El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie
En la comisión preparatoria que elaboró el borrador sometido a juicio de los padres conciliares no faltaron personajes de talante liberal. Estaba el obispo de Pittsburgh, John Wright; el de Eichstätt, Joseph Schröffer; y el de Lovaina, Gerard Phillips. Sin embargo, como digo los conservadores, liderados en la comisión por el cardenal Ottaviani, no pasaron ni una. Ottaviani, además, tenía un aliado muy activo en la persona del padre Sebastián Tromp, holandés y jesuita, elegido personalmente por Ottaviani como secretario de la Comisión Preparatoria Teológica, de donde había pasado a la Comisión Teológica del propio concilio. Era el hombre, pues, designado para mecer la cuna teológica del concilio.
El ejército de teólogos que se habían traído los alemanes
(Karl Rahner, Joseph Ratzinger, Alois Grillmeier, Otto Semmentroth o Hans Küng,
éste último, el hombre que acabaría refiriéndose al Papa como “el ciudadano
Wojtyla”) la tomaron con el borrador presentado por la comisión (o sea, por
Ottaviani) por considerarlo propio sólo de una de las visiones en conflicto (la
conservadora, obviously). Acusaron al texto de “carecer de tono
pastoral” y de ningunear a autores católicos que habían sido críticos, de
alguna manera, a la hora de interpretar el mensaje de Dios y sus expresiones.
Aun así, Ottaviani, impasible el italiano, presentó su
esquema el día 14 de noviembre. Era la primera vez que aparecía ante sus
colegas de vestuario desde la escena, ya descrita, en la que el cardenal
Alfrink le había desenchufado el micrófono para que se callase de una puta vez.
Consciente de las acusaciones recibidas de no haberle dado al texto un tono
pastoral, Ottaviani comenzó por recordar la obligación pastoral de todo
sacerdote; obligación que, dijo, se concretaba en predicar la Verdad; una
verdad, recalcó, que siempre había sido la misma (matiz en el que, hay
que reconocérselo, tenía toda la razón, pues la lógica escolástica, y el
sentido común, nos impiden aceptar el principio de que la verdad puede ser una
verdad mutable).
Las palabras de Ottaviani fueron una forma simbólica de
abogar por cuantos menos cambios, mejor, en la teología de la Revelación.
Después de sus palabras, un íntimo asesor suyo, monseñor Salvatore Garofalo,
comenzó a leer el esquema. Garofalo, que no era un padre conciliar, expuso que
la obligación de la Iglesia era exponer su doctrina (en realidad, es su única
obligación; pero es muy importante, y es por ello que cobra por hacerlo
tanta pasta); pero que exponer la doctrina tiene más que ver, por así
decirlo, con estudiar lo que hay, y no con inventar chorradas nuevas. Acto
seguido, se extendió sobre el argumento de autoridad, listando con paciencia el
enorme elenco de personal que había participado en la redacción del esquema.
A partir de ahí, comenzaron las hostias. Y no precisamente
consagradas.
Lo que siguió, efectivamente, fue un auténtico tsunami de
intervenciones contrarias al esquema. El bando liberal fue con todo lo gordo.
Habló Alfrink; habló Frings. Habló otro de los más conspicuos liberales: el
cardenal Augustin Bea. Habló el cardenal belga Leo Suenens, y Liénart, y Léger,
y el estadounidense Joseph Ritter. También habló Máximos IV, el patriarca
melkita. Habló el presidente de la Conferencia Episcopal de Indonesia,
arzobispo Adrianus Soegijapranata. Acusó al esquema de estar muy alejado de la
voluntad pastoral del concilio; en otras palabras, acusó a los redactores del
proyecto de no haber entendido nada del
ambiente y el momento en que estaban desarrollando su labor. La oposición
indonesia era, en realidad, una oposición holandesa, ya que la mayoría de los
prelados de aquel país eran nacidos en los Países Bajos; y también era holandés
(y jesuita) su principal experto asesor teológico, el padre Peter Smulders.
