viernes, octubre 24, 2025

Ceaucescu (5): Conspirando a toda velocidad




Rumania, ese chollo
A la sombra de los soviéticos en flor
Quiero rendirme
El largo camino hacia el armisticio
Conspirando a toda velocidad
El golpe
Elecciones libres; o no
En contra de mi propio gobierno
Elecciones libres (como en la URSS)
El último obstáculo, el rey
Con la Iglesia hemos topado
El calvario uniate
Securitate
Yo quiero ser un colectivizador como mi papá
Stefan Foris
Patrascanu y Pauker
La caída en desgracia de Lucretiu Patrascanu
La sombra del titoísmo
Gheorghiu-Dej se queda solo
Ana Pauker, salvada por un ictus
La apoteosis del primer comunista de Rumania
Hungría
Donde dije digo…
El mejor amigo del primo de Zumosol
Pilesti
Pío, pío, que yo no he sido
Trabajador forzado por la gracia de Lenin
Los comienzos de la diferenciación
Pues yo me voy a La Mutua (china)
Hasta nunca Gheorghe
El nuevo mando
Yo no fui
Yo no soy ellos
Enemigo de sus amigos
Grandeza y miseria
De mal en peor
Esos putos húngaros
El puteo húngaro
El maldito libro transilvano
El sudoku moldavo
La fumada de Artiom Lazarev
Viva Besarabia libre (y rumana)
Primeras disidencias
Goma
Los protestantes protestan
Al líder obrero no lo quieren los obreros
Brasov
No toques a Tokes
Arde Timisoara
El derrumbador de iglesias y monasterios
Qué mal va esto
Epílogo: el comunista que quiso sorber y soplar a la vez

 



Bodnaras era, además de un comunista rumano, un oficial de la NKVD soviética que, según algunas versiones, habría sido usado por Antonescu para llegar a las autoridades soviéticas durante aquellos tiempos de negociaciones. En el momento en que la situación del país como aliado de Alemania se hizo definitivamente incómoda, para el comunismo rumano se presentó la oportunidad de salir de la clandestinidad mediante la alianza con el Partido Agrario, los liberales y los socialdemócratas, para formar el llamado Bloque Nacional Democrático; algo que finalmente ocurrió el 20 de junio de 1944.

Una semana después de haber creado el BND, los representantes aliados situados en Cairo recibieron el plan que había diseñado dicha formación, en compañía del rey Miguel, para dar el golpe de Estado.

Manliu era el gran muñidor de aquel plan, que contaba con tres acciones por parte de los aliados: primero, una ofensiva soviética en el frente rumano; segundo, en el momento de producirse el golpe, tres brigadas aerotransportadas y unos 2.000 paracaidistas deberían descender sobre el país; y, por último, los aliados deberían bombardear fieramente las infraestructuras de comunicación entre Rumania y Hungría y Bulgaria.

Este plan fue muy bien recibido tanto por británicos como por estadounidenses. Sin embargo, las precauciones entre los propios aliados eran más que evidentes. Nokilov, que era el máximo representante soviético, se negó a realizar una reunión con sus colegas occidentales con el objetivo de coordinar acciones, puesto que, dijo, esa iniciativa era demasiado prematura.

Obviamente, Nokilov sabía que aquella operación no era cualquier operación; y, consiguientemente, necesitaba conocer con precisión el análisis de su secretario general. Stalin, sin embargo, no contestó a los variados mensajes de su representante. Dado que todo en Stalin tenía su sentido, el silencio también es otro ejemplo. Aunque se había comprometido en las reuniones multilaterales de los aliados a que ningún aliado haría planes bilaterales con nadie, lo cierto es que Stalin consideraba que estaba tocando con la punta de los dedos un acuerdo vis-a-vis con Antonescu, un acuerdo que podía ser enormemente positivo para la URSS; y, consiguientemente, en lo que se refiere a los planes de Manliu, su opción era matar el partido.

A principios de junio, Alexandra Kollontai, una de las escasas bolchevicas de pata negra, que era embajadora soviética en Estocolmo, se había entrevistado con su colega rumano, Frederik Nanu, y le había ofrecido un armisticio de amigo. Este armisticio suponía que Rumania devolvería Transilvania pero, a cambio, obtendría la fijación de “áreas libres” donde ningún ejército salvo el rumano podría establecerse. Los soviéticos, además, se mostraban ahora comprensivos en el tema de las reparaciones de guerra, y permitían que Rumania se pudiera aplicar un plazo de dos semanas entre el momento en que firmase el armisticio y el momento en que le declarase la guerra a Alemania.

