diesen el ministerio del Interior, que era lo que querían. Para su desagradable sorpresa, sin embargo, Radescu se reservó la cartera para sí. En esas circunstancias, el frente unitario de los trabajadores, representados por sus líderes Ana Pauker y Vasile Luca, dijo que pasaba de entrar en gobierno. Sin embargo, con el mismo desparpajo que habían dicho que de ninguna manera participarían en el gobierno, dijeron lo contrario cuando de Moscú les llegó el mensaje de que el Jefe los quería colaborando. Radescu, en todo caso, le otorgó a los comunistas el viceministerio del Interior, en la persona de Teohari Georgescu. Asimismo, como ministros entraron Patrascanu, titular de Justicia; y Gheorghiu-Dej, que entró de Óscar Puente, es decir, ministro de Comunicaciones y Obras Públicas.

Obviamente, este esquema de decisiones era la consecuencia de las prioridades de Stalin. El líder de la URSS quería terminar la guerra contra Hitler lo antes posible, y no quería que una Rumania inestable pudiera finalmente prolongar el calendario. Los soviéticos, además, consideraban que si en ese momento el Partido Comunista tomaba las riendas del país, sería un desastre, pues todavía era, en según qué cosas, una formación inferior a sus competidoras. Por eso, entre otras cosas, no le gustaba demasiado que el rey pudiera abdicar. Stalin quería a Miguel fuera de Rumania, pero no ahora. El 8 de diciembre, Vyshinsky dejó el país, sin ruido y sin publicidad.

Sin embargo, estaba Georgescu instalado en el Ministerio del Interior. El devoto y disciplinado comunista, que como otros disciplinados comunistas sería recompensado con el tiempo con un buen juicio en el que quedó prístinamente claro que era un enemigo de la clase trabajadora, se puso rápidamente manos a la obra. En nueve de las 16 prefecturas del país, consiguió colocar a su gente. Ignoró las órdenes de su jefe, ministro y jefe de gobierno, en el sentido de que había que desarmar a las milicias comunistas, entonces con unos 10.000 efectivos ya; y se dedicó a infiltrar compañeros en la Siguranta.

Con el nuevo año, el frente de los trabajadores pasó a la ofensiva. Los comunistas lo recibieron con la publicación de un manifiesto que atacaba directamente a Radescu y su gobierno, al que acusaban de no estar cumpliendo los términos del armisticio; y exigieron la realización en seis semanas de una reforma agraria, oferta con la que buscaban atraerse la simpatía de la población rural, abiertamente anticomunista.

El 4 de enero de 1945, en Moscú, Stalin recibió a Pauker, Gheorghiu-Dej y Gheorghe Apóstol. En dicha reunión, Stalin les dijo a los comunistas rumanos que apretasen con el tema de la reforma agraria. Obviamente, los comunistas obedecieron, añadiendo en la oferta el ataque frontal a agrarios y liberales, quienes habían sido otrora sus aliados y a los que ahora motejaban de fascistas (cómo no) y contrarios a los deseos del pueblo. 

El 29 de enero, el frente de los trabajadores publicó su programa de gobierno, en el que clamaba por un nuevo ejecutivo, la reforma agraria y la democratización del ejército (léase conversión del ejército en un instrumento para el totalitarismo fascista de izquierdas). Cuando los liberales y agrarios intentaron responder a estos argumentos, los comunistas convocaron una huelga en las imprentas que impidió la salida de sus periódicos. Gheorghiu-Dej, por su parte, trató de expandir algo el ámbito de la formación obrerista tentando a un importante dirigente liberal disidente, Gheorghe Tatarescu, para que se uniese al frente de los trabajadores.

Hasta los huevos de todo esto, el 14 de febrero Radescu convocó una reunión del consejo de ministros en la que se dirigió directamente a Georgescu, le dijo que se estaba desempeñando de una forma absolutamente falta de ética (vaya novedad) y lo conminó a abandonar el gobierno. El viceministro del Interior le respondió al primer ministro que mejor dimitiese su puta madre.

El primer ministro intentó entonces disolver las Guardias Patrióticas el día 15. Pero Georgescu y el responsable de las guardias, es decir Emil Bodnaras, simplemente pasaron de él. Después de eso Georgescu se volvió a negar a dimitir; y no sólo se negó a dimitir, sino que afirmó que no estaba dispuesto a obedecer las órdenes de Radescu, porque no eran las que quería el pueblo. Por supuesto, Georgescu sabía lo que quería la gente por ciencia infusa; gracias a ser miembro de la vanguardia revolucionaria. Porque los comunistas, como quiera que la mayoría de las veces que les ha dado por dejar que la gente dijese en las urnas lo que pensaba no les ha ido muy bien, no son muy de consultarle a nadie nada.

