jueves, noviembre 28, 2024

Vaticano II (5): Enfangados con la liturgia



El business model
Vinos y odres
Los primeros pasos de los liberales
Lo dijo Dios, punto redondo
Enfangados con la liturgia
El asuntillo de la Revelación
¡Biscotto!
Con la Iglesia hemos topado
Los concilios paralelos
La muerte de Juan XXIII
La definición de la colegialidad episcopal
La reacción conservadora
¡La Virgen!
El ascenso de los laicos
Döpfner, ese chulo
El tema de los obispos
Los liberales se hacen con el volante del concilio
El zasca del Motu Proprio
Todo atado y bien atado
Joseph Ratzinger, de profesión, teólogo y bocachancla
El sudoku de la libertad religiosa
Yo te perdono, judío
¿Cuántas veces habla Dios?
¿Cuánto vale un laico?
El asuntillo de las misiones se convierte en un asuntazo
El SumoPon se queda con el culo al aire
La madre del cordero progresista
El que no estaba acostumbrado a perder, perdió
¡Ah, la colegialidad!
La Semana Negra
Aquí mando yo
Saca tus sucias manos de mi pasta, obispo de mierda
Con el comunismo hemos topado
El debate nuclear
El triunfo que no lo fue
La crisis
Una cosa sigue en pie



La publicación del breve informe del obispo Zauner generó entre muchos padres conciliares el deseo de conocer a fondo la labor de la comisión preparatoria; se demandó, por lo tanto, que dicho trabajo se publicase. Pero eso no pasó.

En la sesión del 22, primera de la discusión, intervino, entre otros, el arzobispo de Milán, cardenal Gian Battista Montini; un tipo con mucha proyección, tanta que acabaría siendo PasPas. Montini intervino para defender el esquema como estaba y no se cortó al dejar claro que lo defendía porque era un equilibrio entre las pretensiones de los más progresistas y los más conservadores. Vino a confirmar, por lo tanto, que él creía ver el texto en un punto medio, cosa que obviamente los progresistas no pensaban. Nos encontramos, pues, ante una situación muy típica de la dinámica eclesial: la construcción de un presunto “punto medio” que, en realidad, es más bien un “punto bastante más acercado a un lado que al otro”. Las palabras de Montini dejaron claro que una prioridad fundamental para la Iglesia, que podemos considerar que él representaba pues algunos meses después lo eligió Francisquito, era que el esquema sobre la liturgia no tuviese elementos que lo pudiesen motejar de “revolucionario”. Hizo, por otra parte, una defensa cerrada del latín, que, dijo, debía permanecer impoluto en “aquellas partes del rito de carácter sacramental”. Eso sí, abogó por una simplificación de las ceremonias, eliminando de las mismas repeticiones y elementos poco importantes. Más adelante en esa serie veremos a Montini liándola parda con este tema, ya siendo Francisquito. Eso sí, vista su intervención en la primera sesión, no se puede decir que engañase a nadie.

Resulta curioso, y muy significativo, que la contraversión de esta manera de ver las cosas la tuviese que recibir Montini, y con él la Curia, de un hombre que no sólo no decía su misa en latín, sino que ni siquiera habló en el concilio en latín, que era la lingua franca de los debates, sino en francés: el octogenario Máximo IV Saigh, patriarca melquita de Antioquía. Máximo, en su francés de acento oriental, recordó a los padres conciliares una perogrullada, que a alguno le debió joder bastante: Jesús se dirigió a sus discípulos en la lengua que todos ellos hablaban en el día a día. A los apóstoles, dijo, “nunca se les ocurrió que debían leer las Escrituras, rezar salmos o partir el pan en otro idioma que no fuese el que hablaban las personas allí congregadas”. Y continuó con un categórico: “el uso del latín que hacen ustedes [los sacerdotes del rito latino] en sus liturgias, en Oriente lo vemos como algo anormal”. En oriente, dijo, nunca ha habido problema con el lenguaje de la liturgia, pues el rito oriental entiende que en el momento en que el Salmo (67:5) dice: “dejad a todo el mundo adorar al Señor”, ya no hay mucho que discutir ( noniná); y no tiene mucho sentido la autoridad del PasPas a la hora de decir “esto sí, esto no”. O sea: atacó el puro centro del montaje vaticano, que es convencerte que, en todas las cuestiones de Dios, has de pasar por la auditoría de un señor vestido de blanco nuclear.

