Rumania, ese chollo
A la sombra de los soviéticos en flor
Quiero rendirme
El largo camino hacia el armisticio
Conspirando a toda velocidad
El golpe
Elecciones libres; o no
En contra de mi propio gobierno
Elecciones libres (como en la URSS)
El último obstáculo, el rey
Con la Iglesia hemos topado
El calvario uniate
Securitate
Yo quiero ser un colectivizador como mi papá
Stefan Foris
Patrascanu y Pauker
La caída en desgracia de Lucretiu Patrascanu
La sombra del titoísmo
Gheorghiu-Dej se queda solo
Ana Pauker, salvada por un ictus
La apoteosis del primer comunista de Rumania
Hungría
Donde dije digo…
El mejor amigo del primo de Zumosol
Pilesti
Pío, pío, que yo no he sido
Trabajador forzado por la gracia de Lenin
Los comienzos de la diferenciación
Pues yo me voy a La Mutua (china)
Hasta nunca Gheorghe
El nuevo mando
Yo no fui
Yo no soy ellos
Enemigo de sus amigos
Grandeza y miseria
De mal en peor
Esos putos húngaros
El puteo húngaro
El maldito libro transilvano
El sudoku moldavo
La fumada de Artiom Lazarev
Viva Besarabia libre (y rumana)
Primeras disidencias
Goma
Los protestantes protestan
Al líder obrero no lo quieren los obreros
Brasov
No toques a Tokes
Arde Timisoara
El derrumbador de iglesias y monasterios
Qué mal va esto
Epílogo: el comunista que quiso sorber y soplar a la vez
Bodnaras era, además de un comunista rumano, un oficial de la NKVD soviética que, según algunas versiones, habría sido usado por Antonescu para llegar a las autoridades soviéticas durante aquellos tiempos de negociaciones. En el momento en que la situación del país como aliado de Alemania se hizo definitivamente incómoda, para el comunismo rumano se presentó la oportunidad de salir de la clandestinidad mediante la alianza con el Partido Agrario, los liberales y los socialdemócratas, para formar el llamado Bloque Nacional Democrático; algo que finalmente ocurrió el 20 de junio de 1944.
Una semana después de haber creado el BND, los
representantes aliados situados en Cairo recibieron el plan que había diseñado
dicha formación, en compañía del rey Miguel, para dar el golpe de Estado.
Manliu era el gran muñidor de aquel plan, que contaba con
tres acciones por parte de los aliados: primero, una ofensiva soviética en el
frente rumano; segundo, en el momento de producirse el golpe, tres brigadas
aerotransportadas y unos 2.000 paracaidistas deberían descender sobre el país;
y, por último, los aliados deberían bombardear fieramente las infraestructuras
de comunicación entre Rumania y Hungría y Bulgaria.
Este plan fue muy bien recibido tanto por británicos como
por estadounidenses. Sin embargo, las precauciones entre los propios aliados
eran más que evidentes. Nokilov, que era el máximo representante soviético, se
negó a realizar una reunión con sus colegas occidentales con el objetivo de
coordinar acciones, puesto que, dijo, esa iniciativa era demasiado prematura.
Obviamente, Nokilov sabía que aquella operación no era
cualquier operación; y, consiguientemente, necesitaba conocer con precisión el
análisis de su secretario general. Stalin, sin embargo, no contestó a los
variados mensajes de su representante. Dado que todo en Stalin tenía su
sentido, el silencio también es otro ejemplo. Aunque se había comprometido en
las reuniones multilaterales de los aliados a que ningún aliado haría planes
bilaterales con nadie, lo cierto es que Stalin consideraba que estaba tocando
con la punta de los dedos un acuerdo vis-a-vis con Antonescu, un acuerdo que
podía ser enormemente positivo para la URSS; y, consiguientemente, en lo que se
refiere a los planes de Manliu, su opción era matar el partido.
A principios de junio, Alexandra Kollontai, una de las
escasas bolchevicas de pata negra, que era embajadora soviética en Estocolmo,
se había entrevistado con su colega rumano, Frederik Nanu, y le había ofrecido
un armisticio de amigo. Este armisticio suponía que Rumania devolvería
Transilvania pero, a cambio, obtendría la fijación de “áreas libres” donde
ningún ejército salvo el rumano podría establecerse. Los soviéticos, además, se
mostraban ahora comprensivos en el tema de las reparaciones de guerra, y permitían
que Rumania se pudiera aplicar un plazo de dos semanas entre el momento en que
firmase el armisticio y el momento en que le declarase la guerra a Alemania.
