Carlos Luján regresó a su casa a una hora prudencial, ligeramente después de la medianoche, y durmió hasta tarde, las diez o diez y media. Aún así, se despertó enormemente cansado, como si hubiese estado sometido a un ejercicio intenso en las horas anteriores. Encontró a su mujer en la cocina, trasteando sus cosas y escuchando un transistor, dentro del cual varias personas, con voces bastante neutras, discutían los pormenores de la enfermedad del Caudillo.
Laura miró a su marido como si llevase rato esperando que apareciese.
-¡Hola, Carlos! -Exclamó, con falsa sorpresa. Y luego le preguntó, bruscamente- ¿Cómo está?
Carlos observó a su mujer. Se dio cuenta de los muchos años que hacía de la desaparición de la joven chica, frágil y asustadiza, de la que se había enamorado. Algún día, quién sabe cuándo, la había sustituido una mujer madura, una mujer de rostro, de brazos, de pecho y caderas más anchos, mirada paciente y natural silencioso. Pero aquella mañana era como si aquella niña preciosa, aquella niña cuyo miedo le había impulsado a colmarla de besos, hubiese regresado de alguna parte desde el centro de aquella mujer madura. Era la mirada. La misma mirada de aquella Laura que aún temía que alguien aporrease la puerta de madrugada para llevársela a ella, o tal vez a su marido, a su hijo quizá, como se había llevado a varios de sus parientes, para no devolverlos jamás. Aquella insulsa mañana del 22 de octubre de 1975, el miedo, el horror en los ojos de Laura lo cambiaba todo. Luján trató de sonreír.
-Vivo. Está vivo, Laura.
Nada más brotar las palabras de su boca, el ex policía tuvo claro que su pequeña broma no le había gustado a su mujer. Laura hizo un mohín de asco al que no le ahorró ni uno solo de sus matices peyorativos. Luján se sintió en la necesidad de controlar la situación.
-No sé si me vas a creer -dijo, engolando ligeramente la voz-, pero te juro por mis muertos, Laura, que todo lo que dice ese parte médico es verdad. Es la verdad.
Eso le había dicho Lastres. Repetir constantemente: sólo tiene gripe. Delante de todo el mundo. De todo. Y había dicho, a modo de ejemplo: incluso a nuestras mujeres.
Laura no creyó a su marido. Luján no se lo reprochó. Eran demasiadas las veces en que habría regresado de viajes a ninguna parte, viajes de sangre y tragedia, pretextando haber estado en aburridas reuniones internacionales de burócratas. Y entonces se dio cuenta. Después de tantos años.
Es el cansancio, se dijo. Siempre vuelvo cansado después de cumplir con mis obligaciones. Ella lo lee en mis ojos. Sabe que vengo de quebrar a alguien, de amenazarlo. De levantarle una sien. Me ve cansado, y comprende.
Pero ya no podía hacer nada. Ni siquiera estaba autorizado a tranquilizarla más. Aún así, y por probar, de pie en medio de la cocina con el café en la mano, se escuchó decir:
-No me extrañaría nada que la información que den hoy sobre la puta gripe fuese tan aburrida como una audiencia en El Pardo.
Y no se equivocó. Quizá fue la última apuesta que ganaría Carlos Luján.
Después de desayunar se metió en su despacho y sopesó la mañana que tenía por delante. Podía ir al Ministerio. Pero no tenía gran cosa que hacer y la perspectiva de calentarse la cabeza con los miles de teorías que, con seguridad, pululaban ahora por los pasillos, le daba enorme pereza. Su verdadero asunto pendiente era tomar el coche y conducir al sur, hacia la comisaría de Azpíriz, para comprobar el resultado que una noche de ping pong había hecho en Ciriaco el Mecánico. Dos cosas le detenían, sin embargo. La primera, su cansancio que, paradójicamente, crecía con la mañana. La segunda, la teoría que le expresaba con claridad su intuición de quebrantarrojos, de que el viejo no hablaría. Eso era un acicate, porque venía a significar que hasta aquel anarquista, que tan sólo era un peón de célula, sabía que los dos refugiados que quizá había tenido en su casa eran algo importante. Incluso muy importante. O, quizás, estaba simplemente amenazado. Y aún cabía la tercera posibilidad: que fuese así de duro.
