lunes, junio 14, 2021

Watergate (8): Spyro Agnew y las 21 preguntitas de los cojones

   ... y, al final, alguien escuchó al juez John Sirica

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El 24 de julio, Bob Hadelman. Se mostró bastante cómodo en su comparecencia hasta que el senador Robert Palmer Weicker Jr le sacó a colación un memorando dirigido a él, fechado el 14 de octubre de 1971. Aquel documento consistía en una descripción de las labores previas a una aparición presidencial en Charlotte, Carolina del Norte, en compañía del popular reverendo Bill Graham. Las instrucciones incluían, para sorpresa de todos, el montaje de una manifestación violenta cuyos miembros deberían portar, decía el memorando, signos obscenos. Weicker, señalando al documento, le preguntó a Haldeman si era su letra la que se podía leer en una anotación al margen que decía: Good. A Haldeman no le quedó otra que reconocer que sí, que él habría escrito que le parecía bien que el gobierno de los Estados Unidos fomentaba la producción de falsas protestas en su contra para así apuntalar la teoría de la “mayoría silenciosa”.

El documento no tenía desperdicio. Las instrucciones ordenaban que los manifestantes no sólo insultasen al presidente, sino también al reverendo. Haldeman había subrayado esto último y había escrito al margen; great.

Aunque no directamente relacionado con el Watergate (lo cual, por cierto, debería enseñarle a tanto y tanto presidente de comisión parlamentaria patán e ignorante que no todos los testimonios deben ser exclusivamente sobre el mismo tema), aquel testimonio de Haldeman forzado por Weicker presentaba muchos elementos de reflexión sobre lo que se estaba investigando allí. Si por algo había forjado su figura señera Richard Nixon durante la segunda mitad de los sesenta era por su compromiso contra la subversión; pero ahora resultaba que la subversión, cuando menos parcialmente, era él. ¿Resultaba eso patriótico? La pregunta planteaba un debate de amplio calado en la sociedad estadounidense, un debate que hizo que muchos conservadores pro republicanos se convirtiesen en leninistas por un día, defensores de la idea de que el fin justifica los medios. Un debate que no ha terminado hoy en día en Estados Unidos, menos aun teniendo en cuenta que los demócratas, lejos de pelear para acorralar el republicanismo leninista, lo que han hecho es abrazar el democratismo de igual tendencia (pues, ¿qué otra cosa es la doctrina cualquier cosa con tal de echar a Trump?).

Fue, en efecto, durante aquel intenso verano de 1973 cuando, al albur de los discursos de defensa de un Nixon cada vez menos defendible, muchos estadounidenses liberales descubrieron, anonadados, el enorme porcentaje de conciudadanos con los que convivían, y que pensaban que la ilegalidad es justificable si las líneas rojas de la ley se traspasan por una buena causa (como, por ejemplo, la independencia de Cataluña, o la defensa de la okupación). Y, en este medio siglo que ha pasado desde entonces, repito, lo que ha ocurrido no es que ese escape de gas se haya cerrado en la cañería de la sociedad americana, sino que se han abierto más. Sucintamente: quienes en 1973 combatían esa forma de hacer política se han apuntado al carro.

No olvidemos un dato: de todos los políticos republicanos, hubo prácticamente uno solo que nunca abandonó a Nixon; ni siquiera una vez dimitido. Se llamaba Ronald Reagan.

Una encuesta demoscópica (los países sin CIS son más libres por definición) arrojó aquel verano de 1973 el resultado de que la mayoría de los americanos adultos que habían votado en 1972 confesaban que si volviesen a estar en la misma situación, habrían votado a McGovern. El ratio de aprobación de Nixon, del 31%, era el más bajo desde Hoover. El 84% consideraba que el comité Ervin estaba haciendo una gran labor. La credibilidad de Nixon (38%) estaba apenas un punto por encima que la de John Dean.

En medio de todo aquel merdé, a la Casa Blanca le crecieron los enanos: el vicepresidente Spiro Agnew, una figura deliberadamente gris elegida por Nixon cuando calculó que podría ganar las elecciones del 72 por sí solo, calculado por lo tanto para tener un efecto neutro sobre la imagen del gobierno, de repente comenzó a restar.

Hasta 1968, aproximadamente, Spiro Agnew había sido, como coloquialmente decimos en España, conocido en su casa a la hora de comer. Tenía una pequeña experiencia de un año como gobernador de Maryland y cuatro como principal ejecutivo del condado de Baltimore. Pero se había tenido que enfrentar a unos disturbios callejeros, y los había aplastado con una rudeza poco común en un gobernador; y eso fue lo que le gustó a Nixon: el tío tenía pegada.