Obviamente conocedor de estos acercamientos, Antonescu le
solicitó una entrevista a Hitler. El Führer lo recibió el 5 de agosto en
Rastenburg. El mariscal rumano se encontró a un canciller que comenzaba a
desarrollar la airada indiferencia que presidiría sus últimos días. Consciente
de que iba a perder la guerra, había llegado ya a la conclusión de que dicha
circunstancia era la consecuencia de que el pueblo alemán no hubiese sabido, o
no hubiese querido, luchar como se debe. En el marco de estas ideas de extremo
rencor, Hitler le preguntó a Antonescu si Rumania estaba dispuesta a seguir
luchando junto a las divisiones alemanes. Antonescu trató de evitar una
respuesta clara e inmediata, condicionando toda continuidad en la participación
de Rumania en la garantía por parte alemana contra el avance soviético, así
como la actitud de Hungría y de Bulgaria. El mariscal regresó a Bucarest muy
hondamente preocupado.
Manliu, por su parte, estaba buscando el nihil obstat definitivo
de los aliados a su proyecto de golpe de Estado. El 7 de julio, el rey y el
bloque nacional democrático habían fijado el 17 de agosto como el día en que lo
harían, convencidos como estaban de que en esos días las divisiones de Stalin
estarían llamando a las puertas de la frontera. El golpe tenía que ser tarde,
porque tenía que operar sobre una realidad madura; pero tampoco podía ser
demasiado tarde, porque si se retardaba demasiado, entonces los soviéticos
podrían haber conseguido avances muy significativos en territorio rumano, lo
que les podría llevar a considerar que era mejor solución una invasión militar
de las de toda la vida.
Manliu, sin embargo, vio cómo el verano se consolidaba sin
que de Cairo llegase ningún mensaje positivo. En la capital egipcia todo seguía
bloqueado porque uno de los tres aliados no se decidía.
Finalmente, después de que el golpe hubiera de ser
aplazado, el 20 de agosto los soviéticos comenzaron su ofensiva. Los generales
Rodion Yakovlevitch Malinovsky y Fiodor Ivanovitch Tolbukhin llevaron a cabo un ataque muy
efectivo. La ofensiva llevada a cabo en el norte del país logró romper el
frente, un hecho que movió al rey a abandonar Sinaia y desplazarse a Bucarest
para discutir mierdas con su gente. Los representantes políticos estaban
dispersos y no localizados. Así las cosas, el rey Miguel le preguntó al general
Dalmaceanu cuánto tiempo necesitaba para tomar las comunicaciones, que era el
primer paso del golpe; el militar le dijo que necesitaba cinco días. Así las
cosas, el golpe fue agendado de nuevo para la una de la tarde del 26 de agosto.
El plan era que el rey invitaría a los dos Antonescu, el
mariscal y su ministro Mihai, para un almuerzo en el que todos debían discutir
las acciones a tomar. Si en el curso de esa reunión el mariscal se mostraba
contrario a una negociación con los aliados, el rey procedería a hacer uso de
su prerrogativa constitucional de cesarlo. El nuevo gobierno, que obviamente se
formaría con representantes de los partidos del Bloque, invitaría a los
alemanes a abandonar Rumania, además de otorgar plenos poderes a dos enviados a
Cairo: Barbu Stirbey y Constantin Visoianu, para que firmasen un armisticio.
El 21 de agosto por la tarde, los miembros del Bloque
fueron finalmente contactados, y pudieron aprobar los planes diseñados por el
rey. Todos tuvieron el último encuentro antes del golpe. Allí estaba el rey y,
además, Maniu, Bratianu, Patrascanu, Titel Petrescu, Grigore Nicolescu-Buzesti,
el responsable de las comunicaciones del Ministerio de Asuntos Exteriores, Ion
Moscony-Styrcea, el jefe de la casa del rey, general Constantin Sanatescu, y el
secretario privado del rey, Mircea Ionnitiu.
Patrascanu y Petrescu defendieron la formación de un
gobierno de unidad nacional encabezado por Maniu. El apelado se negó a ello,
consciente de que enseñar la cabeza en ese momento era la mejor forma de
comprar boletos para perderla; y defendió la idea de un gobierno de técnicos
presidido por un militar pues, al fin y al cabo, la primera labor de dicho gobierno
sería administrar un armisticio. Como no se ponían de acuerdo, el tema fue
dejado en manos de Maniu y Patrascanu, que se comprometieron a elaborar una
lista de ministros para el día 23. Todo el mundo recibió instrucciones de
largarse y dispersarse hasta el día del rigodón.