A lo mejor con cosas así os iréis haciendo una idea de por qué nunca, y nunca es nunca, se producirá la reunificación de las iglesias.

Máximos fue de la misma opinión que Zauner: aquélla era una cuestión que debían decidir las conferencias episcopales. De repente, pues, el inocente esquema sobre la liturgia, que os recuerdo que había sido elegido porque se consideraba pan comido su discusión, se convertía en la primera disculpa para tratar de darle un muerdo a la autoridad papal y cardenalicia.

Los conservadores contraatacaron, a través de los ataques al esquema perpetrados por el arzobispo Enrico Dante. Dante no era un cualquiera: era secretario de la Sagrada Congregación de los Ritos; era, pues, el Félix Bolaños de Juan XXIII en lo que a repartir hostias se refiere (entiéndase esta expresión en su estricta literalidad). 

Arrojando el código canónico a las frentes de los padres conciliares, Dante defendió la idea de que las decisiones en materia de liturgia debían permanecer en las manos del Santo Padre; y que la liturgia había que seguir haciéndola en latín, coño ya. Eso sí, como la Curia siempre trata de dar salida al toro manso, argumentó que las lenguas vernáculas deberían quedar para dar instrucciones (cosa lógica: a ver cómo le explicas nada en latín a un creyente que no hecho ni la ESO) y algunas oraciones. Otros padres, ligados a la Congregación de los Ritos, a la del Santo Oficio o a la de los Seminarios, o sea, putos membrillos de la infraestructura curial, intervinieron en el mismo sentido.

Como la cosa estaba como estaba, Giuseppe Siri, arzobispo de Génova y hombre de perfil claramente conservador (si lo recordáis, en el cónclave que transcurre durante la tercera parte de The Godfather, podéis oír que Siri recibe varios votos), propuso que una comisión formada por miembros de las comisiones litúrgica y teológica revisase el esquema.

Los conservadores, en todo caso, no cedieron el paso. El día 30 de octubre, el cardenal Alfredo Ottaviani, secretario de la Congregación para el Santo Oficio, se levantó para atacar los cambios radicales en la liturgia. “La misa”, bramó, “no es un vestido que se pueda cambiar a la moda” (noniná). Su defensa de la ortodoxia fue tan pasional (aparte que él no podía, como la mayoría de los intervinientes, leer un texto, porque estaba casi ciego) que, finalmente, tuvieron que cortarle el micrófono. Quien ordenó el gesto fue el cardenal Frings, uno de los líderes del ala progresista; y yo siempre he estado totalmente seguro de que fue un gesto de poder muy calculado.

Para entonces, la discusión “facilita” sobre la liturgia estaba ganando en temperatura. Los padres conciliares comenzaban a estar muy mosqueados con el dato de que no se les habían dado por escrito los textos y enmiendas completos que había experimentado el esquema. Sotto voce, se multiplicaron las quejas de oscurantismo, y la gente se empezaba a preguntar quién habría impulsado tal o cual cambio. El cardenal Carlo Confalonieri, de hecho, tuvo que comerse el marrón el 5 de noviembre. Confalonieri presidía la llamada subcomisión de Enmiendas, dependiente de la Comisión Preparatoria Central, y que se ocupaba, como su nombre indica, de los textos enmendados. El día 5, Confalonieri “confesó” ante Dios nuestro Señor, y ante vosotros hermanos, que la subcomisión era responsable de todos los cambios sufridos por el esquema.