Los conservadores tenían que contraprogramar. Lo hicieron
a través del cardenal Siri y también a través de un arzobispo español: el
cardenal Fernando Quiroga y Palacios, titular de la sede de Santiago de
Compostela. Aun así, admitieron que tenía que hacerse algún que otro cambio.
Sin embargo, el cardenal Ernesto Ruffini de Palermo dijo que como estaba,
estaba bien.
Ruffini, por otra parte, estaba súper cabreado. Lo estaba
porque decía que estaba circulando entre los padres conciliares una
contraversión del esquema que no se sabía quién había escrito. Y era verdad. Se
trataba de un texto fotocopiado que, sin embargo, tenía unos autores muy
claros. En su introducción se decía bien claro que los presidentes de las
conferencias episcopales austríaca, belga, francesa, alemana y holandesa habían
decidido elaborar aquel material para poder someterlo a discusión.
La oposición seguía creciendo. Diversos obispos
latinoamericanos repartieron una declaración en contra de los dos primeros
esquemas que se habían visto en el concilio, a los que acusaban de “apartarse
de la situación actual del ecumenismo”; es decir, de ser demasiado carcas y
apegados al pasado. La sesión del 16 de noviembre reprodujo todos estos
enfrentamientos, con los padres conservadores tratando de salvar el esquema a
base de admitir algunos cambios, y el resto considerando que lo que es una puta
mierda, lo mejor es que se reescriba desde el inicio.
Los padres conciliares más progresistas, además,
comenzaban a protestar, dado que sospechaban que había algo fishy en todo
aquello. Los esquemas de la liturgia y de las fuentes de la Revelación, que,
habían comprobado, tenían un importante tufo a rancio, habían sido aprobados
por la Comisión Teológica Preparatoria y la Comisión Preparatoria Central. Pero
en esas comisiones había diversos representantes del ala progresista. ¿Cómo era
posible que se hubiese permitido unos textos tan poco modernos? A causa de este
come-come, uno de los apelados, el cardenal Döpfner, acabó levantándose en una
de las sesiones para confesar, en voz alta, que, en realidad, las reuniones de
aquellas comisiones preparatorias no habían sido lo que se dice balsas de
aceite. Y continuó: “las mismas objeciones que se están planteando ahora se
plantearon entonces, pero fueron, simplemente, apartadas”. Declaró
públicamente, pues, que había habido pucherazo o, como dicen los italianos, biscotto.
De hecho, como se supo con posterioridad por boca del obispo de Brujas, Émile
de Smedt, el Secretariado para la Promoción de la Unidad Cristiana, que era un
órgano creado por el Papa para promover el ecumenismo y la reunión de las
iglesias, se había ofrecido para asesorar a la Comisión Preparatoria Teológica
en algunos aspectos del esquema; pero la Comisión les había dicho que ni puta
falta que hacía.
Aquella intervención de Döpfner provocó que el cardenal
Ottaviani se levantase como movido por un resorte. Esto no era normal: en el
concilio cada uno hablaba cuando le tocaba, y no era su turno. Más enrabietado
que Ione Belarra en una eucaristía, Ottaviani usó la trump card que
tenía guardada desde el principio y recordó que, en los términos del Derecho
Canónico, no se puede devolver al corral un esquema que ha sido aprobado por el
Papa. El presidente de la sesión, el cardenal australiano Norman Gilroy, le
interrumpió para decirle, educadamente, que no mamase. Que el artículo 33.1 de
las normas del concilio permitía el rechazo de un esquema.
La situación estaba tan complicada que comenzaron a
levantarse voces que proponían darle al esquema una patada a seguir y aplazarlo
para la segunda sesión; como si eso fuese a resolver algo.
¿Cuál era el problema del esquema? Bueno, el ala
progresista del concilio no es que pretendiese defender la idea de que eso de
la revelación, eso de que Dios habló enviando a su hijo a habitar entre los
hombres y tal, es una ful. Eran obispos, arzobispos y cardenales; lo lógico es
que creyesen en la Revelación; por no mencionar que, sin revelación, no hay business
model, tampoco para ellos. Pero lo que querían era impulsar a la Iglesia
católica, apostólica y romana hacia cierta limitación de sus fuentes de revelación.
