Rumania, ese chollo
A la sombra de los soviéticos en flor
Quiero rendirme
El largo camino hacia el armisticio
Conspirando a toda velocidad
El golpe
Elecciones libres; o no
En contra de mi propio gobierno
Elecciones libres (como en la URSS)
El último obstáculo, el rey
Con la Iglesia hemos topado
El calvario uniate
Securitate
Yo quiero ser un colectivizador como mi papá
Stefan Foris
Patrascanu y Pauker
La caída en desgracia de Lucretiu Patrascanu
La sombra del titoísmo
Gheorghiu-Dej se queda solo
Ana Pauker, salvada por un ictus
La apoteosis del primer comunista de Rumania
Hungría
Donde dije digo…
El mejor amigo del primo de Zumosol
Pilesti
Pío, pío, que yo no he sido
Trabajador forzado por la gracia de Lenin
Los comienzos de la diferenciación
Pues yo me voy a La Mutua (china)
Hasta nunca Gheorghe
El nuevo mando
Yo no fui
Yo no soy ellos
Enemigo de sus amigos
Grandeza y miseria
De mal en peor
Esos putos húngaros
El puteo húngaro
El maldito libro transilvano
El sudoku moldavo
La fumada de Artiom Lazarev
Viva Besarabia libre (y rumana)
Primeras disidencias
Goma
Los protestantes protestan
Al líder obrero no lo quieren los obreros
Brasov
No toques a Tokes
Arde Timisoara
El derrumbador de iglesias y monasterios
Qué mal va esto
Epílogo: el comunista que quiso sorber y soplar a la vez
Los rumanos no podían saberlo, pero al iniciarse el verano de 1940 se enfrentaban a una seria mutilación de su territorio. En junio, al calor de los pactos con Hitler, Stalin llevó a cabo su viejo sueño de aplicarse la Besarabia; y Hitler, algunas semanas después, ya en agosto, le adjudicó la Transilvania septentrional a Hungría. Algunas semanas antes, la Komintern le había exigido al PCR que enviase dos representantes a Moscú para informar de sus actividades. Los elegidos fueron Vasile Luca y Zighelboim Strul. Ambos, sin embargo, fueron detenidos cuando intentaban salir ilegalmente del país.
El Partido tuvo que improvisar, y decidió enviar a dos
delegados nuevos: Stefan Foris y Teohari Georgescu. Ambos, aparentemente,
lograron llegar a Moscú. Allí Foris fue nombrado secretario general del
Partido, mientras que a Georgescu le dijeron que fuese calentando, que si
cualquier cosa le pasaba a Foris, él sería el designado.
En los meses siguientes, una serie de comunistas rumanos
fueron concentrándose en Moscú. Leonte Rautu y Alexandru Barladeanu eran
naturales de Besarabia; cuando la región fue anexada por la URSS, recibieron la
nacionalidad soviética y se les ordenó mover el culo hacia la capital. Allí se
les juntaron Valter Roman y Vasile Luca; a éste último ya hemos visto que lo
habían detenido; pero había sido liberado tras la invasión soviética de
Bukovina. Todos estos activistas quedaron, a partir del momento en que llegó a
Moscú, bajo la tácita coordinación de Ana Pauker.
En junio de 1941, cuando Hitler atacó a la URSS, lo hizo
contando entre sus efectivos a soldados rumanos que le había enviado Ion
Antonescu, el líder pro nazi del país. De hecho, en la famosísima batalla de
Stalingrado a las bajas alemanas se unieron muchas rumanas, ya que había
soldados de dicha procedencia allí. Mientras tanto, Ana Pauker se ocuparía, ya
en 1943, de crear una unidad rumana del ejército soviético, la llamada división
Tudor Vladimirescu. Pero lo más importante, desde el punto de vista de la
organización del Partido, es que éste consolidó dos polos que apenas se
contactaban. Por un lado, estaba el grupo de Moscú, que ya hemos visto. Pero,
por otro, estaban los comunistas de interior, por así decirlo; que eran
aquéllos que habían sido apresados y metidos en prisiones y que fueron
progresivamente trasladados a un centro de internamiento en Targu Jiu. Allí
estaba Teohari Georgescu y estaba, sobre todo Gheorghiu-Dej, quien estaba
adquiriendo cada vez más predicamento entre sus pares. Y aún quedaba el grupo
de militantes que había conseguido permanecer en libertad, entre los cuales
estaban Stefan Foris, Remus Koffler, Constantin Agiu, Lucretiu Patrascanu,
Petre Gheorghe, Constantin Parvulescu o Iosif Ranghet.