Mientras Radescu y Georgescu se las tenían tiesas, los comunistas movilizaron a uno de sus amigos para siempre, el viceprimer ministro Petru Groza; que no era formalmente comunista, pero era muy amigo de ellos. Groza se dedicaba en ese momento a excitar a los campesinos para que comenzasen a aplicar la reforma agraria por su cuenta, sin esperar el aval de la ley.  Radescu llegó a acusar a Groza en el consejo de ministros de estar preparando una guerra civil. Pero, las cosas como son, no era verdad. Los comunistas eran muy conscientes de que, si iban en ese momento a la guerra civil, podrían perderla. El comunismo rumano, pues, no cometió el error que, al fin y a la postre, cometió el comunismo español.

Era demasiado pronto. El frente de los trabajadores preparó manifestaciones en diversas ciudades. Para entonces, dominaban las fábricas a través de los sindicatos, incluso realizando medidas de presión contra los trabajadores que no les seguían. Las cosas como son, en aquella época hubo elecciones sindicales en algunas grandes empresas del país y, por lo general, los comunistas no llegaban al 20% de los puestos elegidos. Pero eso, claro, ya sabemos que, a un comunista, más que detenerlo, lo galvaniza. Ellos seguían diciendo que los demás eran los que opinaban cosas que “no eran las que quería el pueblo”. Pero, vamos, que todo se puede arreglar. El 6 de febrero, un grupo de las Guardias Patrióticas, acompañado por agentes de la NKVD soviética, se presentó en la sede de una de estas empresas que habían celebrado elecciones sindicales, y le dieron una paliza a los que habían dicho votar por las candidaturas independientes. 11 de ellos fueron llevados a una comisaría que tenía montada la NKVD, a mamar marxismo un rato. El 19 de febrero, 3.600 de los 5.500 trabajadores de una siderúrgica de Bucarest firmaron un manifiesto pidiendo la dimisión del comité comunista presidido por Vasile Mauriciu. Al día siguiente se convocó una asamblea para votar esta propuesta pero, vaya, lo que son las cosas, no se pudo celebrar. Aparecieron por allí unos ferroviarios y tranviarios comunistas (incontrolados, por supuesto) y se liaron a hostias con el personal. Varios trabajadores resultaron muertos.

Por supuesto, la Prensa comunista comenzó a acusar a Radescu de ser quien estaba preparando una guerra civil, no ellos. En la Comisión de Control aliada, los soviéticos también atacaron al gobierno aduciendo que no estaba haciendo nada para purgar la Administración de fascistas; inacción ésta que, continuaban, venía a justificar que la gente se tomase la justicia por su mano. El 24 de marzo, después de una gran manifestación de la izquierda, la gente se desplazó hasta la plaza del palacio, frente al Ministerio del Interior, donde Radescu tenía su despacho. Se montó la mundial, se produjeron disparos, y varias personas resultaron muertas.

Con el tiempo, una comisión forense rumano-soviética acabó por dictaminar que las balas extraídas de dentro de los cuerpos de los manifestantes muertos no tenían el calibre de la munición de las fuerzas armadas. Sin embargo, para cuando estos doctores publicaron su informe, Radescu ya estaba condenado. Tras la manifestación y las muertes, en medio de una amplia corriente de oposición, Radescu hizo un discurso radiado en el que atacó directamente a Ana Pauker y Vasile Luca, a los que llamó hienas y “extranjeros sin país ni Dios”. Tras estas palabras, Moscú vio el cielo abierto. Con la misma rapidez con que Vishinsky se había marchado de Rumania, se hizo corpóreo de nuevo. Del aeropuerto se fue directamente a palacio, donde le exigió al rey Miguel el cese inmediato de Radescu. El rey comenzó con que si la puta y la Ramoneta, escudándose en las formalidades constitucionales para argumentar que, por mucho que quisiera complacer a los soviéticos, todo en la vida tiene sus plazos. Vishinsky se marchó, regresó al día siguiente por la tarde, y le preguntó al rey qué había hecho en aquellas 24 horas. Le dijo que le daba unas horas para hacer algo.

El rey Miguel hizo lo único que podía hacer. Un soviético había sacado una pistola y le estaba apuntando. Lo único que podía hacer, efectivamente, era llamar a los británicos y estadounidenses. Sin embargo, apenas consiguió arrancarles protestitas formales; peditos de Albares. Occidente había decidido ya que Rumania era cosa de la URSS, y actuaba en consecuencia.

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