lunes, diciembre 02, 2024

Vaticano II (7): ¡Biscotto!



El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie



En la comisión preparatoria que elaboró el borrador sometido a juicio de los padres conciliares no faltaron personajes de talante liberal. Estaba el obispo de Pittsburgh, John Wright; el de Eichstätt, Joseph Schröffer; y el de Lovaina, Gerard Phillips. Sin embargo, como digo los conservadores, liderados en la comisión por el cardenal Ottaviani, no pasaron ni una. Ottaviani, además, tenía un aliado muy activo en la persona del padre Sebastián Tromp, holandés y jesuita, elegido personalmente por Ottaviani como secretario de la Comisión Preparatoria Teológica, de donde había pasado a la Comisión Teológica del propio concilio. Era el hombre, pues, designado para mecer la cuna teológica del concilio.

El ejército de teólogos que se habían traído los alemanes (Karl Rahner, Joseph Ratzinger, Alois Grillmeier, Otto Semmentroth o Hans Küng, éste último, el hombre que acabaría refiriéndose al Papa como “el ciudadano Wojtyla”) la tomaron con el borrador presentado por la comisión (o sea, por Ottaviani) por considerarlo propio sólo de una de las visiones en conflicto (la conservadora, obviously). Acusaron al texto de “carecer de tono pastoral” y de ningunear a autores católicos que habían sido críticos, de alguna manera, a la hora de interpretar el mensaje de Dios y sus expresiones.

Aun así, Ottaviani, impasible el italiano, presentó su esquema el día 14 de noviembre. Era la primera vez que aparecía ante sus colegas de vestuario desde la escena, ya descrita, en la que el cardenal Alfrink le había desenchufado el micrófono para que se callase de una puta vez. Consciente de las acusaciones recibidas de no haberle dado al texto un tono pastoral, Ottaviani comenzó por recordar la obligación pastoral de todo sacerdote; obligación que, dijo, se concretaba en predicar la Verdad; una verdad, recalcó, que siempre había sido la misma (matiz en el que, hay que reconocérselo, tenía toda la razón, pues la lógica escolástica, y el sentido común, nos impiden aceptar el principio de que la verdad puede ser una verdad mutable).

Las palabras de Ottaviani fueron una forma simbólica de abogar por cuantos menos cambios, mejor, en la teología de la Revelación. Después de sus palabras, un íntimo asesor suyo, monseñor Salvatore Garofalo, comenzó a leer el esquema. Garofalo, que no era un padre conciliar, expuso que la obligación de la Iglesia era exponer su doctrina (en realidad, es su única obligación; pero es muy importante, y es por ello que cobra por hacerlo tanta pasta); pero que exponer la doctrina tiene más que ver, por así decirlo, con estudiar lo que hay, y no con inventar chorradas nuevas. Acto seguido, se extendió sobre el argumento de autoridad, listando con paciencia el enorme elenco de personal que había participado en la redacción del esquema.

A partir de ahí, comenzaron las hostias. Y no precisamente consagradas.

Lo que siguió, efectivamente, fue un auténtico tsunami de intervenciones contrarias al esquema. El bando liberal fue con todo lo gordo. Habló Alfrink; habló Frings. Habló otro de los más conspicuos liberales: el cardenal Augustin Bea. Habló el cardenal belga Leo Suenens, y Liénart, y Léger, y el estadounidense Joseph Ritter. También habló Máximos IV, el patriarca melkita. Habló el presidente de la Conferencia Episcopal de Indonesia, arzobispo Adrianus Soegijapranata. Acusó al esquema de estar muy alejado de la voluntad pastoral del concilio; en otras palabras, acusó a los redactores del proyecto  de no haber entendido nada del ambiente y el momento en que estaban desarrollando su labor. La oposición indonesia era, en realidad, una oposición holandesa, ya que la mayoría de los prelados de aquel país eran nacidos en los Países Bajos; y también era holandés (y jesuita) su principal experto asesor teológico, el padre Peter Smulders.

