Rumania, ese chollo
A la sombra de los soviéticos en flor
Quiero rendirme
El largo camino hacia el armisticio
Conspirando a toda velocidad
El golpe
Elecciones libres; o no
En contra de mi propio gobierno
Elecciones libres (como en la URSS)
El último obstáculo, el rey
Con la Iglesia hemos topado
El calvario uniate
Securitate
Yo quiero ser un colectivizador como mi papá
Stefan Foris
Patrascanu y Pauker
La caída en desgracia de Lucretiu Patrascanu
La sombra del titoísmo
Gheorghiu-Dej se queda solo
Ana Pauker, salvada por un ictus
La apoteosis del primer comunista de Rumania
Hungría
Donde dije digo…
El mejor amigo del primo de Zumosol
Pilesti
Pío, pío, que yo no he sido
Trabajador forzado por la gracia de Lenin
Los comienzos de la diferenciación
Pues yo me voy a La Mutua (china)
Hasta nunca Gheorghe
El nuevo mando
Yo no fui
Yo no soy ellos
Enemigo de sus amigos
Grandeza y miseria
De mal en peor
Esos putos húngaros
El puteo húngaro
El maldito libro transilvano
El sudoku moldavo
La fumada de Artiom Lazarev
Viva Besarabia libre (y rumana)
Primeras disidencias
Goma
Los protestantes protestan
Al líder obrero no lo quieren los obreros
Brasov
No toques a Tokes
Arde Timisoara
El derrumbador de iglesias y monasterios
Qué mal va esto
Epílogo: el comunista que quiso sorber y soplar a la vez
El líder de la oposición, Manliu, en realidad estaba jugando a dos barajas. Jugaba, desde luego, a la negociación de una rendición, o un cambio de bando, por parte de Rumania. Pero jugaba también al derrocamiento de Antonescu. Quería, efectivamente, beneficiarse de la situación en forma de cambio de gobierno a su favor. Sin embargo, desconfiaba enormemente de los aliados. Era consciente de que el principal actor aliado en la zona era la URSS, y sabía bien que la URSS ambicionaba invadir Rumania y hacerla suya. Por ello, temía que finalmente los otros aliados permitiesen la transacción.
Como consecuencia de estos miedos y prevenciones, Manliu
se convirtió en una referencia bastante compleja para los aliados, y también
para los soviéticos. Así las cosas, Moscú decidió que, estratégicamente, era
mucho mejor para ellos negociar con Antonescu.
En enero de 1944, Antonescu le dijo a Manliu que estaba
fuera de toda posibilidad un movimiento por el cual Rumania abandonase la
guerra. Tras el fracaso de la operación Barbarroja, el petróleo rumano era de
tal importancia para Alemania que resultaba imposible imaginar que Hitler le
fuese a permitir al rey Miguel jugar al despiste.
El problema para el rey y para el gobierno rumano era que
el país se había metido en un jodido laberinto. A principios de 1944,
literalmente, ninguno de los dos bandos: ni los alemanes, ni los aliados,
estaba en condiciones de garantizar la integridad territorial y la
independencia de Rumania; en realidad, es que ninguno de los dos bandos quería
estampar su firma al pie de tamaña garantía. Así las cosas, Antonescu era
consciente de que Rumania se iba a “italianizar”; es decir, era un país que, en
algún momento, tendría que aceptar que ambos contendientes se enfrentasen
dentro de sus fronteras.
Adolf Hitler conoció las conversaciones de los rumanos con
los aliados incluso antes de que se produjesen. Por ello, ordenó a su Estado
Mayor que diseñase una operación de ocupación de Rumania, un poco al estilo de
los que también había preparado ya para la ocupación de Hungría. Consciente de
la necesidad de su ejército en otros frentes, sin embargo, el canciller alemán
decidió darle una oportunidad más a la negociación. Así pues, Hitler y
Antonescu se volvieron a citar, en Klessheim, donde se vieron los días 23 y 24
de marzo de 1944. Hitler, tratando de dejar las cosas claras pero sin hacer
acusaciones directas, optó durante aquellas entrevistas por tomarla con los
húngaros. Dijo tener pruebas irrefutables de que estaban complotando para
pasarse al bando aliado, y los puso de puta para arriba. Antonescu entendió el
mensaje, y comprometió una total fidelidad al Führer. Lo hizo con tanta
vehemencia que Hitler, que había llegado a Klessheim bastante mosqueado y,
básicamente, convencido de que, aunque profesaba una amistad sincera por
Antonescu, probablemente tendría que deponerlo, dio marcha atrás en sus
intenciones.
