lunes, noviembre 25, 2024

Vaticano II (2): Vinos y odres

El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie


 

Obviamente, los diferentes obispos tenían sus propios equipos de opinión sincronizada. El episcopado francés, por ejemplo, era muy de La Croix, una publicación de los agustinos de la Asunción gabachos. Otros obispos italianos, franceses o canadienses, solían ellos mismos enviar reportes a sus periódicos diocesanos; y un arzobispo, el coadjutor John Patrick Cody, hacía una emisión de radio semanal para sus feligreses de Nueva Orléans. El producto informativo más prestigioso fue, probablemente, el US Bishops’ Press Panel, elaborado por la jerarquía estadounidense. Abrieron oficinas nacionales de información la jerarquía alemana, la española, los franceses, argentinos y holandeses.

Juan XXIII era perfectamente consciente de que su convocatoria tenía, más que enemigos, malos agoreros. En el discurso de apertura del concilio, dijo: “Debemos discrepar con esos profetas de la desgracia que están siempre anunciando el desastre (…) Dicen que esta era está yendo peor para nosotros en comparación con el pasado, y actúan como si no hubiesen aprendido nada de la Historia, el verdadero maestro de la vida”.

Al contrario de lo que se suele pensar, el discurso de Juan XXIII, y su propia actitud, estuvieron muy lejos de ser rompedores. Dejó claro que el objetivo del concilio era “guardar y enseñar el sagrado depósito de la doctrina cristiana de manera más eficiente”, pero sin “apartarse nunca del patrimonio sacro de verdad que hemos recibido de los Padres”; pero “debemos mirar, al mismo tiempo, a las nuevas condiciones y formas de vida introducidas en el mundo moderno”. Juan XXIII siempre pretendió que el Vaticano II estuviese en un justo medio; no pareció, por lo tanto, ser consciente de que ese justo medio era muy complejo de conseguir en una institución que cada vez más se dividía en dos iglesias, en el sentido de que nosotros hablamos de las dos Españas.

Juan XXIII quiso referirse explícitamente en su discurso a la necesidad de que hubiera “una adhesión serena, tranquila y renovada a todas las enseñanzas de la Iglesia en su totalidad y precisión, tal y como todavía brillan en los actos del concilio de Trento y el concilio Vaticano I”. Pero al mismo tiempo dijo: “el espíritu cristiano, católico y apostólico del mundo entero espera un salto adelante hacia una penetración doctrinal y una formación de conciencias en la más fiel y perfecta conformidad a la doctrina auténtica”. Esta doctrina debería explicarse “a través de métodos modernos de investigación”. Más en concreto: “la sustancia de la doctrina antigua del Depósito de la Fe es una cosa, y la manera en la cual se presenta es otra”. Una afirmación que recuerda un poco a esa máxima del comunicólogo Marshall McLuhan, cuando dijo: "el medio es el mensaje".

En este discurso, que quedó para la Historia como el discurso del “salto adelante” (con esto se quedaron los periodistas), está la sustancia de lo que Juan XXIII quiso que fuese el concilio Vaticano II. Igual que Tomás de Aquino buscó con ahínco el pacto entre razón y fe, Roncalli quería buscar el pacto entre fondo y forma. Consciente, en mucha mayor medida que lo son hoy algunos de sus herederos, de que la Iglesia no puede renunciar a sus esencias, lo que pretendía era presentarlas de otra forma. Seguir siendo rancio, pero bailando reguetón. La idea de Juan XXIII es la que observamos en cualquier iglesia en la que hoy en día vemos entrar a gente con guitarras a cantar el Kumbaya o alguna que otra hosanna con música de Simon y Garfunkel. Ése era el plan: sostenella y no enmendalla teológicamente, pero dar los pasos litúrgicos, educativos y sociales que hubiese que dar para parecer sintonizado con el siglo.

No era un mal plan. Ya lo dice, sin embargo, Lucas 5:37: “Nadie echa vino nuevo en odres viejos; de otra manera, el vino nuevo romperá los odres y se derramará, y los odres se perderán”.

