El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie
Frings era el presidente de la Conferencia Episcopal alemana. Yo tengo por seguro que ya estaba decidido a dar la batalla por sí solo. Pero pronto se dio cuenta de que, además, podía encontrar un aliado de mucho peso: el cardenal Achille Liénart de Lille, que presidía la episcopal francesa.
El Secretariado General del concilio preparó tres libros
básicos para cada participante en la asamblea: un listín de los participantes;
un listín de las comisiones que habían hecho trabajos previos al concilio, con
indicación de sus miembros; y, finalmente, un librito de diez páginas con 16
líneas en cada página, que eran, por así decirlo, las papeletas de votación a
las diez comisiones.
Esta documentación no hizo sino confirmar los temores de
muchos obispos. El segundo librito era, de hecho, la lista de los candidatos
curiales. Evidentemente, el trabajo previo al concilio, puesto que los padres
que no residían en Roma no habían sido llamados todavía a la ciudad, fue
realizado por personas de la Curia o cercanas a ella; residentes en el Vaticano
en su mayoría. En consecuencia, la lista “meramente informativa” (eso dijo el
Secretariado) que se incluyó era la sugerencia de la gente que había que votar…
según la Curia. El Vaticano, pues, venía a aplicar la vieja máxima de Stalin: lo importante no está en votar, sino en hacer las listas.
Esto, además, se planteaba así sobre la base de que en los
concilios ecuménicos, por decirlo mal y pronto, el Papa siempre lleva ventaja.
Se dejaba a los padres conciliares votar los miembros; pero la presidencia de
cada comisión no estaba en cuestión, pues siempre sería nombrada por el
Francisquito. Más aún: cada comisión tendría 24 miembros, de los cuales 16 los
nombrarían los padres conciliares y 8 el PasPas. En otras palabras, a poco que se produjese una votación ajustada, el Gran Manitú se garantizaba mayorías de control.
En la primera reunión, el 13 de octubre de 1962, el
arzobispo de Samosata, secretario general de la Curia y también del concilio,
Pericle Felici, comenzó a explicar la votación a las comisiones a los padres
allí congregados. En medio de dicha explicación, pidió la palabra el cardenal
Liénart, que había sido designado por Roncalli como uno de los diez presidentes
del concilio. Estos diez presidentes eran: Eugène Tisserant, Achille Liénart,
Ignatius Gabriel I Tappouni -Iglesia siríaca-, Norman Gilroy, Francis Spellman,
Josef Frings, Ernesto Ruffini, Antonio Caggiano, Bernardus Johannes Alfrink, y
el cardenal español Enrique Pla y Deniel.
Liénart pidió la palabra y, cuando la consiguió, hizo lo
que siempre hay que hacer en un concilio, y en un juicio por asesinato, cuando
juzgas tu posición demasiado débil: pedir un receso. Liénart argumentó que a
los curas les acababan de dar los libritos, y que necesitaban tiempo para
ponderar los méritos de unos y de otros. Liénart fue aplaudido (aplauso que,
probablemente, estaba preparado, en mi opinión); acto seguido, el cardenal
Frings tomó la palabra para secundar al francés, y también fue aplaudido (ídem).
Dirimir aquella cuestión era misión para el cardenal
Eugène Tisserant, que presidía la sesión. No tardó mucho en aceptar la
propuesta y, consecuentemente, Felici anunció que la asamblea quedaba aplazada
hasta el martes 16, a las nueve de la mañana.
Liénart y Frings querían ganar tiempo para que las
conferencias episcopales pudiesen reunirse y acordar sus votos. Los alemanes,
inmediatamente, consiguieron hacer pandi con los austríacos en una sola lista.
Los alemanes no podían presentar a ninguno de sus dos pesos pesados. El
cardenal Frings era miembro de la Presidencia del concilio, como Liénart; y el
otro cardenal, Julius Döpfner de Munich, era ya miembro del Secretariado de
Asuntos Extraordinarios del concilio. Sin embargo, si algo han tenido siempre
las selecciones alemanas, es banquillo. Franziskus König de Viena estaba libre,
así pues, fue elevado a la condición de primer y fundamental candidato para la
más importante comisión, que era la Comisión Teológica. Poco a poco, los
germanoparlantes acabaron cosiendo una lista de 27 candidatos: 3 austríacos, 23
alemanes y un obispo de Indonesia nacido en Países Bajos.