Antonescu, sin embargo, continuó realizando aproximaciones
a los aliados. Cada día que avanzaba la guerra estaba más convencido de que
Alemania, algún día, sería incapaz de parar a los soviéticos si decidían entrar
en el país; y buscaba, desesperadamente, algún tipo de garantía desde el bando
aliado en el sentido de que la integridad territorial del país sería respetada.
El problema era que los bárbaros estaban ya a las puertas.
El 29 de marzo, los soviéticos tomaron Cernauti en la Bukovina septentrional.
El 10 de abril cayó Odessa, el gran puerto crimeo. En la práctica, todo esto
significaba que la presencia de Rumania en Transnistria era ya imposible.
Hitler había pasado a estar a la defensiva. Pero, en ese
momento, se vio hasta qué punto Antonescu era un hombre de palabra; o, tal vez,
simplemente alguien consciente de que su apuesta por Hitler había llegado lo
suficientemente lejos como para que no fuese posible algo tan simple como
dejarlo tirado. El líder rumano, en este sentido, se negó a abandonar a su
amigo.
Pero esto era Antonescu; no Rumania. El rey Miguel no era,
ni de lejos, de la opinión de su primer ministro; cuando descubrió que en la
oposición tolerada tampoco lo eran, comenzó a mantener contactos con ellos cuyo
objetivo era la deposición del gobernante del país.
El tema venía de meses atrás. El rey Miguel había quedado
muy impresionado por la enorme factura de vidas humanas que había tenido que
pagar Rumania en Stalingrado. Tras la derrota, en el mensaje de Año Nuevo que
dirigió al pueblo rumano al iniciarse 1943, ya tuvo la iniciativa de decir que
Rumania tenía que dejar de luchar al lado de Hitler y que debía buscar la paz.
Aquel discurso provocó un gran cabreo del mariscal Antonescu. Por supuesto, los
alemanes protestaron vivamente por aquel discurso, que dijeron iluminado por
Manliu y por Constantin, normalmente conocido como Dinu, Bratianu, las dos
figuras más señeras de la oposición.
El rey de Rumania era, en aquel entonces, un joven
bastante fogoso de 22 años. Manliu le bajó los humos. Puede que el ejército
rumano te obedezca, le vino a decir; pero el país está petado de tropas
alemanas, y nos destrozarían en dos días.
A finales de 1943, Manliu le había propuesto a los aliados
su salida física de Rumania, con el objetivo de poder realizar una negociación
con ellos, soviéticos incluidos. Éstos le contestaron que cualquier negociación
con los aliados debería ser una negociación con todos ellos a la vez; y
que debía concretarse en una oferta de rendición incondicional realizada por un
emisario con poderes suficientes.
En los últimos días del año 1943, un diplomático rumano en
Estocolmo llamado George Duca, contactó con diplomáticos británicos y
estadounidenses. Más o menos en las mismas fechas, el embajador rumano en
Estocolmo, Frederik Nanu, había recibido la visita de un hombre que le había
sugerido la apertura de negociaciones de los aliados con el gobierno rumano; hombre que Nanu
supuso era un agente de la NKVD, es decir, un enviado de Stalin. Los hombres
con los que Nanu comenzó a negociar en las semanas siguientes le dijeron que no
se preocupase de nada, que ellos, los soviéticos, mantendrían informados a sus
amiguitos aliados.