Los conservadores tenían que contraprogramar. Lo hicieron a través del cardenal Siri y también a través de un arzobispo español: el cardenal Fernando Quiroga y Palacios, titular de la sede de Santiago de Compostela. Aun así, admitieron que tenía que hacerse algún que otro cambio. Sin embargo, el cardenal Ernesto Ruffini de Palermo dijo que como estaba, estaba bien.

Ruffini, por otra parte, estaba súper cabreado. Lo estaba porque decía que estaba circulando entre los padres conciliares una contraversión del esquema que no se sabía quién había escrito. Y era verdad. Se trataba de un texto fotocopiado que, sin embargo, tenía unos autores muy claros. En su introducción se decía bien claro que los presidentes de las conferencias episcopales austríaca, belga, francesa, alemana y holandesa habían decidido elaborar aquel material para poder someterlo a discusión.

La oposición seguía creciendo. Diversos obispos latinoamericanos repartieron una declaración en contra de los dos primeros esquemas que se habían visto en el concilio, a los que acusaban de “apartarse de la situación actual del ecumenismo”; es decir, de ser demasiado carcas y apegados al pasado. La sesión del 16 de noviembre reprodujo todos estos enfrentamientos, con los padres conservadores tratando de salvar el esquema a base de admitir algunos cambios, y el resto considerando que lo que es una puta mierda, lo mejor es que se reescriba desde el inicio.

Los padres conciliares más progresistas, además, comenzaban a protestar, dado que sospechaban que había algo fishy en todo aquello. Los esquemas de la liturgia y de las fuentes de la Revelación, que, habían comprobado, tenían un importante tufo a rancio, habían sido aprobados por la Comisión Teológica Preparatoria y la Comisión Preparatoria Central. Pero en esas comisiones había diversos representantes del ala progresista. ¿Cómo era posible que se hubiese permitido unos textos tan poco modernos? A causa de este come-come, uno de los apelados, el cardenal Döpfner, acabó levantándose en una de las sesiones para confesar, en voz alta, que, en realidad, las reuniones de aquellas comisiones preparatorias no habían sido lo que se dice balsas de aceite. Y continuó: “las mismas objeciones que se están planteando ahora se plantearon entonces, pero fueron, simplemente, apartadas”. Declaró públicamente, pues, que había habido pucherazo o, como dicen los italianos, biscotto. De hecho, como se supo con posterioridad por boca del obispo de Brujas, Émile de Smedt, el Secretariado para la Promoción de la Unidad Cristiana, que era un órgano creado por el Papa para promover el ecumenismo y la reunión de las iglesias, se había ofrecido para asesorar a la Comisión Preparatoria Teológica en algunos aspectos del esquema; pero la Comisión les había dicho que ni puta falta que hacía.

Aquella intervención de Döpfner provocó que el cardenal Ottaviani se levantase como movido por un resorte. Esto no era normal: en el concilio cada uno hablaba cuando le tocaba, y no era su turno. Más enrabietado que Ione Belarra en una eucaristía, Ottaviani usó la trump card que tenía guardada desde el principio y recordó que, en los términos del Derecho Canónico, no se puede devolver al corral un esquema que ha sido aprobado por el Papa. El presidente de la sesión, el cardenal australiano Norman Gilroy, le interrumpió para decirle, educadamente, que no mamase. Que el artículo 33.1 de las normas del concilio permitía el rechazo de un esquema.

La situación estaba tan complicada que comenzaron a levantarse voces que proponían darle al esquema una patada a seguir y aplazarlo para la segunda sesión; como si eso fuese a resolver algo.