Todo esto confirmaba en la cabeza de Luján todas sus teorías; a esas alturas, ya no le cabían dudas de que, cuando menos, uno de los atracadores tenía que ser El Choto Cendoya. Treinta años después, acariciaba la posibilidad de esclarecer el caso Anselmo López. Pero todo eso, sin embargo, trabajaba a favor del silencio del viejo. Luján miró el reloj. Llevaban, como mínimo, ocho horas apaleándolo. A esas alturas, en realidad, Ciriaco estaría más que probablemente inconsciente. De haber hablado, lo habría hecho horas atrás, y él ya lo sabría.
Ese desánimo lo llevó a decidirse por quedarse en casa y limitarse a llamar a Azpíriz por teléfono.
El comisario y ex compañero le confirmó todas las cosas que su olfato le había dictado. A Ciriaco el mecánico se lo habían llevado al hospital penitenciario a eso de las cuatro de la mañana, cuando descubrieron que tenía una mano rota. No había vuelto a despertar desde entonces, pero lo lógico era no esperar nada, así pues ya se estaba elaborando la oportuna denuncia por agresión a la autoridad y pertenencia a organización clandestina.
Para cuando llegaron la Transición y la amnistía, Ciriaco ya no estaría para disfrutarla.
El viejo no había dicho nada. Vivía solo. Siempre había vivido solo. También en los últimos días. ¿La mujer que había dicho que lo recordaba en compañía de los atracadores? Una equivocación.
-¿Tú crees -había terminado por preguntar Luján- que hay alguna posibilidad de que el muy cabrón diga la verdad?
-Ni una -había contestado Azpíriz, sin asomo de duda-. Ese tipo sabe algo, créeme. O lo sabía, porque lo mismo ahora ya ni se acuerda de cómo se llama.
-Pues yo creo -Luján trataba de pensar al mismo tiempo que hablaba- que igual te equivocas.
-¿Quieres decir que es inocente?
-Yo no he dicho eso. He dicho que puede haber dicho parte de verdad.
-No lo entiendo.
-Dijo que los tres atracadores nunca fueron huéspedes suyos. ¿Y si eso es verdad? ¿Y si su encuentro, cuando fueron vistos por la señora, sólo fue un encuentro con un intermediario que les facilitó refugio?
-Eso explicaría -corroboró Azpíriz, hablando casi en susurros- que ningún vecino les viese juntos. Apenas lo estuvieron una vez, y apenas unos minutos.
-Sólo que tuvieron la jodida mala suerte de que una señora que luego da la puta casualidad que está en el banco atracado les vio.
-Encaja.
-Encaja, sí. Los huidos siguen en Madrid, o alrededores.
-¿Madrid?
-Madrid, sí. ¿Tú le ves al viejo ése con capacidad como para tener contactos en otras ciudades? ¡Por Dios, si todo lo que teníamos de él eran unas cuantas pedradas en una huelga de mierda!
-Un tercera fila.
-O cuarta. Azpíriz, ¿podrías...?
-¿Activar mis confidentes en la CNT? Luján, yo investigo tirones y estafas. No tengo de eso.
-Yo sé dónde conseguirlos -contestó Luján, pensando en el todopoderoso Lastres-. Déjalo de mi cuenta. Es importante averiguar qué sabe la organización del atraco y todo eso.
-Sabes bien que son autónomos -respondió Azpíriz, como si verdaderamente pudiera saber el tipo de cosas en las que Luján estaba al cabo de la calle-. Células dispersas sin coordinación. No es una guerra, sino mil guerras.
-Lo sé. Es lo lógico. Pero, joder, dos activistas llegan a España y en medio de toda la hostia de los fusilamientos, la tromboflebitis, la gripe y la leche en verso, intentan una acción gorda.
-Era una puta agencia bancaria, Luján.
-Era pasta, José Antonio. Y digo yo que no la querrían robar para comprar lotería.
-Ajá. Veo por dónde vas.
-Pero les sale mal y, para ocultarse, tienen que acudir a un matao que se alquila de agitador en conflictillos de cincuenta trabajadores. La única explicación es que la huida no estaba prevista. Y si la huida no estaba prevista...
-Entonces no había nadie serio, nadie importante, detrás de la milonga.