De todos ellos, el más poderoso era lógicamente Foris, ya
que era el secretario general, además nombrado con todos los predicamentos
desde Moscú. Gheorghiu-Dej, sin embargo, se aplicó a segarle la hierba bajo los
pies, sobre todo a causa de la actitud un tanto lenitiva de Foris hacia la
participación de Rumania en la operación Barbarroja.
La vida carcelaria de los comunistas en una Rumania pro
nazi era bastante dura; no sólo tenían condiciones muy duras y eran pobremente
alimentados sino que, en algunos casos, incluso hubo miembros del Partido que
resultaron asesinados sin garantías. Aquello, sin embargo, comenzó a cambiar
después de Stalingrado. Los internados en Targu comenzaron a mejorar su
capacidad de acción, y eso animó a Gheorghiu-Dej para diseñar el golpe final
contra Foris. En abril de 1943 se reunieron en la prisión Gheorghiu-Dej, Emil
Bondnaras, Parvulescu, Ranghet y Chivu Stoica; acordaron exigir el cese de
Foris bajo los cargos de ser un informante policial. En su lugar se colocó a un
secretariado provisional en plan gestora del que formaban parte Bodnaras,
Parvulescu y Ranghet. Los conspiradores contra el secretario general nombrado
por Moscú contaban con la ventaja de que el contacto con la capital soviética,
en ese momento, era imposible. La URSS venía de tiempo atrás controlando el PCR
a través de una serie de agentes soviéticos que residían en Sofía, y que se
desplazaban a Bucarest cuando era necesario. Pero este viaje, desde el momento
en que Rumania la declaró la guerra a la URSS tras la invasión alemana, ya no
era posible.
De todas formas, parece que Gheorghiu-Dej tampoco montó la
defenestración de Foris en total desconexión con Moscú. Algunos indicios
apuntan a que la Komintern había decidido que los comunistas rumanos realizasen
algunos actos de sabotaje dentro de su país; cuando Gheorghiu le trasladó la
orden a Foris, éste se negó a llevarla a cabo, lo que le dio todo el margen a
los conspiradores para decir que aquél no podía ser el secretario general del
Partido. Foris fue cesado en abril de 1944 y, posteriormente, sería asesinado
por órdenes de Gheorghiu-Dej, siempre obsesionado con impresionar a su jefe.
La Historia del Partido Comunista de Rumania, que la
verdad no era gran cosa hasta el momento, habría de cambiar de tono el 23 de
agosto de 1944. A principios de dicho año, el PCR seguía siendo una formación
muy minoritaria y, a pesar de ello, cargaba con un enorme peso de disidencias,
capillas y discusiones. Tenía tres liderazgos distintos que apenas se
conectaban entre ellos y un nulo predicamento en la sociedad. Por lo demás, su
aceptación de las reivindicaciones territoriales soviéticas lo había puesto en
contra de casi cualquier punto de vista político rumano mínimamente teñido de
nacionalismo.
El golpe de 23 de agosto de 1943 empezó de alguna manera
en enero de dicho año, con la definitiva derrota de los alemanes en
Stalingrado. Los rumanos tuvieron en dicha batalla algo más de 155.000 bajas,
aproximadamente una cuarta parte de todas las fuerzas rumanas que estaban
enfangadas en el frente oriental.