Spiro Agnew era un jefe de los que ya incluso hace cincuenta años no quedaban. A un empleado que una vez se presentó en su puesto de trabajo recién llegado de una excursión por el campo le ordenó que se fuese a casa y se adecentase (esta anécdota me ha recordado a la de un presidente de empresa pública española, que prohibió que la planta donde estaba su despacho nadie llevase barba). Le aportó a Nixon la imagen que él quería de persona que no le pasaría ni media a la subversión y las protestas pasaditas de tono, y ahí acabó todo. Una vez colocado en el segundo puesto teóricamente más importante del Estado, su labor se redujo a cortar cintas y ocuparse de los temas que al presidente le rayaban, como los derechos de los indios. Pat Buchanan, uno de los estrategas de la Casa Blanca, pensó, sin embargo, a finales de 1969, que el tipo daba la imagen perfecta para convertirlo en una especie de martillo de herejes protestones, y para plantarle cara a las teorías liberales de gobierno.

En su papel, Spyro Agnew se convirtió en el editorialista que entonces no tenía la Fox (más que nada porque no había Fox), en un Limbaugh colocado en la estructura del Estado, arreando unas hostias como panes a las organizaciones de derechos civiles y a la izquierda liberal demócrata americana (porque los que, aun viviendo en Estados Unidos, sostienen que Trump inventó a Trump, la verdad, no tienen ni puta idea de la Historia de dicho país). Con el tiempo, la comisión Ervin se convirtió en su principal pimpampún. Los acuso de macartistas (que hay que tener huevos), se dedicó a decir, entre cinta cortada y cinta cortada, que nunca había estado más orgulloso del gobierno de los Estados Unidos como durante el caso Watergate, y se refería a las sesiones del comité como rain dances.

El 6 de agosto, Spyro Agnew declaró que estaba de acuerdo con la idea del presidente de que el caso Watergate no era materia de una comisión parlamentaria sino de los tribunales porque, dijo, tenía una confianza plena en el sistema de justicia americano. Pero, vaya, si hubiera esperado apenas unas horas, tal vez no habría terminado la frase de la misma manera: al día siguiente, se hizo público que el sistema judicial le estaba investigando a él. El cargo: haber aceptado bolsas de dinero de empresas de la construcción procedentes de sus días baltimorinos y marylandienses. Agnew reaccionó (un clásico) asegurando que era inocente pero, evidentemente nada seguro de su afirmación, arremetió contra los “masoquistas que siempre están buscando errores”. A través de su abogado, el flamante vicepresidente que 24 horas antes tanto confiaba en el sistema judicial americano presentó un escrito en el que apelaba al privilegio ejecutivo para sostener que un vicepresidente no tenía que presentarse frente a un Gran Jurado.

El político medio, ya se sabe: el día 6 dice una cosa, el 7 la contraria, y siempre tiene la razón, porque siempre hay algún imbécil que le cree. De hecho, lo normal es que las dos veces sea el mismo imbécil el que le cree.

Después de mucho esperar con impaciencia el público americano, Nixon apareció en público para dar un discurso el 15 de agosto. En Estados Unidos, como en España con los mensajes del rey por el solsticio, también se mira mucho todo eso de la preparación del atrezzo. Por ello, la Prensa se apresuró a airear el dato de que, aquella vez, de la toma del despacho oval habían desaparecido tres clásicos de la puesta en escena nixoniana: la foto de su familia, el retrato de Abe Lincoln y la propia bandera.

La noche anterior, quince minutos antes de que, a medianoche, el Congreso hubiera aprobado, a pesar del veto presidencial, la War Powers Act, que convertía los bombardeos sobre Camboya en ilegales, dichos bombardeos hubieron de cesar. Sin embargo, en aquel punto de las cosas, el tema ya no era Camboya, sino el otro bombardeo, simbólico e interior, que estaba sufriendo Nixon.

Ante los americanos, el presidente leyó: “No es que no fuese consciente de la existencia de encubrimiento; es que desconocía que hubiera algo que encubrir”. Vino a decir que aquéllos que estaban empeñados en llegar hasta el final en el Watergate corrían peligro de “destruir nuestras esperanzas en el futuro” (siempre la misma mierda: yo no soy un político catalán, yo soy Cataluña; yo no soy el garante de la estabilidad de mi partido, soy el garante de la estabilidad del país). “Todo presidente de los Estados Unidos desde la segunda guerra mundial”, dijo también, “ha creído que en materia de seguridad, el presidente tiene el poder de autorizar escuchas sin necesidad de autorización judicial previa”. El argumento, muy florentino, estaba bien tejido: si, finalmente, la batalla por el acceso a las famosas cintas era ganada por quienes querían acceder a ellas, entonces ningún presidente, ni pasado ni futuro, estaría protegido. En otras palabras: Nixon venía a decirles a todos los que, en realidad, lo que trataban de hacer era defender los valores constitucionales, que si seguían por ahí se cargarían la Constitución. Y, ojo, ojo, porque esta teórica ha sido comprada por mucha más gente de lo que te imaginas durante todo el proceso de revisitación de la figura de Nixon que se ha producido en las décadas posteriores a su muerte.