La conferencia episcopal canadiense preparó 12 candidatos;
la estadounidense, 21; Argentina, 10; Italia, 15 (lo siento, nunca he
encontrado estas cifras en el caso de España). Los superiores generales de las
órdenes decidieron presentar 6 candidatos a la Comisión sobre los Religiosos
(que era su prioridad lógica), y uno en el resto de comisiones.
Todo esto se montó para generar mayorías no conservadoras
en las comisiones. La confluencia germano-francesa era consciente de que lo más
poderoso con que contaban los ultramontanos era la Curia; por eso estaban tan
interesados en contestar la lista semioficial nacida en la misma. Pero, la
verdad, su jugada fue estratégicamente bastante torpe. Conferencias episcopales
como la española, que vivía en pleno franquismo, eran ultraconservadoras. Pero
no eran las únicas. Italia, Estados Unidos, Gran Bretaña, Australia y la
práctica totalidad de Latinoamérica (quitaros de la cabeza la movida de la
teología de la liberación; eso llegó después) tenían un perfil conservador; y
ahora la propuesta hecha el 13 de octubre por Liénart les había abierto la
posibilidad de organizarse como, probablemente, no habían pensado. Entre
Latinoamérica y Estados Unidos juntaban más de 800 posibles votos; Europa tenía
1.100 en números redondos; pero, claro, en esa cuenta estaban conferencias como
la italiana (400 miembros) o la española (80 miembros), que no iban a votar con
el Frings de los cojones (en realidad, lo tenían bastante enfilado). En ese
entorno, los 300 votos africanos, bastante impredecibles, parecían ser el Junts
de aquella asamblea.
¿Solución? La de Iván Redondo: confluir.
Alemania sugirió una lista combinada con los obispos
neerlandeses, belgas y suizos. En paralelo, otro holandés errante: Joseph
Blomjous, que era titular de la diócesis de Mwanza (Tanzania); un arzobispo
nacido en África, Jéan Zoa, de Yaoundé, Camerún, habían estado tratando de
crear una lista votada por los obispos anglófonos y francófonos de África. Y le
ofrecieron dicha lista al cardenal Frings (cosa que no debieron hacer, pero se
enterarían demasiado tarde).
Los seis países apiñados en la lista común comenzaron a
buscar miembros liberales en otras naciones. De esta manera, incorporaron 8
candidatos italianos, otros 8 españoles, 4 de los EEUU, 3 británicos, 3
australianos, y 2 canadienses, indios, chinos, japoneses, chilenos y
bolivianos. Los candidatos africanos, finalmente, fueron 16. En total, 109
candidatos.
Horas antes de la nueva reunión, en la tarde del lunes 15,
se podían contar 34 listas distintas en la mesa del secretario general.
Llegó el martes 16. Centenares de padres votando a decenas
de candidatos generó casi 400.000 votaciones distintas. Como quiera que los
curas no han nacido para trabajar duro, el escrutinio fue realizado por una
brigadilla de estudiantes de la Universidad Urbana Pontificia. Les dieron hasta
la tercera reunión, el sábado 20, para poder contar.
En dicha reunión, Felici anunció que el Papa, una vez
consultada la Presidencia del concilio, había decidido cagarse y mearse en el
artículo 39 de las normas del concilio (que él mismo había aprobado; otro que, como Sánchez, cambiaba de opinión con facilidad) y que exigía una mayoría absoluta en todas
las votaciones que se hiciesen en el concilio (bueno, las de aprobación de los
esquemas y decretales reclamaban dos tercios, pero ésa es otra historia a la
que ya llegaremos). El artículo 39 era un artículo importante y bastante de
cajón: para ser coordinador, lo lógico es que quisieran que lo fueses más de la
mitad de los padres conciliares. Como digo, sin embargo, Roncalli,
probablemente influido por los cardenales alemanes y franceses, que habían
echado cuentas y habían llegado a la conclusión de que apenas llegaban con
mayoría simple, lo convencieron de que en cada comisión fuesen miembros los 16
más votados; en lugar de hacer lo que las reglas decían que había que hacer, que era ir descartando y votando hasta que hubiese candidatos con la mitad más uno de votos.