La derrota de Stalingrado convenció a Antonescu, el hombre
fuerte de Rumania, de que Hitler no iba a ganar la guerra. Esto era un
problema, aunque menor de lo que se puede pensar. Antonescu era muy sanguíneo y
se dejaba llevar por impulsos a veces no muy bien medidos. Pero tenía cerca de
sí a personas más inteligentes y comedidas, como su jefe de Estado Mayor, el
general Ilie Steflea. Steflea le había convencido de que no pusiera todos los
huevos en la misma cesta y, así, por mucho que Antonescu se moría por implicar
en la invasión de la URSS cuantos más efectivos, mejor, finalmente, siguiendo
los consejos que le daban, había dejado aproximadamente la mitad de su ejército
dentro de sus fronteras; lo cual, ahora, se convertía en una ventaja.
Políticamente hablando, la debilidad de Hitler le apretaba
el cinturón al mariscal Antonescu: tenía que hacer algo para poder entenderse
con los aliados. Mihai Antonescu, que era vicepresidente del consejo de
ministros y titular de Asuntos Exteriores, era exactamente de la misma idea.
Con la autorización del gran jefe, este segundo Antonescu, y también el líder
de la oposición (Partido Agrario) Iuliu Manliu, comenzaron a lanzar señales
hacia los aliados en procura de alguna respuesta. En enero de 1943, sin embargo,
los aliados habían acordado en Casablanca sindicarse en la exigencia de no
hacer negociaciones, sino de exigir rendiciones incondicionales.
Mihai Antonescu, en ese entorno, se dejó de mensajes más o
menos crípticos a través de interlocutores poco conocidos, y decidió activar
contactos diplomáticos directos con los aliados, todo ello en países neutrales.
Asimismo, buscó interlocutores de cierta enjundia, como Andrea Cassulo, que era
el nuncio papal en Bucarest. España, por cierto, no fue ajena a estos
movimientos. En marzo de 1943, el embajador rumano en Madrid mantuvo una
reunión con sus colegas portugués y argentino, a los que les pidió que, asimismo,
contactasen con el embajador estadounidense, Carlton Hayes, para hacerle saber
la voluntad rumana de alcanzar una paz con los aliados. Victor Cadere, que era
el embajador rumano en Portugal, hizo lo mismo con el presidente Salazar,
solicitándole que hablase con el embajador británico. Meses después, se produjo
un contacto ya directo con británicos y estadounidenses a través del embajador
rumano en Estocolmo, George Duca.
La jugada de intentar los contactos con Carlton Hayes fue
bastante torpe por parte de los rumanos. Tenían que haberse dado cuenta de que
la neutralidad de España y de Portugal no era el mismo tipo de neutralidad de
Suecia. Más en concreto, la neutralidad del general Franco era de ese tipo de
neutralidades en las que le vas a Hitler con el queo de todo lo que oyes. Así
las cosas, enterarse los diplomáticos españoles de que los rumanos estaban
buscando en Madrid la manera de llegar a los aliados, y decírselo a Berlín, fue
todo uno. Así las cosas, el 12 de abril de aquel 1943, durante una reunión
mantenida en el castillo de Klessheim en Salzburgo, Hitler se encaró con
Antonescu y le vino a decir que estaba perfectamente informado de todas las
guarreridas que estaba perpetrando en Madrid. Antonescu respondió con una
declaración cerrada de fidelidad absoluta a la causa alemana que Hitler dio por
buena, o hizo que daba por buena. Pero la cosa es que, al día siguiente, volvió
sobre el tema. En tonos muy amargos, acusó a Antonescu de haberle fibrilado a
sus interlocutores portugués y argentino la idea de que, no sólo Rumania, sino
la propia Alemania, estaban dispuestos a negociar una paz; y que, por lo tanto,
la sensación de debilidad que ahora tenían los aliados respecto de Alemania era
responsabilidad de los rumanos.
Antonescu se hizo el orejas en Salzburgo; pero, en
realidad, conocía perfectamente los movimientos que había realizado su ministro
de Asuntos Exteriores, y aun los del líder de la oposición. Y, de hecho,
consiguió interesar a algunos de los aliados, sobre todo los occidentales. Gran
Bretaña, muy particularmente, se aplicó rápidamente a tratar de mantener
contactos con el rey Miguel.
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