-Exacto, Azpíriz. Exacto.
Silencio en la línea. Casi se podía oír el cerebro el navarro zumbando.
-Si tan precario es todo -acabó por decir, despacio, como arrancando los conceptos de su memoria-, hay un dato positivo. Las opciones de Ciriaco no serían muchas.
-Pienso lo mismo. No creo que les diese más de una o de dos direcciones para acudir.
-Pero no ha soltado prenda.
-Registramos la casa, claro.
-Por supuesto -respondió el comisario, con cierto deje de decepción en la voz-. No se encontró agenda o anotación. En la casa no había ningún rastro que nos pudiese llevar a una tercera persona. No había más cosas que las del mecánico.
Carlos Luján sintió un pinchazo en la columna, y luego un escalofrío. Un viejo sentimiento que hacía más de diez años le había abandonado. Y, aún así, nada más sentirlo supo lo que era. La inspiración de los detalles.
-¿Qué has dicho?
-¿Qué he dicho, de qué?
-Que qué has dicho, José Antonio. Has dicho que no había más cosas que las del mecánico.
-Eso he dicho, sí.
-Mecánico en paro.
-En paro, sí. Desde hace dos años.
-¿Qué tipo de cocina tenía?
-¿Importa eso?
-¿Te lo preguntaría si no importase?
Breve silencio.
-Carbón. Cocina de carbón.
-¿Ducha?
-¡Qué ducha! ¡Si la casa no tiene inodoro, joder!
Luján sintió que le faltaba el aire.
-Azpíriz, macho. ¿Qué clase tipo vive en una casa con una cocina del siglo pasado, sin cagadero, y tiene un tocadiscos?
-¿Un qué?
-Un tocadiscos. Grande. Con dos buenos altavoces. Tienes que recordarlo. Saltó por los aires cuando empujé al viejo y le arreé en el estómago.
-¡Joder, es cierto! Será... robado.
-O no. La pregunta, te he dicho, es qué clase de persona tiene una casa de mierda y un tocadiscos de puta madre. Y la respuesta es: alguien que lo ha robado, o lo ha comprado barato. Muy barato.
Carlos Luján y José Antonio Azpíriz tenían todo lo que necesitaban para ponerse a trabajar: un hilo del que tiraron. Se plantearon todas las formas por las cuales alguien podía tener acceso a un tocadiscos barato, además del robo, y, acto seguido, pusieron en funcionamiento amistades, contactos y deudas impagadas en la político-social, a la búsqueda de anarquistas en esos círculos. Sin embargo, la investigación, en lo que a Luján se refiere, experimentó un brusco frenazo. Se frenó a eso de las cuatro de la mañana, cuando, inopinadamente, sonó el teléfono en la casa del ex policía. Laura, a la que las décadas habían acostumbrado a ese tipo de sorpresas, se limitó a darse la vuelta en la cama y seguir durmiendo. Paradójicamente, fue el objeto de la llamada, Luján, quien se levantó tratando sin éxito de calmar el retumbe de su corazón, que parecía querer volar por los aires en su caja torácica. Inconscientemente, supo que algo gordo había pasado. Por algún momento, pensó que estaba en 1957, y se dijo: Miguel Álvarez ha muerto. Llaman para comunicar que la matanza ha comenzado.
Era Lastres, en persona. Su voz chorreaba lágrimas.
-Ha tenido una crisis.
-¿Una crisis? ¿Quién?
-¡Quién va a ser, cojones!
-Vale, vale. ¿Ha sido grave?
-Mucho. Mucho, Luján. Dolores muy fuertes. Los calmantes, de adorno. El general, muy, muy nervioso, Luján.
-¿Cómo... sabes tú todo eso? -Preguntó Luján, entre desorientado e incrédulo.
-Es mi trabajo, y tu obligación -respondió Lastres, endureciendo la voz-. El corazón le falla. El yerno1 no es nada optimista. Le ha dicho a Valcárcel2 que podría durar apenas unos días. Horas incluso -se oyó un gran suspiro-. Vístete, Luján. Esta noche harás tu penúltimo servicio a España.
1 El marqués de Villaverde, casado con la hija única de Franco.
2 Alejandro Rodríguez de Valcárcel, presidente de las Cortes.
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