viernes, septiembre 04, 2020

Franco versus Dios (4: los primeros problemas)

Como quiera que el tema de España, la República y la Iglesia ha sido tratado varias veces en este blog, aquí tienes algunos enlaces para que no te pierdas.

El episodio de la senda recorrida por el general Franco hacia el poder que se refiere a la Pastoral Colectiva

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Y ahora vamos con las tomas de esta serie. Ya sabes: los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.
Los primeros problemas
Monseñor Antoniutti, en España
Casi un acuerdo; casi...
Un acercamiento formal
Posiciones enfrentadas
Aquel agosto que el Generalísimo decidió matar a los curas de hambre
La tarde que el cardenal Pacelli se quedó sin palabras
O el cardenal no sabe tomar notas, o el general miente como una perra
Monseñor Cicognani saca petróleo de las dudas del general Franco
La nación ultracatólica que no quería ver a un cardenal ni en pintura
No es no; y, además, es no
¿Qué estás haciendo: cosas nazis?
Franco decide ser nazi sólo con la puntita
Como me toquéis mucho las pelotas, me llevo el Scatergories
Los amigos peor avenidos de la Historia
Hacia la divinización del señor bajito
Paco, eres peor que la República
¿A que no sabías que Franco censuró la pastoral de un cardenal primado?
Y el Generalísimo dijo: a tomar por culo todo
Pío toma el mando
Una propuesta con freno y marcha atrás
El cardenal mea fuera del plato
Quiero a este cura un paso más allá de la frontera; y lo quiero ya
Serrano Súñer pasa del sacerdote Ariel
El ministro que se agarró a los cataplines de un Papa
El obispo que dijo: si el Papa quiere que sea primado de España, que me lo diga
Y Serrano Súñer se dio, por fin, cuenta de que había cosas de las que no tenía ni puta idea
Cuando Franco decidió mutar en Franco


La primera vez que Gomá y Franco se entrevistaron, en efecto, todo, o casi todo, fueron acuerdos. El cardenal y el general acordaron un amplio respeto a la libertad de la Iglesia; la definitiva consagración de Pildaín, a quien Franco no ponía peros (ésta era fácil; en realidad, era a la República a quien no le gustaba este obispo); el compromiso por parte del general en el sentido de que el gobierno de Burgos no haría un arco de iglesia (nunca mejor dicho) de la dimisión de Múgica, si bien se rogaba que no volviese a Vitoria por no poder garantizar su seguridad; y, respecto a la exigencia del gobierno de que una serie de sacerdotes vascos fuesen trasladados de sus diócesis, se dejó el tema en manos de Gomá y Múgica.

En el acuerdo no hubo ninguna referencia al Concordato. Visto el avance posterior de los temas, mi idea es que Franco sacó el tema, pero Gomá se las arregló para convencerlo de que, si se obstinaba en esa movida, no iban a avanzar; pronto veremos cómo Franco se guardó el tema y se lo sacó al cardenal, tal vez, donde menos se lo esperaba. Gomá, en todo caso, supo tirarle las zanahorias adecuadas pues, la verdad, la decisión sobre el regreso-no regreso de Múgica era una cesión inteligentemente diseñada.

Las fricciones, sin embargo, habrían de surgir muy pronto. Y surgirían por un flanco cuya importancia yo no niego, desde luego, a la luz de mis lecturas; pero que debo confesar que me cuesta comprender en toda su extensión. En efecto: por qué ha sido siempre tan batallona la cuestión de los capellanes castrenses, es algo que se me escapa un poco; aunque alguna pista habremos de dar en las líneas que siguen. Alcanzo a entender que, en la medida que un ejército permita que el cuerpo de capellanes castrenses sea totalmente independiente de la autoridad militar, se abre ahí un hiato en la disciplina que no resulta agradable. Por esta razón, y con más razón en tiempos en los que la identificación del ejército español con la religión católica era más estrecha, el estamento militar ha mostrado siempre proclividad a incluir la grey castrense dentro de su paraguas; mientras que la Iglesia siempre se ha empeñado en dejar claro que son cosas, de alguna manera, distintas.