Los cojones.

Una de las consecuencias del debate era que buena parte de las frases que habían desaparecido, se supone que porque Confalonieri y los de Palacagüina las habían borrado, retornaron al esquema.

(Como te veo inquieto, querido lector, te voy a hacer un poco spoiler, y te voy a contar que la constitución finalmente aprobada sobre la liturgia es, en materia de la lengua, un prodigio vaticano de decir una cosa y la contraria. Encontrarás el texto más importante en la letra c) de la Constitución, “Normas derivadas del carácter didáctico y pastoral de la Liturgia”, concretamente en los cuatro parágrafos en que se divide el párrafo 41. Texto literal:

1.- Se conservará el uso de la lengua latina en los ritos latinos, salvo derecho particular.

2.-Sin embargo, como el uso de la lengua vulgar es muy útil para el pueblo en no pocas ocasiones, tanto en la Misa como en la administración de los Sacramentos y en otras partes de la Liturgia, se le podrá dar mayor cabida, ante todo, en las lecturas y moniciones, en algunas oraciones y cantos, conforme a las normas que acerca de esta materia se establecen en cada caso en los capítulos siguientes.

3.- Supuesto el cumplimiento de estas normas, será de la incumbencia de la competente autoridad eclesiástica territorial determinar si ha de usarse la lengua vernácula y en qué extensión; estas decisiones tienen que ser aceptadas, es decir, confirmadas por la Sede Apostólica. Si hiciera falta, se consultará a los obispos de las regiones limítrofes de la misma lengua.

4.- La traducción del texto latino a la lengua vernácula que ha de usarse en la Liturgia, debe ser aprobada por la competente autoridad eclesiástica territorial antes mencionada.)

Con el tiempo, fue quedando muy claro que todos aquéllos que habían considerado que el esquema sobre la liturgia era poco polémico no habían sabido leer bien el salto. El problema reside en que buena parte de quienes impulsaron la discusión en primer lugar del esquema sobre la liturgia, que eran miembros del grupo alemán o progresista, estaban acostumbrados a pensar en términos de primer mundo. Una de las cosas que habían cambiado radicalmente entre el Vaticano I y el Vaticano II había sido la importancia del cristianismo en las viejas colonias y, consecuentemente, la importancia de sus obispos en una asamblea de padres conciliares.

Europa, Estados Unidos y el mundo desarrollado estaban, en lo que toca a la liturgia, en aclarar si los niños podrían entrar en las iglesias con las guitarras, y esas cosas. Pero para los obispos de muchos remotos países del Tercer Mundo, el partido era otro. En primer lugar, muchos de ellos estaban en franca minoría social, como le ocurría, por ejemplo, a los obispos indonesios, que decían sus misas literalmente rodeados de musulmanes, algunos de ellos bastante radicales. En segundo lugar, todos percibían la necesidad de acercarse a la forma de hacer las cosas de sus feligreses, porque tenían muy claro que dichos feligreses nunca se acercarían a ellos litúrgicamente hablando. Como acertadamente había dicho ya el patriarca melkita Máximos, pasada la raya del Bósforo, el tema del idioma de la misa, por ejemplo, comenzaba a dejar de ser un tema o un problema. Las gentes de Asia y de África estaban acostumbradas a que Dios les hablase en su idioma; eso, cuando no estaban acostumbrados a celebrar sus reuniones religiosas al aire libre y cantando. Para los obispos afroasiáticos, que la constitución conciliar sobre la liturgia recogiese todos estos aspectos era de la mayor importancia. Pero chocaban con toda una clase sacerdotal, que además era la que siempre había mandado en la Iglesia, que no percibía ese reto ni de lejos.

