viernes, julio 24, 2020

Franco y Dios (1: el planteamiento del problema; porque fue un problema)

Historias de España se va de vacaciones. Pero volverá. Y, de hecho, espera que volváis también vosotros. Así pues, para estimularos el regreso, aquí os dejo la primera toma de la serie que desplegaremos ya en septiembre. Para abrir boca. Franco y Dios. Choque de trenes. 

Que descanséis a tope.

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Como quiera que el tema de España, la República y la Iglesia ha sido tratado varias veces en este blog, aquí tienes algunos enlaces para que no te pierdas.

El episodio de la senda recorrida por el general Franco hacia el poder que se refiere a la Pastoral Colectiva

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Y ahora vamos con las tomas de esta serie. Ya sabes: los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.

Una negociación imposible
Los comienzos de una relación más jodida de lo que parece
Los primeros problemas
Monseñor Antoniutti, en España
Casi un acuerdo; casi...
Un acercamiento formal
Posiciones enfrentadas
Aquel agosto que el Generalísimo decidió matar a los curas de hambre
La tarde que el cardenal Pacelli se quedó sin palabras
O el cardenal no sabe tomar notas, o el general miente como una perra
Monseñor Cicognani saca petróleo de las dudas del general Franco
La nación ultracatólica que no quería ver a un cardenal ni en pintura
No es no; y, además, es no
¿Qué estás haciendo: cosas nazis?
Franco decide ser nazi sólo con la puntita
Como me toquéis mucho las pelotas, me llevo el Scatergories
Los amigos peor avenidos de la Historia
Hacia la divinización del señor bajito
Paco, eres peor que la República
¿A que no sabías que Franco censuró la pastoral de un cardenal primado?
Y el Generalísimo dijo: a tomar por culo todo
Pío toma el mando
Una propuesta con freno y marcha atrás
El cardenal mea fuera del plato
Quiero a este cura un paso más allá de la frontera; y lo quiero ya
Serrano Súñer pasa del sacerdote Ariel
El ministro que se agarró a los cataplines de un Papa
El obispo que dijo: si el Papa quiere que sea primado de España, que me lo diga
Y Serrano Súñer se dio, por fin, cuenta de que había cosas de las que no tenía ni puta idea
Cuando Franco decidió mutar en Franco


La pregunta: “¿qué tal se llevó el general Franco con la Iglesia?”, provocaría, supongo, una respuesta unánime: de puta madre. De hecho, la inmensa mayoría de las personas que conozco concibe el franquismo como una alianza básica entre el general, el ejército y la Iglesia, consolidada desde el momento en que ésta última redactó una pastoral colectiva en la que calificaba la guerra civil de cruzada en defensa de la religión. La verdad, sin dejar de negar en esencia buena parte de estos argumentos e impresiones, es que ni tanto, ni tan calvo.

Franco tuvo problemas con la Iglesia. Vaya si los tuvo. Los tuvo cuando instó la pastoral colectiva. Los tendría durante los largos años de su mandato, con escenas como la de diciembre de 1956, cuando los obispos se presentaron en El Pardo a decirle que si seguía dándole cuerda a Falange, se fuera olvidando de ellos. Y los tuvo al final de su vida, cuando los curas se volvieron rojos, o nacionalistas, o ambas cosas. A Franco le alfombraban la entrada a las catedrales, pero no era oropel todo lo que había. Y, probablemente, ningún momento fue más complejo que el momento que pretendo describir en estas notas, que he titulado Franco y Dios: el momento en el que el general, ya garantizado el pleno control de España, se aplicó a negociar un Concordato con la Santa Sede, esto es, a acordar con el Vaticano la forma en la que ambos Estados se relacionarían.

Franco pensaba, o yo creo que pensó en un primer momento, que la cosa era relativamente fácil. Había posibles para la transacción. La Iglesia católica estaba interesada en controlar la educación y, en general, la vida moral del país; eso era algo que Franco estaba dispuesto a concederle. Pero, ¿quería algo a cambio Franco? Aquí es donde fallan los análisis excesivamente superficiales; porque Franco, efectivamente, quería algo, algo de gran importancia para él. Franco quería que la Iglesia le reconociese un derecho secular, y ese deseo tenía un motivo muy concreto.