La suya era una interpretación, cuando menos en lo que yo creo, que trataba de
acercarse a la de los protestantes (de ahí la demanda constante de un mayor
ecumenismo) en el sentido de que la fuente de la revelación es la que es. Si la
revelación consiste en la decisión de Dios de hablarle a los hombres a través
de su Hijo (y, tras la marcha de él de este mundo, de La Paloma), entonces lo
suyo es que la revelación esté contenida allí donde se cuentan las vicisitudes
del dicho hijo. Ergo: el Nuevo Testamento.
A los progresistas, por lo tanto, venía a semi-sobrarles
el Antiguo Testamento, que es un libro difícil de defender en el mundo moderno
porque, según las páginas que leas, dice unas cosas que ya, ya; y, sobre todo,
las viejas tradiciones de la Iglesia. Porque en esas fuentes de la revelación
están la mayoría de los conceptos que impiden la evolución de esa misma
revelación.
En consecuencia, no se trata tanto de que los progresistas
o grupo alemán pretendiese un giro copernicano de la teología de la revelación;
pero sí una cierta simplificación, abrazando nuevas tendencias, es decir,
tendiendo una mano a quienes ya estaban, en 1962, defendiendo la idea de un
Jesús entre woke y Rita Irasema.
Tras varios días y 85 intervenciones de distinto signo, el
tema estaba empantanado. El secretario general del concilio percibía el riesgo
cierto de que el concilio no avanzase. Los coordinadores de las discusiones
querían pasar a la discusión de los diferentes capítulos (hasta entonces no se
había pasado de la discusión del texto en su conjunto); pero eran conscientes
de que, con la cantidad de padres conciliares que habían intervenido para
defender la idea de que el borrador no servía ni para limpiarse el ojete,
tenían, primero, que preguntar. Así que se promovió una votación sobre si la
discusión del esquema debía detenerse.
Votaron 2.209 padres conciliares. De ellos, 1.368
consideraron que había que interrumpir la discusión. 822 estuvieron en contra
de dicha interrupción. Y hubo 19 anormales que, en una votación tan sencilla,
emitieron votos nulos. Pensaréis: ganaron los que querían devolver el texto al
corral en su integridad. Pero os equivocaréis: en los concilios ecuménicos, las
votaciones han de ganarse por dos tercios o más. Los partidarios de interrumpir
fueron el 62%; les faltaron cuatro puntos.
La situación, sin embargo, no evolucionó sin las vivas
protestas de los partidarios de la posición mayoritaria. Como acertadamente
argumentó el cardenal Giacomo Lercaro de Bolonia, imponer, en una situación
así, la regla de los dos tercios, equivalía a admitir que 822 curas de mierda
estaban imponiendo su punto de vista sobre 2.200.
Los progres contaban con que, estando en la Iglesia
Católica, Apostólica y Romana, todo se podía siempre replantear. Efectivamente,
si hay una institución líquida en la Historia del mundo, una institución para
la que los lunes una cosa es pecado mortal y los martes es razonable y
comprensible, ésa es la Iglesia romana; dado que, como es un business model,
en realidad no entiende de lógica filosófica ni moral, sino de aquello que, en
cada momento, sea bueno para el negocio.
Al día siguiente, el cardenal Pericle Felici leyó a los
padres una comunicación del secretario de Estado vaticano. El PasPas, vino a
decir, había estado estudiando las diferentes posiciones. Como se había dado
cuenta de que la discusión sería larga y jodida, había decidido que el esquema
fuese revisado por una comisión especial antes de recomenzar la discusión. Esta
comisión especial estaría formada por los integrantes de la Comisión Teológica
y los del Secretariado para la Promoción de la Unidad Cristiana. Este último
elemento dejó claro a todo el mundo que Juan XXIII quería ver los
planteamientos progresistas adecuadamente recogidos en el esquema. Pero el
enfrentamiento era tan cerrado que la nueva comisión especial hubo de crearse
con una presidencia bicéfala: un presidente de un lado: Ottaviani; y otro del
otro: Bea.
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