El abril de 1944, en El Cairo, británicos, estadounidenses
y soviéticos se pusieron de acuerdo sobre los términos de armisticio que
aceptarían; condiciones que le fueron comunicadas tanto a Antonescu como a
Manliu. Los rumanos, venían a decir esas condiciones, deberían volverse
activamente contra los alemanes, pagar reparaciones de guerra a los soviéticos,
aceptar que tanto Besarabia como la Bukovina septentrional serían territorio
soviético y, por último, el gobierno rumano debería garantizar el libre tránsito
por su territorio de las tropas soviéticas. A cambio, Rumania vería restaurada
la Transilvania septentrional.
Al mismo tiempo que ocurría esto, los soviéticos activaban
algunas de sus terminales en la sociedad rumana. En dicho mes, por ejemplo, 69
profesores de universidad firmaron un manifiesto en el que llamaban al gobierno
rumano a cesar toda hostilidad contra los aliados. El manifiesto, que no se
cortaba un pelo a la hora de demostrar sus dependencias, afirmaba que la URSS
no tenía intención ni de destruir el Estado rumano, ni anexarse territorios más
allá de las fronteras de 1941, ni de cambiar el sistema político-social del
país (noniná).
El 5 de mayo, el ministro británico Anthony Eden invitó al
Foreign Office al embajador soviético en Londres, Fedor Tarasovitch Gusev.
Hablaron de muchas cosas, pero Eden se las arregló para dejar caer la
posibilidad de llegar a un acuerdo entre soviéticos y británicos en torno a las
cuestiones griega y rumana. Los británicos estaban entonces muy preocupados con
la situación en Grecia, donde los comunistas, que se habían hecho acreedores de
un notable prestigio como resistentes durante la guerra, tenían muchas
posibilidades de ganar al país para la órbita soviética; algo que, de haber
ocurrido, habría puesto en gran peligro la estrategia mediterránea de los
británicos. En esas condiciones, Londres estaba dispuesto a cambiar cromos, Así
que Eden le vino a decir a Gusev que Londres estaba dispuesto a asumir el
principio general de que Rumania debía de ser un tema fundamentalmente
soviético, si los soviéticos admitían que Grecia debía ser un tema
fundamentalmente británico.
De alguna manera, este tipo de cantos de sirena llegó a
oídos de Manliu, que entró en pánico. Dado que buena parte de los negocios de
la coordinación entre aliados se venía trasegando de tiempo atrás en El Cairo,
el político rumano tenía una terminal allí: Constantin Visoianu. Manliu activó
a Visoianu para que se pusiera en movimiento y tratase de saber más, además de
transmitir la honda preocupación rumana por la situación tal y como iba
evolucionando. Efectivamente, el corresponsal cariota tuvo una conversación con
el representante británico en Cairo, Christopher Steel, en la que le confesó
todas las cuitas de Bucarest. Eden, cuando fue informado, contestó que los
rumanos mejor harían en olvidarse de obtener de Londres garantías distintas de
las que podían obtener de los soviéticos. Eso sí, cuando conoció la propuesta
de Manliu en el sentido de formar una especie de gran coalición de partidos
rumanos democráticos, contestó que eso sería muy valorado por la opinión
pública mundial.
La combinación de estos dos elementos: uno, te vas a tener
que entender con la URSS, porque el resto de los aliados no te van a dejar
pactar con ellos solos; y, dos, sería muy bien visto un movimiento político de
amplio espectro en Rumania, que uniese a todas las fuerzas demócratas (aunque,
en realidad, “demócratas” quiere decir “pro aliadas”, que no es lo mismo); la
combinación de estos dos factores, digo, llevó a Manliu a convencerse de que
tenía que acordar un acercamiento con los comunistas rumanos.
En consecuencia, Manliu instruyó a Visoianu para que
contactase con Daniel Semionovitch Selod, que era el asistente del
representante soviético en Cairo, Nikolai Vasilievitch Novikov. El rumano le
preguntó a Selod cuál debía ser el interlocutor en el comunismo rumano. Selod
sugirió el nombre de Lucretiu Patrascanu.
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