Obviamente conocedor de estos acercamientos, Antonescu le solicitó una entrevista a Hitler. El Führer lo recibió el 5 de agosto en Rastenburg. El mariscal rumano se encontró a un canciller que comenzaba a desarrollar la airada indiferencia que presidiría sus últimos días. Consciente de que iba a perder la guerra, había llegado ya a la conclusión de que dicha circunstancia era la consecuencia de que el pueblo alemán no hubiese sabido, o no hubiese querido, luchar como se debe. En el marco de estas ideas de extremo rencor, Hitler le preguntó a Antonescu si Rumania estaba dispuesta a seguir luchando junto a las divisiones alemanes. Antonescu trató de evitar una respuesta clara e inmediata, condicionando toda continuidad en la participación de Rumania en la garantía por parte alemana contra el avance soviético, así como la actitud de Hungría y de Bulgaria. El mariscal regresó a Bucarest muy hondamente preocupado.

Manliu, por su parte, estaba buscando el nihil obstat definitivo de los aliados a su proyecto de golpe de Estado. El 7 de julio, el rey y el bloque nacional democrático habían fijado el 17 de agosto como el día en que lo harían, convencidos como estaban de que en esos días las divisiones de Stalin estarían llamando a las puertas de la frontera. El golpe tenía que ser tarde, porque tenía que operar sobre una realidad madura; pero tampoco podía ser demasiado tarde, porque si se retardaba demasiado, entonces los soviéticos podrían haber conseguido avances muy significativos en territorio rumano, lo que les podría llevar a considerar que era mejor solución una invasión militar de las de toda la vida.

Manliu, sin embargo, vio cómo el verano se consolidaba sin que de Cairo llegase ningún mensaje positivo. En la capital egipcia todo seguía bloqueado porque uno de los tres aliados no se decidía.

Finalmente, después de que el golpe hubiera de ser aplazado, el 20 de agosto los soviéticos comenzaron su ofensiva. Los generales Rodion Yakovlevitch Malinovsky y Fiodor Ivanovitch Tolbukhin llevaron a cabo un ataque muy efectivo. La ofensiva llevada a cabo en el norte del país logró romper el frente, un hecho que movió al rey a abandonar Sinaia y desplazarse a Bucarest para discutir mierdas con su gente. Los representantes políticos estaban dispersos y no localizados. Así las cosas, el rey Miguel le preguntó al general Dalmaceanu cuánto tiempo necesitaba para tomar las comunicaciones, que era el primer paso del golpe; el militar le dijo que necesitaba cinco días. Así las cosas, el golpe fue agendado de nuevo para la una de la tarde del 26 de agosto.

El plan era que el rey invitaría a los dos Antonescu, el mariscal y su ministro Mihai, para un almuerzo en el que todos debían discutir las acciones a tomar. Si en el curso de esa reunión el mariscal se mostraba contrario a una negociación con los aliados, el rey procedería a hacer uso de su prerrogativa constitucional de cesarlo. El nuevo gobierno, que obviamente se formaría con representantes de los partidos del Bloque, invitaría a los alemanes a abandonar Rumania, además de otorgar plenos poderes a dos enviados a Cairo: Barbu Stirbey y Constantin Visoianu, para que firmasen un armisticio.

El 21 de agosto por la tarde, los miembros del Bloque fueron finalmente contactados, y pudieron aprobar los planes diseñados por el rey. Todos tuvieron el último encuentro antes del golpe. Allí estaba el rey y, además, Maniu, Bratianu, Patrascanu, Titel Petrescu, Grigore Nicolescu-Buzesti, el responsable de las comunicaciones del Ministerio de Asuntos Exteriores, Ion Moscony-Styrcea, el jefe de la casa del rey, general Constantin Sanatescu, y el secretario privado del rey, Mircea Ionnitiu.

Patrascanu y Petrescu defendieron la formación de un gobierno de unidad nacional encabezado por Maniu. El apelado se negó a ello, consciente de que enseñar la cabeza en ese momento era la mejor forma de comprar boletos para perderla; y defendió la idea de un gobierno de técnicos presidido por un militar pues, al fin y al cabo, la primera labor de dicho gobierno sería administrar un armisticio. Como no se ponían de acuerdo, el tema fue dejado en manos de Maniu y Patrascanu, que se comprometieron a elaborar una lista de ministros para el día 23. Todo el mundo recibió instrucciones de largarse y dispersarse hasta el día del rigodón.

