El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie
Así las cosas, comenzaba noviembre y el esquema sobre la liturgia seguía discutiéndose. Se habló de reducir las oraciones de la misa (o sea: hasta los curas se habían dado cuenta de que es un coñazo); así como la idea de crear una “misa ecuménica”, es decir, una especie de interpolación de ritos. La Curia respondió a través de una nota de prensa publicada aquel mismo día; nota que, inopinadamente, venía a decir que la misa apenas necesitaba cambios cosméticos.
El padre de la idea de una misa distinta, nucleada por el
recuerdo de la última cena, era un obispo nacido en Alemania pero que curraba
en Filipinas. William Duschak, obispo de Calapan. Visto que las noticias
oficiales silenciaban su propuesta, declaró a los periodistas que propugnaba
una misa “liberada, en la medida de lo posible, de adiciones históricas y
centrada en el sagrado sacrificio”; una celebración que cualquier participante
“pudiera entender sin explicaciones históricas”.
De alguna manera, pues, la discusión sobre la liturgia se
había convertido en una especie de falla tectónica eclesial. Las discusiones
continuaron, pero lo que ya no tenía ninguna posibilidad de supervivencia era
la misa en latín, y a espaldas de los fieles. Ambas cosas cayeron como fruta
madura; como cayó la necesidad de usar la lengua vernácula.
Pero no fue sin luchar. Antonio de Castro Mayer, obispo de
Campos, Brasil, dio él mismo una rueda de prensa, el 7 de noviembre, para
defender el uso del latín. Según él, la misa vernácula sería incapaz de captar
todos los matices del latín. Defendió que usar una lengua no conocida por todos
ayudaba a aportar “dignidad” al oficio; y recordó que el fiel siempre tenía la
posibilidad de usar un misal que le aportase la traducción de los textos.
De Castro, además, expresó una idea que, la verdad,
acabaría por ser relativamente cierta: dijo que no creía que la generalización
de la misa en lengua vernácula fuese a incrementar el número de fieles.
Desgraciadamente para el brasileño, su protagonismo fue robado aquel día por el
propio PasPas. Roncalli otorgó una audiencia pública aquel mismo día, y se
mostró en contra del apego a las viejas tradiciones porque, dijo, “la vida
cristiana no es una colección de costumbres antiguas”. Lo cual, en realidad, no
fue una sorpresa, porque la posición de Juan XXIII en favor del uso de las
lenguas vernáculas era ya bien conocida.
La audiencia de Juan XXIII se produjo 24 horas después de
que hubiese tomado una serie de medidas para acelerar los debates. El concilio
llevaba sólo un mes abierto; pero todo hacía indicar que los temas no estaban
tan claros como se había pensado, y que los plazos se iban a alargar. En un
mes, efectivamente, 79 padres conciliares habían intervenido para hablar del
tema de la liturgia, y el tema parecía que iba para largo. Así las cosas, el
Papa, puesto que tenía total autoridad sobre el concilio y sus normas,
dictaminó que la Presidencia del concilio podría imponer una votación en el
caso de que un asunto “apareciese como agotado”. También se decidió que los
capítulos menos importantes de los esquemas se votasen conjuntamente; y que las
intervenciones de los padres conciliares pudieran realizarse no sólo en
representación de sí mismos, sino de grupos de sacerdotes. Esta idea centrifugó
el concilio, puesto que diversos grupos de padres conciliares comenzaron a
celebrar reuniones paralelas, en las que se ponían de acuerdo sobre lo que
diría uno de ellos. Los obispos de habla alemana, por ejemplo, se reunían al
caer la tarde de cada lunes, en la residencia del cardenal Frings. Aunque, en
realidad, no era un grupo alemán: contenía más de un centenar de obispos de
Austria, Alemania, Suiza, Luxemburgo, los países escandinavos, Islandia,
Finlandia, así como padres misioneros y superiores generales de origen
germanoparlante.