Para Nixon, y así lo dijo, la relación entre un presidente y sus asesores es muy parecida a la que tienen un acusado y su abogado, un sacerdote y un penitente, o dos esposos. El tema tiene su enjundia. Think of it.

La cosa le salió al presidente como la rana. Sólo una cuarta parte de los que escucharon el espich del presidente lo creyeron, a juzgar por las encuestas. La mitad dijo que lo había encontrado “para nada convincente”. Incluso pundits y políticos que solían ser partidarios de Nixon comenzaron a saltar del barco, diciendo que el discurso había sido muy débil.

Presionado por las circunstancias, una semana después Richard Nixon se sometió a su primera rueda de prensa en algo más de un año. Formalmente, el encuentro era para comunicar la nominación de Henry Kissinger como secretario de Estado, además de lo que ya era, esto es, consejero de Seguridad Nacional. Los periodistas le hicieron 21 preguntas: 18 fueron sobre el Watergate; y de las tres que quedaron, dos fueron sobre Spiro Agnew; y la restante se refería a los datos conocidos recientemente sobre cómo Nixon había estado escondiendo, incluso a altos mandos militares que debían conocerlos, los bombardeos sobre Camboya.

Algunos comentarios editoriales comenzaban a hablar directamente de comportamiento dictatorial por parte del presidente. El caso Watergate estaba muy lejos de ser un caso de espionaje del enemigo electoral; algo que es un crimen pero, de alguna manera, queda limitado al espectro del crimen privado, no del crimen político; pues no se olvide que el Nixon que ordenó aquel espionaje no era presidente, sino un candidato más. El problema era todo lo que el Watergate había ido descubriendo con la investigación. El problema era lo que se sabía, y sobre todo, lo que se sospechaba, sobre las acciones realizadas por el presidente, desde su despacho de presidente, usando a personal del presidente y las prerrogativas del presidente. Ese momento en que el político ha entrado en ese bucle en el que todo lo importante es la conservación del poder, un bucle que exhibe incluso con orgullo (véase cómo exhiben pectorales cuando cuentan lo resilientes que son), y en el que se pierde la conexión con la realidad y, sobre todo, con la realidad constitucional.

Hay quien dice que eso nos pasaría a todos. Hay quien dice que no.

5 comentarios:

  1. Anónimo9:15 a.m.

    "...esta anécdota me ha recordado a la de un presidente de empresa pública española..."
    ¿Doña Magdalena Álvarez, aka Lady Aviaco?

    Eborense

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  2. Hombre, petrolero, y mucho más circunspecto :-)

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  3. En la entrada que te pasé (pongo de nuevo el enlace), Philip Roth bautizó en su librito al Spiro Agnew de las narices Comosellame, precisamente en referencia a su poca presencia. Aunque las mejores coñas son las que se ven en las series de Matt Groening: en un capítulo de Los Simpson Milhouse y Bart están leyendo la revista MAD, y el primero comenta: "Vuelven a hablar del tal Spyro Agnew, ¡seguro que es un amigo de ellos!". La escena es aún más cómica porque el amigo de Bart se llama así precisamente por el segundo nombre de Nixon, y a poco que hayamos visto lo patético que es el pobre gafotas ya nos damos cuenta de la poca estima que le tiene Groening.

    No obstante, se supera en Futurama cuando aparece Richard Nixon como candidato a la presidencia (que además gana). En esa serie, las celebridades del pasado se conservan como una cabeza dentro de un tarro, pero es que Comosellame aparece como su propio cuerpo, pero sin cabeza, en una perfecta metáfora de que es un pelele en manos de Nixon. Si no fuera tan patán, sería el insulto perfecto.

    http://www.larealidadestupefaciente.com/2011/02/nuestra-pandilla-de-philip-roth.html

    Que, por cierto, "Spiro" es con i latina, pero tampoco me parece muy grave... :-P

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    Respuestas
    1. Algún día habría que hacer la lista de vicepresidentes catastróficos. Dan Quayle "Mr. Potatoe", por ejemplo.

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    2. Pues no hace mucho busqué sobre él en la Wikipedia y el hombre alegó que había seguido las instrucciones de unas tarjetas proporcionadas por el medio, aunque no negó que le avergonzaba no haber seguido su propio juicio. Raro, raro que admita aunque sea de mala manera el error...

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