El cardenal Gomá y, por extensión, el Vaticano, se encontraron con el fait accompli de que, con fecha 31 de diciembre de 1936, el general Germán Gil Yuste, secretario de la Guerra en la Junta de Defensa Nacional, legisló una reorganización provisional de las Tenencias Vicarías Castrenses. Gomá, que había escrito un informe sobre la materia que había pasado a la Congregación de Asuntos Extraordinarios, le escribió a Franco diciéndole, más o menos: oye, tronco, ¿no habíamos quedado en que estas movidas las íbamos a decidir conjuntamente? La respuesta de Franco, por inercia o con conocimiento, eso no lo sé, fue decretar, el 11 de enero de 1937, que la mentada orden de Gil Yuste quedaba ampliada a la Marina. O sea: si querías hostias, aquí tienes hostias y vino.

Gomá puso en movimiento al Vaticano, quien le escribió un telegrama al general Gil Yuste solicitando que las nuevas previsiones legales se ejercitasen de acuerdo con las normas eclesiales. Asimismo, le comunicaba que Gregorio Mondrego había sido nombrado Vicario General Castrense, quien debía confirmar a los delegados ya nombrados y nombrar a los nuevos. Eso, por supuesto, lo haría de buen rollo en cuanto Franco nombrase un civil para discutir los nombramientos.

En otras palabras: las misas en los cuarteles las dice quién yo te diga que las dice. Lo cual equivale a decir que la versión que escuchará la soldadesca desde el púlpito sobre la relación entre la santa religión católica y el glorioso Movimiento Nacional sería la que la Iglesia quisiera elaborar. Yo ya sé que esto, a los versionadores de la Historia con dos de pipas, les parecerá un matiz negligible. Pero, ni modo. 

El 27 de enero, Gil Yuste contestaba diciendo que le pedía al jefe (Franco) instrucciones sobre la materia; pero, al tiempo, maniobró para petardear el poder de Gomá en el cuerpo castrense, al enviar a uno de los secretarios del mismo, Lorenzo Aizpún, al frente. Así las cosas, Gomá tuvo que pedir el comodín de la llamada: se entrevistó personalmente con Franco, quien hizo llamar a Apizpún desde el frente cagando leches, y nombró a Antonio Martín de la Escaleram, mucho menos sanguíneo que mi general, como su interlocutor en esta materia.

El 25 de febrero, Gomá se presentó en Salamanca con una propuesta de regulación de los servicios castrenses que Franco le dijo que le molaba. Sin embargo, o el Generalísimo le mintió al primado o el asunto se enquistó en algún engranaje, porque en marzo el tema todavía no se había resuelto y había provocado diversos conflictos con mandos militares; el asesor jurídico de Franco, Lorenzo Martínez Fuset, le dijo a Gomá elegantemente que, la verdad, el general tenía otras cosas en las que pensar algo más importantes; como ganar una guerra, por ejemplo. El 16 de marzo, fue Despujol el que presionó a Martínez Fuset diciéndole que el cardenal estaba bastante desilusionado. Tal vez en ese momento Despujol o el cardenal pensaban que lo que había por medio era la típica manía por el mando de los militares. Sin embargo, la cosa no era tan así.

Viendo la desilusión expresada por Gomá, Martínez Fuset se ofreció a evacuar algunas consultas para ver lo que pasaba. Los vaticanos esperaban, supongo, que el jurista, que tenía acceso fácil a Franco, hablaría con éste, y que el general desbloquearía la situación. Pero si Martínez Fuset habló con Franco de nuevo de este tema, cosa que cuando menos yo no puedo dar por cierta, el mensaje que recibió no fue precisamente desbloqueador. Cuando regresó a la presencia de Despujol, le dijo que no había nada que hacer mientras la Secretaría de Estado vaticana “siga admitiendo a conversación a los representantes de los separatistas vascos y secundando orientaciones de cardenales fracasados en la política religiosa de nuestro país [Vidal i Barraquer et alia]”. Le dijo Fuset que el gobierno de Burgos había esperado, infructuosamente, una condena vaticanista del PNV. La verdad, el tema da para sospechar que Fuset, o había hablado con Franco del tema directamente, o lo había hablado con alguna Radio Macuto de alta calidad, porque un posicionamiento así no lo tendría delante del Primado de España un alto funcionario por su propia convicción, o porque simplemente pensara que era lo que opinaba su jefe. Tuvo que saber Martínez Fuset por alguna fuente, que como digo bien pudo ser el propio ferrolano, que Burgos había decidido utilizar el tema de la jerarquía eclesiástica castrense para darle un aviso serio a Sant'Angelo.