La otra gran obsesión del Papa, obsesión en la que hay que decir que tuvo un éxito arrollador, fue darle a la Iglesia un lavado de cara; hacerla pasar de verdugo a colega. “La Iglesia”, dijo, “siempre se ha opuesto a los errores, frecuentemente con severidad; hoy en día, sin embargo, prefiere usar la medicina de la misericordia”. Una forma elegante de decir: “como ya no tengo poder, ya no quiero hablar de ejercer el poder y, es más, te voy a machacar con la idea de que ejercer el poder, abusar del poder, es caca”. Tarde piaches, meu rei.

Roncalli era un Papa de consensos. No llegó para romper la Iglesia, y apechugó, en buena medida, con lo que había. No se empeñó en reformar la Curia, como sí dicen que quería hacer ese Papa posterior que, sólo por casualidad, la roscó a las pocas semanas de haber llegado al pontificado y que, por supuesto, nunca fue objeto de autopsia. Su idea, muy probablemente, era que las sesiones que se abrieron a las 9 de la mañana del sábado 13 de octubre, iban a ser sesiones de amables discusiones, de educadas discrepancias. Él tenía que saber, como sabe cualquier historiador de la Iglesia con dos datos, que eso de que en un concilio se levantase un obispo a partirle la cara a otro, no era tan extraño. Pero confiaba en los tiempos. Y hacía bien, porque los enfrentamientos modernos iban por otros carriles que no eran la violencia; pero eso no quiere decir que no existiesen.

El problema de Juan XXIII es que a la Roma conciliar se desplazaron padres que querían vencer. Es más: vencer totalmente. La idea era monopolizar el concilio, dominar absolutamente todas sus ideas y todos sus enfoques, incluso las que (como veremos en más de una ocasión) en realidad sólo interesaban a los muy eclesiales y eclesiólogos; y alumbrar, apenas, dos o tres textitos insulsos y sin importancia, recogiendo algunas de las ideas ultraconservadoras, las menos peligrosas e importantes, para que el resto de los miembros de la ICAR se pensaran que se les había hecho caso en algo.

Este grupo de ganadores ha sido considerado tradicionalmente, y con no poca razón, como el grupo alemán. No eran alemanes todos los que eran; pero sí casi todos los alemanes estaban.

¿Por qué Alemania? Pues, probablemente, porque la Alemania de los años sesenta del siglo XX, además de lo que había sido siempre, es decir, la primera trinchera del catolicismo frente al protestantismo, era la sede de la Ostpolitik, de las primeras protestas estudiantiles (porque los follones en Berlín predataron a Mayo del 68), de la nueva juventud melenuda y hippie; del contacto forzado de la Iglesia con un mundo que la miraba con extrañeza. En Alemania, al calor de esta experiencia mixta, había surgido toda una nueva teología que pretendía ser más abierta, más social, más comprensible y más cercana a los movimientos ideológicos del momento a los que nadie, y nadie es nadie, quería renunciar. Los años en los que Jesús comenzó a aparecer en pósteres con un aspecto propio de perroflauta. Los años en los que grupos cristianos podían terminar (véase Chile, por ejemplo) militando en la extrema izquierda. Años de estalinistas cristianos y cosas de aún más extraño jaez; y muchos vivían en esa especie de experimento de modernidad que era entonces la Berlín geográficamente asediada. Esas tensiones de cambio, esa necesidad de negar el marxismo aceptándolo, acabaron por alumbrar figuras como la de Karl Rahner, auténtico autor intelectual de muchas de las batallas del concilio; o de un joven perito teológico que formaba parte del pequeño ejército de asesores de los obispos alemanes, joven que con el tiempo acabaría alejándose de Rahner, y que se llamaba Joseph Ratzinger.

El concilio había de funcionar con una compleja estructura de la cual su sala de máquinas eran las diez comisiones cuya creación se preveía. Y los alemanes querían controlarlas.