Ese derecho secular se llama Patronato Real y es un privilegio concedido por los Papas a determinados gobernantes y, entre ellos, a los reyes españoles desde los que, no por casualidad, se llamaron católicos. El Papa tenía dos razones de mucha enjundia para privilegiar a los reyes españoles, muy particularmente los castellanos: por un lado, la estrecha solidaridad existente entre la corona y la tiara ante la misión común de echar al islamita de la península; eso que, con los siglos, acabó llamándose Reconquista, y que ahora los nuevos vientos historiográficos están tan empeñados en convencernos de que nunca existió. El segundo de los argumentos tiene que ver, o por lo menos yo lo creo así, con el Cisma. El cisma de occidente fue una situación en la que Roma le vio las orejas al lobo, uno; y, dos, Castilla, Aragón en menor medida, saborearon las mieles de tener unos obispos nacionales, de alguna manera controlados desde la Corte. La combinación de este último hecho y del primero, con la extremada necesidad que desarrolló el Vaticano hacia los esforzados cristianos españoles, llevó a los Papas a convencerse de que lo prudente era dar sedal. Consecuentemente, a través de la institución del Patronato Real, los reyes católicos, puesto que eran católicos y de confianza, recibieron el derecho de nombrar obispos; derecho que, en otras latitudes, pudo ser ligeramente distinto, por el ejemplo el derecho a proponerlos, o el derecho a conocer los candidatos.

Los reyes españoles siempre tuvieron en muy alta estima el Patronato Real. En un país como España, en el que una buena diócesis era más valiosa que mandar sobre cuarenta mil infantes (y a veces suponía ambas cosas, de hecho), en la Corte siempre tuvieron claro que el Espíritu Santo es muy volátil a la hora de iluminar a los miembros del Cónclave. A pesar de la honda solidaridad entre España y el Vaticano, Papas en la Historia que no se hayan llevado bien con el rey de España ha habido muchos; y esto es algo que pueden atestiguar, sin ir más lejos, algunos de los más católicos de nuestros reyes, como Carlos de Habsburgo y su hijo Felipe, los monarcas que hubieron de comerse el marrón de Trento. Por esa razón, los reyes españoles (y no fueron los únicos) siempre le dejaron claro a los legados pontificios que Santa Rita, Rita, Rita, lo que se da, no se quita.

El interés por nombrar obispos propios, que puede parecer un interés propio de eso que llamamos la Edad Moderna, permanecía incólume en el cerebro del general Francisco Franco Bahamonde. El Generalísimo de los Ejércitos y jefe del Estado español también quería tener ese mismo derecho, y por razones que, en esencia, eran las mismas que las que habían animado los deseos de los pretéritos reyes de España. Un obispo es una cosa muy seria, y muy importante. Tiene una importante capacidad de influencia, sobre todo si su sede es importante; y, si las cosas se ponen mal en la Iglesia, siempre puede sacar a pasear el agrio debate de Trento y otros concilios anteriores, en los cuales se recordó hasta la saciedad que son los obispos quienes son nombrados por Dios, mientras que el Papa no es sino aquél a quien eligen esos obispos Premium que llamamos cardenales. Los obispos, pues, tienen una gran capacidad, presente y potencial, de mando en la Iglesia. Y son, además, la Iglesia, en mucha mayor medida en que lo es un Papa. Los Papas, ya veis para qué sirven: Juan XXIII y Pablo VI impulsaron, en el Vaticano II, la modernización de la Iglesia, pero no pudieron evitar que rincones enormes de la misma siguieran instalados en los sentimientos más ultramontanos; Juan Pablo II fue un Papa radicalmente conservador, a cuyos pies se desarrollaron decenas de teólogos y obispos más o menos cercanos a la Teología de la Liberación y movimientos parecidos.

Franco sabía que, si podía nombrar obispos, podría petar la Conferencia Episcopal de falangistas. Inmediatamente después de terminada la guerra, cuando todavía quedaban como quince años para que terminase desilusionándose de la formación política que le había dado su apoyo incondicional, Franco, que era consciente, sobre todo a través de la experiencia del cardenal Vidal i Barraquer (del que volveremos a hablar) de lo dañino que puede llegar a ser un obispo al que no le caes bien, de que dejar que en una sede se nombre un obispo contrario es como dejarte una chincheta en el zapato de por vida, quería evitar eso. Muy particularmente, el jefe del Estado quería extirpar, de cuajo, el cáncer vasco. Sabía que la clase sacerdotal vasca estaba con los nacionalistas, y que lo seguiría estando en la España del Nuevo Amanecer, aprovechando sobre todo los privilegios procesales concedidos a los miembros del clero. Franco quería obispos vascos o, mejor, obispos en el País Vasco, que elaborasen encendidas homilías anatematizando el pecado mortal de la ciega sedición. Quería hombres que le dijesen a la grey euskaldún que creer en los derechos del pueblo vasco era torcer el brazo de Dios, y que acabarían pagándolo en la otra vida. Quería negarle el rosario a los fueros. Y para todo eso necesitaba el Patronato Real.

El general, sin embargo, tenía dos problemas: uno, que el Patronato Real es un privilegio concedido a los reyes de España; pero él no era de sangre real. Otro, que la II República, tan ciega y estúpida en cuestiones religiosas, desde luego no se había preocupado demasiado por aquella movida; no había hecho movimiento alguno por tener una paz concordataria con el Vaticano y, consecuentemente, había abierto un hiato en la Historia de las relaciones entre Iglesia y Estado español que ahora no era tan fácil de solventar.