Aquello era una enmienda en toda regla. El problema no eran los putos capellanes castrenses, ni su jurisdicción, ni su nivel de independencia, ni nada de eso. El problema era que el gobierno de Franco no estaba dispuesto a darle ninguna satisfacción a la Iglesia mientras que la Iglesia, como a Richard Gere, no le hiciera más la pelota. Mucho más.

¿Sabía esto Franco cuando se entrevistó, apenas semanas antes, con Gomá, y llegó con él, tan rápidamente, a un acuerdo tras otro? Yo creo que no, o no del todo. En las primeras semanas de 1937, habrían de ser muy importantes en el ánimo de las personas de la Junta de Defensa Nacional los informes del marqués de Magaz, quien, desde Roma, pintaba con tintes en ocasiones muy exagerados la audiencia prestada por la Curia vaticana a los separatistas vascos. Yo creo que hubo un caldo de cultivo entre la entrevista entre Gomá y Franco y la que tuvieron Despujol y Martínez Fuset. Aunque pienso que Franco, muchas veces, dijo y comprometió cosas que ya sabía, cuando prometía, que no iba a conceder, no creo que ésta fuera una de esas ocasiones. A principios de 1937, el bando sublevado estaba un poco de los nervios. Para entonces, Franco ya había decidido que su siguiente paso sería ganar la guerra en el norte (momento en el que, tal es mi convicción, ganó la guerra civil); pero esa victoria no se había producido todavía. Había nervios. Y la actitud de la Iglesia hacia los curas vascos no mejoraba las cosas. 

El lector de estas notas tiene en este punto que aprender, si se me permite la bordería, a hacer una cosa que nunca se hace: contemplar la famosa pastoral de la Cruzada como un problema para Franco, y no como una ayuda. Obviamente, la pastoral de la Cruzada fue oro molido para el Caudillo; entre otras cosas, y no es moco de pavo, fue fundamental para colocar al catolicismo francés, cuando menos el oficial, del lado del Movimiento; lo que le ató a la izquierda francesa las muñecas a los tobillos a la hora de intentar hacer cualquier cosa que no fuese forzar la neutralidad del país en el conflicto. Sin embargo, la pastoral también se puede ver como un problema,  pues lo que tienes, cualquier día puedes perderlo; y si quien te lo ha dado es un cura, mi consejo es que no apuestes a que lo vas a poder conservar todo lo que quieras. 

Para Franco, la presión de los curas nacionalistas en el vaticano, presión que les hizo ganar adeptos en la Curia (si bien no con la rapidez y la intensidad descritas por Magaz el asfixiao), en un momento en el que Franco no había ganado ni el norte ni Cataluña, abría una posibilidad catastrófica: que el Papa se hubiese alineado públicamente con una solución pactada para el conflicto. En realidad, Franco híper ventilaba con esta movida, porque no se daba cuenta de lo lerdos que eran sus enemigos; en efecto, en el bando republicano, por mucho que el vasco Aguirre, en mi opinión plenamente consciente de la viabilidad de esta carambola, porfió para arrastrar a la República hacia una normalización religiosa, no consiguió contrarrestar a los cabestros del no es no. Y, la verdad, a mí siempre me ha sorprendido que Stalin, que era quien realmente mandaba sobre aquella recua de soplapollas, no les obligase a hacerlo, pues el camarada primer secretario del Comité Central del PCUS sabía ver siempre el beneficio de estas cosas y no tenía problema en pactar con la Virgen María si se terciaba. De donde siempre he sacado la impresión de que uno de los problemas del bando republicano fue que los corresponsales soviéticos enviados a España, la verdad, no hicieron demasiado bien su trabajo. Sea como sea, el caso es que Franco, muy probablemente, temía que del Vaticano llegase un día una carta en la que el Padre Santo le instase a su Querido Hijo a acallar los obuses por el bien de la nación cristiana española. Necesitaba laminar a los curas capaces de conseguir eso.

Volvamos al relato. Así las cosas, el 22 de marzo Isidro Gomá se presentó de nuevo en Salamanca, esperando poder hacer de nuevo algo de su magia; había pedido una audiencia con Franco. Antes se vio con Martínez Fuset, a quien encontró encastillado. Sin embargo, al día siguiente se vio con Franco, y el ambiente fue mucho mejor; tan bueno que el cardenal salió del despacho apostando consigo mismo por un arreglo rápido. De hecho, a los pocos días recibió una carta de Martínez Fuset en ese sentido. 