En los días que siguieron, los soviéticos siguieron
paseándose por Rumania tranquilamente, lo que a Antonescu le puso de los
nervios. Tomó la costumbre de moverse constantemente entre el frente y
Bucarest. El día 23 de agosto decidió
abandonar la capital y mover el culo hacia Moldavia, donde estaba lo más gordo
del frente. En corto: el día del golpe, el hombre contra quien se iba a
producir el mismo no iba a estar en Bucarest. Styrcea se enteró de puta
casualidad, y en cuanto lo supo le fue con la movida al rey, quien consiguió
localizar a Maniu.
Mientras tanto, Mihai Antonescu, el primer ministro del
gobierno, entró en pánico ante la imposibilidad de que alemanes y rumanos le
presentasen batalla a los soviéticos; y, consecuentemente, decidió que trataría
de negociar un armisticio por su cuenta. Se lo comunicó a su jefe en la tarde
del 22 de agosto, y el mariscal no puso objeción; ya no podía, en realidad. El
representante alemán en Bucarest de facto era el experto economista Carl August Clodius,
que se mostraba más eficiente que el titular del puesto, Manfred Freiherr von
Killinger. La misma tarde que los Antonescu hablaron entre ellos, el mariscal le prometió a
Clodius que los rumanos iban a hacer un último esfuerzo por parar el avance
soviético; en el caso de fracasar, le dijo, los rumanos se reservaban el
derecho a actuar como les pareciese más conveniente.
Una vez que se produjo este encuentro, Mihai Antonescu
envió un mensaje a Estocolmo en el que instruía a Nanu para que se fuera a ver
a la Kollontai y le dijese que el gobierno rumano estaba dispuesto a un
armisticio.
En la mañana del día 23, Mihai Antonescu y la mujer del
mariscal trataron de convencer al entonces hombre fuerte de Rumania para que se
fuese a ver al rey y acordase con él la búsqueda de un armisticio. El mariscal
se negó a hacer esa gestión personalmente, pero vino a decir que si otro la
hacía, pues bien. Así que el otro Antonescu llamó a Ionnitiu, quien despertó al
rey. Miguel aceptó ver al primer ministro a las tres de la tarde de aquel día.
Este compromiso, sin embargo, no era suficiente. Hacía
falta implicar al propio mariscal. Maniu y Bratianu, quienes consideraban que
era mucho más eficiente convencer a Antonescu que dar el golpe, se dirigieron
al sobrino del segundo de ellos, el historiador Gheroghe Bratianu, que era un
hombre que, verdaderamente, tenía mucho predicamento con Antonescu. Le
intimaron para que lo presionase y tratase de convencerlo de que se viese con
el rey Miguel. Antonescu le escuchó y pareció estar de acuerdo con lo que le
decía; sin embargo, dijo que sólo iría a ver al rey bajo la condición de que
Maniu y Gheorghe Bratianu le firmasen antes de las tres de la tarde una carta
afirmando que lo apoyaban en sus gestiones para un armisticio.
El rey, mientras tanto, estaba reunido con su gente, con
la que concluyó que el golpe de gracia contra Antonescu debería producirse
aquella tarde, cuando finalmente acudiese a palacio. Ahora hacía falta avisar a
los demás conspiradores, sobre todo Maniu y Patrascanu. El primero de ellos no
fue encontrado en su casa. En cuando a Patrascanu, un contacto de él informó
que tanto él como Petrescu irían a palacio, pero por la noche. Dado que
Gheorghe Bratianu no fue capaz de encontrar a Maniu, no pudo cumplir la condición
de Antonescu de escribir la carta. Cuando se presentó ante Antonescu con las
manos vacías, el mariscal montó en cólera y le dijo que, por lo que a él se refería,
Mihai Antonescu podía ir solo a palacio.
En la hora fijada, Antonescu (Mihai) estaba en palacio.
Fue recibido por el rey y el general Sanatescu. Cuando el primer ministro dijo
que el mariscal no iba a llegar. Sanatescu salió de la habitación, lo telefoneó
y le dijo que si era gilipollas o qué. Antonescu, agachando las orejas, le dijo
que vale, que iba para allá.
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