A pesar de lo importante que era para ellos, los padres asiáticos y africanos sólo tenían un representante en la Comisión de Liturgia: el obispo de Ruteng, Indonesia, Willem van Bekkum; que no era nacido en Indonesia, sino en Países Bajos. Bekkum ya se había ocupado de la necesaria reforma de la liturgia en una ponencia que había presentado, en 1956, con ocasión de un congreso litúrgico pastoral. Sus buenas relaciones con los obispos alemanes y austríacos le granjearon el apoyo del grupo alemán en las votaciones a la comisión, y es por eso que había podido tocar pelo. Van Bekkum era un gran defensor de los oficios en lengua vernácula porque, decía, la liturgia tiene que ser espontánea, y es difícil ser espontáneo si tienes que hablar una lengua muerta que se habló a 10.000 kilómetros de tu casa.

Otro sólido partidario asiático de la reforma litúrgica fue el arzobispo Eugene D’Souza de Nagpur, India. En una rueda de prensa, D’Souza opinó que, por ejemplo, el rito del matrimonio, tal y como se practica por la Iglesia, era ininteligible para los indios rurales; y que por eso muchos sacerdotes de esas zonas remotas habían decidido incorporar costumbres locales. Puso el ejemplo de que en diversas zonas de la India se había abandonado el anillo de alianza, que tiende a no tener ningún significado para los indios, sustituyéndole por el rito que conocían bien, por el cual el marido ofrece un plato de comida a su esposa. Lejos de lo que opinaban muchos sacerdotes conservadores en el sentido de que el latín debía permanecer siempre en el ámbito sacramental, D’Souza consideraba que resultaba totalmente necesario administrar los sacramentos en la lengua que el receptor pudiese entender. Otro obispo que se posicionó en términos parecidos fue Lawrence Nagae, titular de la sede de Urawa, en Japón. Nagae quería una liturgia simple, directa y más participativa, eliminando las genuflexiones, argumentando que es un gesto que un japonés no entenderá (la genuflexión, en Japón, es un saludo; así que inclinarse ante el altar viene a ser como para nosotros levantar la mano y decir: “¿Passsa tronco?”). También dijo que besar objetos es algo que cuando lo ve un japo se cree que eres medio subnormal, y abogó por medirse mucho a la hora de hacer el signo de la cruz.

La pequeña “rebelión” de los obispos africanos y asiáticos tiene su miga. Ni Bekkum, ni D’Souza, ni Nagae, dijeron lo que dijeron en la sala del concilio. Lo dijeron en otras tantas ruedas de prensa. Los obispos, pues, perdían el miedo a hablar en público, en una evolución que ya comenzó en el siglo XIX con un suceso que, curiosamente, mucha gente suele tomar como el punto más alto de la autoridad papal: el dogma de la infalibilidad. Contra lo que la gente piensa, el dogma de la infalibilidad no impulsó al Francisquito, sino que lo limitó. La autoridad incontestable del PasPas quedó establecida, sí; pero para cuestiones dogmáticas. Así, aunque todos los obispos del mundo estuviesen de acuerdo en que María tuvo a Jesús tras un típico cañete sabatino y, consecuentemente, no era virgen, ha de bastar que el Santo Padre diga que lo era para que lo siga siendo, pues es cuestión dogmática. Pero ahí termina la linde. Los obispos que aprobaron la infalibilidad marcaron un perímetro para que, fuera de ese perímetro, la autoridad ya no estuviese tan clara. A partir de 1870, el Papa comenzó un largo viaje, con sus acelerones y sus frenadas todo hay que decirlo, que le lleva a ser más un primus inter pares que otra cosa. Y el hecho de que en el concilio Vaticano II hubiese obispos, como los afroasiáticos, que agarraron el canasto de las chufas y tiraron por su calle de en medio, es lo que justifica que, desde entonces, los Francisquitos prefieran convocar sínodos y otras chorradas, pero no concilios. Porque cuando un político convoca un referendo, es para ganarlo; y cuando un Papa convoca un concilio, es para dominarlo. 

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