El elemento fundamental a considerar es un cardenal y arzobispo de Colonia: Joseph Frings, un hombre que cuando se abrió el concilio ya era viejo incluso para los no demasiado exigentes estándares curiales, 75 años, y estaba, además, parcialmente ciego. Él fue el primer y gran inspirador de lo que, como digo, se conoció como el grupo alemán.

Poco tiempo antes de comenzar el concilio, se comenzó a distribuir el rumor según el cual la Curia romana estaba detrás de arreglar el tema de las comisiones. La Curia, ya sabéis, es la elite eclesial que, puesto que está formada por cardenales, ha abandonado ya las fastidiosas obligaciones de sus diócesis para pasar a formar parte del gobierno de Iglesia y, por ello, a residir en el Vaticano. En este punto, deberemos volver a comentar cosas que ya dijimos cuando nos vimos en Trento.

Con los evangelios en la mano, esto es algo que a los protestantes les gusta mucho recordar, y lo cierto es que tienen razón; con los evangelios en la mano, digo, todo lo que debe tener la Iglesia son obispos. La condición de padre de la Iglesia nace del relato post pasional, según el cual Jesús, tras resucitar, creó un grupo de trabajo con sus apóstoles, les dio un curso de idiomas muy acelerado, y los invitó a salir por aquí y por allá a predicar su palabra. Estos apóstoles iniciales fueron los primeros obispos. Sólo en un punto de los escritos sagrados (Mateo 16: 13-19) apunta Jesús a la figura de un Papa (ya sabéis: todo eso de tú eres Pedro y sobre esta piedra montaré mi chiringuito); y, desde luego, no existe en la actividad del profeta adarme alguno de creación de la figura del cardenal, esto es, del padre de la Iglesia situado entre el súper jefe y los jefes.

Como resultado de este mensaje, en la Iglesia Católica siempre ha habido, y siempre habrá, personas que consideren que la verdadera autoridad eclesial la deben ejercer los obispos; lo cual apunta a un esquema semi asambleario, más abierto, protestantoide y cuyo principal outcome es el fortalecimiento de las Iglesias nacionales frente a la supranacional. Siempre existirá, por así decirlo, una tensión entre obispos y Papa que, en realidad, se muestra mucho más entre obispos y cardenales; ya que son pocas las personas que llegan al magisterio de la Iglesia pensando que ésta no debe ser una teocracia y considerando, por lo tanto, que la figura del Papa es cuestionable.

Numéricamente hablando, un concilio ecuménico es, por encima de todo, una asamblea de obispos. Es totalmente imposible que la clase cardenalicia pueda competir cuantitativamente con una grey que se extiende por todo el mundo y aun en sedes virtuales o imaginarias. En cualquier concilio, por lo tanto, si a lo que vamos es a los votos totalmente democráticos (un asistente, un voto), la Curia ya puede quedarse en casa, porque no va a rascar gran cosa; sería, literalmente, el puto Grupo Mixto de la cristiandad. Los concilios, sin embargo, de toda la vida los han mangoneado los cardenales, dado que, a través sobre todo de la figura de los legados, han ostentado la representación del Papa; de quien, por lo tanto, manda.

El Vaticano II, sin embargo, fue, desde el primer momento, especial. Imbuido de su ambiente, y de la personalidad del Papa Roncalli, se quiso ver, desde el minuto uno, como un concilio abierto, de formas democráticas, todo eso. En ese entorno, dominar las comisiones que prepararían los debates era crucial; y es por ello que el rumor en el sentido de que la Curia estaba preparando una candidatura tuvo tanto predicamento.

Ni qué decir tiene que la tentativa de la Curia puso en guardia a sus enemigos, entendiendo por enemigo aquél que, de triunfar los planteamientos cardenalicios, perdería poder: las conferencias episcopales. Por ello, éstas maniobraron rápidamente para ganarse el derecho de proponer candidatos propios a las comisiones.

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