La discusión, en todo caso, prosiguió con el tema de la
lengua en la que habrían de hablarle los sacerdotes a su grey. En realidad, el
tema no era en sí la lengua. El tema era que la Curia recelaba de una decisión
en la que se le diese a las conferencias episcopales el poder de decidir; los
cardenales temían que aquello sólo fuese el principio y que, al final del
concilio, resultase que las iglesias nacionales habían ganado lo que ellos
consideraban que sería demasiado poder.
La voluntad de los reformadores era dejar claro que su
voluntad de cambio era general. Y, por eso, se produjeron propuestas tan
aparentemente innecesarias o inesperadas como la reforma del Oficio Divino o
breviario. Paul Léger, cardenal de Montreal, propuso una reforma del breviario
que introdujese diversas frases en lengua vernácula; otros padres, en todo
caso, fueron de la opinión de que todo él debería abandonar el latín. Asimismo,
se propuso descargarlo y resumirlo. Ambas propuestas: un breviario más corto y
ya no escrito en latín, despertaron la oposición de los más conservadores, que
adujeron que el Oficio Divino juega un papel fundamental en el trabajo
espiritual de los sacerdotes y monjes.
La discusión litúrgica dio también para propuestas como la
de un solo calendario litúrgico mundial. Durante la discusión de esta movida
quedó bastante claro que, por lo general, la Iglesia había pasado a ser
bastante partidaria de una Semana
Santa fija en el año, quizás en el primer domingo de abril. Se concluyó,
sin embargo, que esa decisión debería tomarse en consenso con las iglesias
orientales y protestantes. Asimismo, se propuso que el precepto de la misa
dominical se convirtiese en un precepto de misa semanal. El obispo de Aachen
(Alemania), Johannes Pohlschneider, propuso una reducción del ayuno cuaresmal,
que abarcaría el Miércoles de Ceniza, el Jueves Santo y la mañana del Sábado de
Gloria. La razón, obvia: que el personal no lo hace. La Iglesia, como siempre, ya
sabéis: el dedo sigue al burro. Esta vez, por lo menos, lo reconocían.
También es interesante de recordar que en aquellas
sesiones se hizo la propuesta de que se le otorgase un papel más justo a San
José en la misa y que, por lo tanto, se lo citase siempre que se cita a su
señora esposa.
Dicha introducción fue solemnemente anunciada al 13 de
noviembre, y fue una decisión personal del Papa. Tan personal, que su sucesor,
el entonces cardenal Montini, no ocultó su sorpresa. No le faltaron críticas a
Roncalli por el paso, pues la Iglesia católica es muy de la Virgen y no tanto
de su esposo, para quien siempre han reservado un papel un tanto oscuro, a
pesar de que es él quien, teóricamente, garantiza los orígenes davídicos de su
hijo (de forma un tanto absurda, puesto que, teóricamente, sus genes nada tienen que ver en la gestación). Pero lo cierto es que dentro de la Iglesia había todo un lobby pepero
(de Pepe, no de PP) en el que, por cierto, tuvo un papel no menor la Sociedad
Iberoamericana de Josefología, con sede en Valladolid.
En la segunda mitad de noviembre y los primeros días de
diciembre, mientras duró la primera sesión del concilio, la Comisión Litúrgica
presentó una introducción revisada y un primer capítulo también revisado para
el esquema de la liturgia. La aquiescencia a estos textos se chequeó en 28
votaciones diferentes. Contrariamente a lo que se había pensado, los votos
negativos fueron muy pocos; como digo, había para entonces algunas cosas que ya
habían caído por su peso.
En todo caso, todo aquello marcó el final de las
discusiones en materia litúrgica por el momento, mientras la Comisión revisaba
el resto del texto. Inmediatamente después, el concilio decidió meterse en
harina, si por eso hemos de entender meterse en la discusión de un esquema que
sabía que iba a dar para mucho: el esquema sobre las fuentes de la Revelación.