En estas circunstancias, de los 109 candidatos de la
llamada “Lista Internacional”, 79 tocaron pelo, ocupando el 49% de los puestos
de las comisiones. Pero no es eso solo. Recordad que el Francisquito también
hacía nombramientos; y entre los que hizo, nombró a 8 más de la lista
internacional. Los liberales, de esta manera, coparon el 50% de la Comisión
Teológica (la madre de todas las comisiones). En la Comisión Litúrgica, se
nombraron 12 liberales y 4 conservadores; mayoría que matizó mucho (14 sobre
11) el PasPas con sus nombramientos. Al final, ocho de cada diez candidatos de
la lista liberal pusieron el culo en algún asiento de alguna comisión.
Particularmente, Alemania y Francia estaban presentes en 9 comisiones, es
decir, todas menos una.
Los africanos, sabiendo que la Comisión Teológica era el
principal objetivo de los liberales, habían asumido que, a cambio de su apoyo
total en dicha comisión, luego alemanes y franceses apoyarían a todos sus
candidatos en la comisión que a ellos les interesaba que, obviamente, era la de
Misiones. Sin embargo, cuando los esforzados estudiantes de la brigadilla
terminaron de contar votos, quedó claro que, en dicha comisiónb, la alianza internacional sólo había
votado a tres de los nueve candidatos africanos. Pero, vaya, que peor le fue a
la conferencia de superiores generales de órdenes; habían propuesto 15
candidatos, y ninguno salió elegido.
Hay gente que nunca aprende. Nunca, y nunca es nunca, hay
que fiarse de un francés. Y, si está aliado con un Von der Mierden, lo mejor es,
directamente, saltar por la ventana.
La Iglesia, sin embargo, es una institución que siempre
tiene una ventaja de flexibilidad, que le nace del hecho de que tiene que
admitir, sí o sí, que si hay una persona en este mundo que está iluminada por
Dios, ése es el Francisquito. Consecuentemente, el Papa alumbra normas y las
desalumbra constantemente, y siempre tiene razón. Ante la enorme catástrofe producida
entre los superiores generales, que claramente abría el peligro de que se
apartasen del concilio, Juan XXIII acudió en su ayuda. Se anunció, por lo
tanto, que el PasPas pasaría a nombrar nueve miembros en cada comisión, uno más
pues de los que estaban previstos en las reglas. Roncalli, por lo tanto, hizo
90 nombramientos, entre los cuales estuvieron ocho superiores generales.
Finalmente, pues, fueron elegidos para las comisiones 250 padres conciliares.
La labor de los concilios ecuménicos no ha cambiado en
siglos. La Iglesia decide sobre su gobierno y funcionamiento a través de
constituciones y decretos, que forman parte de su magisterio. El concilio no
hace sino aprobar esas constituciones y esos decretos, y lo que se discute en
el curso de las sesiones son los borradores de los mismos que se presentan tras
el trabajo preparatorio. Un trabajo, pues, de gran importancia, pues la mano
que mece el borrador, mece, en buena medida, el texto final. Estos borradores
suelen llevar el nombre de esquema; “esquema” es, de hecho, la palabra más
usada durante un concilio.
Los esquemas no caían del cielo (aunque, esta vez, usar
esta expresión no sea precisamente feliz, para qué negarlo). Muchos de los
esquemas que se sometieron a las sesiones del concilio llevaban trabajándose
desde 1959. Dado que ese trabajo se hizo, fundamentalmente, con la supervisión
de la Curia, es de suponer que el gobierno de la Iglesia esperaba un paso suave
de los textos por el concilio; por eso se pensaba que apenas duraría algunas
semanas.
El concilio, sin embargo, se había convocado porque la
Iglesia estaba rota. Porque eran demasiadas las novedades del siglo, y
demasiadas las opiniones que sobre las mismas se albergaban en su seno.
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