Los sublevados, sin embargo, estaban jugando al gato y al ratón. Días después, Gomá visitó su sede toledana y, después, se pasó por Salamanca. Allí, Martínez Fuset se lo llevó a un aparte y le leyó, confidencialmente, el texto de un decreto al que ya sólo le faltaba la firma de Franco, en el que no se recogía ni una sola de las peticiones presentadas en su día por Gomá. Los sacerdotes adscritos al servicio castrense recibían el grado de alférez y apenas se reconocían competencias del delegado pontificio. Por lo tanto, el Vaticano perdía la capacidad de hacer nombramientos o participar en la labor pastoral; el ejército, pues, cautivo y desarmado el Espíritu Santo, tomaba el control de las homilías que escucharían los soldados.

Gomá reaccionó advirtiendo a Franco por escrito, ya que no podía verlo, de que si el decreto se aprobaba, él haría visible su oposición dimitiendo como delegado pontificio. El 12 de abril, Martínez Fuset recibía a Despujol en Salamanca, después de haberlo llamado personalmente. Franco había cedido y había aceptado la redacción de un decreto algo distinto, que concedía mayor jurisdicción a la Iglesia. Sin embargo, en este decreto los hombres de Salamanca introducían un elemento importante: definían lo legislado en el decreto como una regulación provisional en tanto no se negociase un Concordato. Buscaban, pues, arrancar del Vaticano la asunción indirecta de que se negociaría un nuevo acuerdo diplomático entre ambos Estados. Gomá, consciente de que el Vaticano, como poco, no tenía ninguna prisa en entrar a negociar un nuevo Concordato (por no decir que en la Curia había quien no lo veía conveniente) intentó negociar inocentemente que la aposición se quitase; pero le dijeron que un huevo. La adición, al parecer, se debía al propio Franco.

Estas cosas, como he dicho, ocurrían en abril. Un mes en el que, probablemente, las relaciones entre el Estado que yo creo que ya podemos llamar franquista y la Iglesia ya no podían ir mejor de lo que iban. En marzo de aquel año de 1937, Pío XI había hecho pública su encíclica Mit Brenneder Sorge, en la que condenaba el nazismo. El Vaticano cablegrafió a Gomá para preguntarle por el impacto de la encíclica en la Prensa española; para Gomá, aquel telegrama fue toda un sorpresa, dado que incluso desconocía que el texto papal hubiera sido publicado; tal fue el espesísimo manto de silencio bajo el cual se colocó la encíclica en España. El detalle puso en guardia a Gomá, quien consideraba que había elementos extranjeros que estaban influyendo en exceso en los despachos de Salamanca y Burgos. El 17 de abril, además, vino la unificación de los diversos grupos políticos del franquismo, lo que despertó todavía más sospechas en torno a la asunción de planes y estrategias de corte fascista.

Hay que decir que el cardenal Gomá, tan fino y clarividente en otras situaciones, estuvo aquí bastante torpón. Tanto él particularmente como muchas de las personas importantes de la Iglesia sabían bien que la Falange unificada estaba tomando un sendero decididamente proalemán, permitiendo, además, que la acción de los agentes nazis en España fuese cada vez más numerosa y densa. Sin embargo, pensaba que eso era una fiebre que iba a ser contrarrestada por Franco Paracetamol. Creía que el general acabaría con todas esas veleidades y que pondría a España por los carriles de una sociedad católica y conservadora, pero no de corte nacionalsocialista. Hombre, acabaría por tener razón; pero después de mucho más tiempo del que él pensaba.

En la cabeza de Gomá, todo el problema estaba en que el Vaticano no hubiera reconocido oficialmente al Estado sublevado. Sobre ser eso parte del problema, su análisis era demasiado corto. Evidentemente él, que conoció bien al general Franco puesto que tuvo varias y largas entrevistas con él, con seguridad adivinó las tendencias hacia el mando personal que tenía el Generalísimo; y se limitó a aplicar esa ecuación. Sin embargo, no se dio cuenta de lo extremadamente complicado que era el bando sublevado, verdadera plétora de tendencias en ocasiones bien distintas y con prioridades también diferentes; y del hecho de que Franco, que en ese momento estaba centrado en ganar la guerra, no estaba en posición de ejercer sobre la labor de gobierno el mando único y total que luego acabaría por ejercer. Él pensó que todos los problemas que se planteasen entre la España nacional y la Iglesia los resolvería Franco con un golpe en la mesa; pero no fue así.

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