Veamos: una de las grandes novedades que plantea el
cristianismo como creencia es la eliminación de una potente carga de simbolismo
mistérico. Aunque ciertamente con los siglos, y sobre todo con la invención de
ese chirimbolo conceptual que llamamos Trinidad, el cristianismo ganaría en
complejidad tecnológica y, de consuno, recuperaría la arcana distancia propia
de las creencias que desplazó, las creencias cristianas presentaban, en
principio y a temperatura ambiente, la gran novedad de basarse en la vida de un hombre como los demás.
Que, bueno, no era como los demás; pero era casi como los demás, y es
por eso que la discusión sobre su naturaleza humana y/o divina acabó
por dar para tanto.
Basar una creencia religiosa en las enseñanzas
transmitidas por un señor vivo, con su DNI, su páncreas y todo lo demás, tuvo,
como digo, un efecto esencial positivo sobre la difusión del cristianismo;
porque es más fácil seguir al recuerdo de una persona que una vez vivió que a
un señor todopoderoso caprichoso que vive en la cima de un monte o debajo de la
tierra o en las estrellas. Pero, claro, todo pro tiene su contra.
Aunque es cierto que, en cada momento de la vida del mundo
desde el año 100 o así, siempre ha habido gente que ha considerado que los
relatos evangélicos cuadran como las piezas de un puzzle, lo cierto es que no
es así. Los evangelios de Marcos,
Mateo,
Lucas
y Juan
ni de coña cuentan la misma historia; y, lo que es más importante, allí donde
la cuentan, no necesariamente la cuentan de la misma manera, con los mismos
matices y, en ocasiones, derivando la misma conclusión. A partir de ahí, las
teorías son muchas: desde que el mensaje de Jesús fue tan revolucionario que
incluso quienes lo hubieron de interpretar para relatarlo no supieron hacerlo
bien; hasta la teoría de que Jesús nunca existió, y por eso existieron
diferentes versiones de su vida, siendo las Escrituras el destilado de los
conflictos entre ellas.
Aunque, en realidad, eso que se llama la “crítica liberal
de los Evangelios” es una disciplina intelectual que no tiene ni 200 años, pues
la iglesia se tiró más de quince siglos evitando la polémica, dicha polémica
siempre ha existido, de una manera, o de otra. La Iglesia siempre ha cargado
con las incongruencias y diferencias existentes entre las fuentes de la
Revelación del mensaje de Dios; proceso que es especialmente intenso desde que
existe la Fe protestante y su libre interpretación de las Escrituras.
De alguna manera, pues, en la Iglesia siempre ha habido
gente dispuesta a creer que los Evangelios no son una crónica vital sino un
relato simbólico; pero han tenido que convivir con quienes creen que todo lo
que se dice en las Escrituras es cierto, ocurrió como se cuenta, cuando se
cuenta y con los protagonistas que se cuentan. Así las cosas, según al
sacerdote a quien le preguntes, el relato de la expulsión del Paraíso, o es la
metáfora de la dura experiencia que supone salir del caliente y acogedor seno materno
para ingresar en un mundo que nos jode tanto que lo primero que hacemos es
llorar; o es el relato cierto de dos humanos llamados Adán y Eva, que fueron
creados por Dios y bla. Y, desde luego, la Iglesia nunca ha sentido demasiada
necesidad de aclararse entre estas diferentes versiones, pues defendiendo una
cosa y la contraria ya le iba bien.
Pero, claro, esto fue así hasta los concilios vaticanos,
que no son sino las reuniones ecuménicas a que se enfrenta la Iglesia católica
en posición de perdedora, y no de ganadora. Los dos primeros momentos en 2000
años en los que las cosas están ya tan claras que los Papas ya no pueden
esconder el hecho palmario de que, como digo, el dedo está siguiendo al burro,
y no el burro al dedo.
El obispo Pohlschneider quería retirar la obligación de
ayunar porque la gente, simple y llanamente, ya no la obedecía. Y con las
fuentes de la Revelación pasaba algo parecido. La tendencia liberal dentro de
la Iglesia quería reconocer su carácter simbólico y descargar a la Iglesia de
la obligación de dar por buenos unos relatos que hacen aguas por varias partes.
Pero, claro, eso eran palabras mayores para mucha gente; y Juan XXIII lo sabía.
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