En los días que siguieron, los soviéticos siguieron paseándose por Rumania tranquilamente, lo que a Antonescu le puso de los nervios. Tomó la costumbre de moverse constantemente entre el frente y Bucarest.  El día 23 de agosto decidió abandonar la capital y mover el culo hacia Moldavia, donde estaba lo más gordo del frente. En corto: el día del golpe, el hombre contra quien se iba a producir el mismo no iba a estar en Bucarest. Styrcea se enteró de puta casualidad, y en cuanto lo supo le fue con la movida al rey, quien consiguió localizar a Maniu.

Mientras tanto, Mihai Antonescu, el primer ministro del gobierno, entró en pánico ante la imposibilidad de que alemanes y rumanos le presentasen batalla a los soviéticos; y, consecuentemente, decidió que trataría de negociar un armisticio por su cuenta. Se lo comunicó a su jefe en la tarde del 22 de agosto, y el mariscal no puso objeción; ya no podía, en realidad. El representante alemán en Bucarest de facto era el experto economista Carl August Clodius, que se mostraba más eficiente que el titular del puesto, Manfred Freiherr von Killinger. La misma tarde que los Antonescu hablaron entre ellos, el mariscal le prometió a Clodius que los rumanos iban a hacer un último esfuerzo por parar el avance soviético; en el caso de fracasar, le dijo, los rumanos se reservaban el derecho a actuar como les pareciese más conveniente.

Una vez que se produjo este encuentro, Mihai Antonescu envió un mensaje a Estocolmo en el que instruía a Nanu para que se fuera a ver a la Kollontai y le dijese que el gobierno rumano estaba dispuesto a un armisticio.

En la mañana del día 23, Mihai Antonescu y la mujer del mariscal trataron de convencer al entonces hombre fuerte de Rumania para que se fuese a ver al rey y acordase con él la búsqueda de un armisticio. El mariscal se negó a hacer esa gestión personalmente, pero vino a decir que si otro la hacía, pues bien. Así que el otro Antonescu llamó a Ionnitiu, quien despertó al rey. Miguel aceptó ver al primer ministro a las tres de la tarde de aquel día.

Este compromiso, sin embargo, no era suficiente. Hacía falta implicar al propio mariscal. Maniu y Bratianu, quienes consideraban que era mucho más eficiente convencer a Antonescu que dar el golpe, se dirigieron al sobrino del segundo de ellos, el historiador Gheroghe Bratianu, que era un hombre que, verdaderamente, tenía mucho predicamento con Antonescu. Le intimaron para que lo presionase y tratase de convencerlo de que se viese con el rey Miguel. Antonescu le escuchó y pareció estar de acuerdo con lo que le decía; sin embargo, dijo que sólo iría a ver al rey bajo la condición de que Maniu y Gheorghe Bratianu le firmasen antes de las tres de la tarde una carta afirmando que lo apoyaban en sus gestiones para un armisticio.

El rey, mientras tanto, estaba reunido con su gente, con la que concluyó que el golpe de gracia contra Antonescu debería producirse aquella tarde, cuando finalmente acudiese a palacio. Ahora hacía falta avisar a los demás conspiradores, sobre todo Maniu y Patrascanu. El primero de ellos no fue encontrado en su casa. En cuando a Patrascanu, un contacto de él informó que tanto él como Petrescu irían a palacio, pero por la noche. Dado que Gheorghe Bratianu no fue capaz de encontrar a Maniu, no pudo cumplir la condición de Antonescu de escribir la carta. Cuando se presentó ante Antonescu con las manos vacías, el mariscal montó en cólera y le dijo que, por lo que a él se refería, Mihai Antonescu podía ir solo a palacio.

En la hora fijada, Antonescu (Mihai) estaba en palacio. Fue recibido por el rey y el general Sanatescu. Cuando el primer ministro dijo que el mariscal no iba a llegar. Sanatescu salió de la habitación, lo telefoneó y le dijo que si era gilipollas o qué. Antonescu, agachando las orejas, le dijo que vale, que iba para allá.

Y, finalmente, se presentó.

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