De cómo se desplegaron las negociaciones para intentar resolver este problema es de lo que van estas notas.

En efecto, como acabo de decir, le gustase o no le gustase, que la verdad es que no mucho, el general Franco, cautivo y desarmado el ejército rojo, heredó, automáticamente, la mierdera posición en la que la República había dejado las relaciones entre España y la Iglesia.

Las cosas, como ha hemos contado o insinuado en otros sitios, no tendrían que haber sido así, o tan así. El 24 de abril de 1931, diez días después de la festiva jornada que cambio de régimen, monseñor Federico Tedeschini, entonces nuncio papal en España, le envió una circular a los obispos españoles en la que les recomendaba aceptar el nuevo régimen sin alharacas. Los obispos obedecieron, algunos a su manera. Muy especialmente, el fogoso cardenal Pedro Segura, que no era cualquiera pues al estar al frente de la sede toledana era el primado de España, hizo público, aquel 1 de mayo, una carta pastoral en la que exhortaba a los católicos a unirse en defensa del orden social y de los derechos de la religión. Hasta ahí bien pues, básicamente, Segura no hacía otra cosa que seguir las instrucciones que había recibido de Roma: un discurso comedido, pero firme en sus principios. Sin embargo, no pudo evitar el monseñor incluir en su pastoral un emocionado recuerdo a Alfonso XIII, a quien alababa por haber sabido conservar la fe de sus mayores. La referencia fue vista por los republicanos como una provocación.

El día 10 de mayo, con la connivencia del nuncio, que seguía buscando puntos de acuerdo, Segura salió de España. Regresado a España, el ministro Miguel Maura lo expulsó del país el 15 de junio. De alguna manera, la República nunca se recuperaría ante elementos importantísimos de la opinión pública internacional por la combinación entre la quema de iglesias y la expulsión de Segura. Pero lo más importante que ocurrió en ese conflicto, a largo plazo, fue que Roma claudicó ante las exigencias del gobierno Azaña y, consiguientemente, aceptó que su primado saliera del país. Un fatal error que le costaría caro años después, cuando intentase obtener del general el regreso a España del cardenal Vidal i Barraquer, y el general les contestase: lo que valió para la República, no menos va a valer para mí, que encima soy de vuestra cuerda.

El 14 de septiembre de 1931, como digo mediando una claudicación evidente, Tedeschini aceptó reunirse con Niceto Alcalá Zamora y con Fernando de los Rios (socialista, ministro de Justicia) con la sola compañía de Vidal i Barraquer. La iglesia estaba muy preocupada por la inminente discusión de la Constitución republicana, y por ello quería arrancar algún tipo de acuerdo. Las partes, efectivamente, acordaron reconocer la personalidad jurídica de la Iglesia, el reconocimiento de la libertad de enseñanza, la libertad de las órdenes religiosas y el presupuesto de culto y clero. Alcalá Zamora y Fernando de los Ríos discreparon sobre la mejor forma de apañar esos acuerdos, y probablemente ambos pensaban de diferentes maneras porque ambos tenían la misma información sobre cómo se iba a desempeñar la República en la cuestión religiosa. Alcalá, que era católico y quería evitar el enfrentamiento, era partidario de que ambas partes firmasen un Concordato, ya. Fernando de los Ríos, más proclive a las tendencias en la República que presionaban en favor de un laicismo radical, prefería que sólo se llegase a un acuerdo más informal de convivencia; lo que normalmente se conoce como un modus vivendi. Alcalá y De los Ríos, asimismo, discrepaban en el tratamiento que habría que darle al tema del divorcio.

Cuatro días después, una comisión de metropolitanos visitó a Alcalá, quien, de nuevo, les dio seguridades sobre la consecución de un acuerdo en los temas principales (¿cuáles? ¡La pasta, por supuesto!) Como respuesta a este buen rollito, el Papa Pío XI adscribió al cardenal Segura a la Curia romana, en una señal sin ambages de que no volvería.

Sin embargo, Fernando de los Ríos incumplió el pacto. El debate constitucional pronto derivó hacia posiciones muy alejadas de lo que se le había prometido a Tedeschini y Vidal. La República, bajo la influencia de un ministro de Justicia poco resolutivo en estos temas, un primer ministro convencido de que un país puede dejar de ser católico porque una ley lo diga, y unas izquierdas que, no pocas veces, se tomaban todo aquello con un neto ánimo revanchista, decidieron, por decirlo mal y pronto, que la Iglesia no tenía ni media hostia.

4 comentarios:

  1. Deseando leer el resto. Buenas vacaciones.

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  2. Que vayan bien esas vacaciones. Aquí me encontrará a su vuelta.

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  3. Anónimo8:33 p.m.

    En todo caso, esta serie se debería llamar "Franco y la Iglesia", la relación de una persona con Dios es otra cosa.

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