¿Cuál era el problema del esquema? Bueno, el ala progresista del concilio no es que pretendiese defender la idea de que eso de la revelación, eso de que Dios habló enviando a su hijo a habitar entre los hombres y tal, es una ful. Eran obispos, arzobispos y cardenales; lo lógico es que creyesen en la Revelación; por no mencionar que, sin revelación, no hay business model, tampoco para ellos. Pero lo que querían era impulsar a la Iglesia católica, apostólica y romana hacia cierta limitación de sus fuentes de revelación. La suya era una interpretación, cuando menos en lo que yo creo, que trataba de acercarse a la de los protestantes (de ahí la demanda constante de un mayor ecumenismo) en el sentido de que la fuente de la revelación es la que es. Si la revelación consiste en la decisión de Dios de hablarle a los hombres a través de su Hijo (y, tras la marcha de él de este mundo, de La Paloma), entonces lo suyo es que la revelación esté contenida allí donde se cuentan las vicisitudes del dicho hijo. Ergo: el Nuevo Testamento.

A los progresistas, por lo tanto, venía a semi-sobrarles el Antiguo Testamento, que es un libro difícil de defender en el mundo moderno porque, según las páginas que leas, dice unas cosas que ya, ya; y, sobre todo, las viejas tradiciones de la Iglesia. Porque en esas fuentes de la revelación están la mayoría de los conceptos que impiden la evolución de esa misma revelación.

En consecuencia, no se trata tanto de que los progresistas o grupo alemán pretendiese un giro copernicano de la teología de la revelación; pero sí una cierta simplificación, abrazando nuevas tendencias, es decir, tendiendo una mano a quienes ya estaban, en 1962, defendiendo la idea de un Jesús entre woke y Rita Irasema.

Tras varios días y 85 intervenciones de distinto signo, el tema estaba empantanado. El secretario general del concilio percibía el riesgo cierto de que el concilio no avanzase. Los coordinadores de las discusiones querían pasar a la discusión de los diferentes capítulos (hasta entonces no se había pasado de la discusión del texto en su conjunto); pero eran conscientes de que, con la cantidad de padres conciliares que habían intervenido para defender la idea de que el borrador no servía ni para limpiarse el ojete, tenían, primero, que preguntar. Así que se promovió una votación sobre si la discusión del esquema debía detenerse.

Votaron 2.209 padres conciliares. De ellos, 1.368 consideraron que había que interrumpir la discusión. 822 estuvieron en contra de dicha interrupción. Y hubo 19 anormales que, en una votación tan sencilla, emitieron votos nulos. Pensaréis: ganaron los que querían devolver el texto al corral en su integridad. Pero os equivocaréis: en los concilios ecuménicos, las votaciones han de ganarse por dos tercios o más. Los partidarios de interrumpir fueron el 62%; les faltaron cuatro puntos.

La situación, sin embargo, no evolucionó sin las vivas protestas de los partidarios de la posición mayoritaria. Como acertadamente argumentó el cardenal Giacomo Lercaro de Bolonia, imponer, en una situación así, la regla de los dos tercios, equivalía a admitir que 822 curas de mierda estaban imponiendo su punto de vista sobre 2.200.

Los progres contaban con que, estando en la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, todo se podía siempre replantear. Efectivamente, si hay una institución líquida en la Historia del mundo, una institución para la que los lunes una cosa es pecado mortal y los martes es razonable y comprensible, ésa es la Iglesia romana; dado que, como es un business model, en realidad no entiende de lógica filosófica ni moral, sino de aquello que, en cada momento, sea bueno para el negocio.

Al día siguiente, el cardenal Pericle Felici leyó a los padres una comunicación del secretario de Estado vaticano. El PasPas, vino a decir, había estado estudiando las diferentes posiciones. Como se había dado cuenta de que la discusión sería larga y jodida, había decidido que el esquema fuese revisado por una comisión especial antes de recomenzar la discusión. Esta comisión especial estaría formada por los integrantes de la Comisión Teológica y los del Secretariado para la Promoción de la Unidad Cristiana. Este último elemento dejó claro a todo el mundo que Juan XXIII quería ver los planteamientos progresistas adecuadamente recogidos en el esquema. Pero el enfrentamiento era tan cerrado que la nueva comisión especial hubo de crearse con una presidencia bicéfala: un presidente de un lado: Ottaviani; y otro del otro: Bea.

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