El día que Leónidas Nikolayev fue el centro del mundo
Los dos decretos que nadie aprobó
La Constitución más democrática del mundo
El Terror a cámara lenta
La progresiva decepción respecto de Francia e Inglaterra
Stalin y la Guerra Civil Española
Gorky, ese pánfilo
El juicio de Los Dieciséis
Las réplicas del primer terremoto
El juicio Piatakov
El suicidio de Sergo Ordzonikhidze
El calvario de Nikolai Bukharin
Delaciones en masa
La purga Tukhachevsky
Un macabro balance
Esperando a Hitler desesperadamente
La URSS no soporta a los asesinos de simios
El Gran Proyecto Ruso
El juicio de Los Veintiuno
El problema checoslovaco
Los toros desde la barrera
De la purga al mando
Los poderes de Lavrentii
El XVIII Congreso
El pacto Molotov-Ribentropp
Los fascistas son ahora alemanes nacionalsocialistas
No hay peor ciego que el que no quiere ver
Que no, que no y que no
Cinco días después del informe de Stalin al XVIII Congreso, Hitler se enjaretó la Checoslovaquia que le quedaba libre todavía, creando un protectorado sobre los checos y creando un Estado en Eslovaquia. Esto lanzó la señal a todos de que Berlín no pensaba parar. Que no le había llegado con la pelota de Munich. París, Londres, Varsovia y Bucarest se pusieron de los nervios. Los polacos decidieron no responder a las exigencias que de repente tenía Alemania (hasta entonces había jurado que no tenía pretensiones territoriales) sobre Danzig o Gdansk, como la queráis llamar; ni tampoco sobre la idea expuesta por Von Ribentropp a Jozef Lipski, el embajador polaco en Berlín, de que Alemania y Polonia debían pactar un acuerdo antisoviético. El 31 de marzo, Chamberlain fue a la Cámara de los Comunes, y allí hizo pública la garantía británica a Polonia en el caso de que su independencia se viese comprometida. Francia apoyó la postura inmediatamente. Esto provocó que, durante el mes de marzo, ambas potencias comenzasen a marcar teléfonos con el prefijo de Moscú. Buscaban una alianza ante la eventual agresión alemana.
El 6 de abril, un comunicado anunciaba el acuerdo de asistencia mutua entre Reino Unido y Polonia. Cuando el almirante Wilhelm Franz Canaris, jefe de la contrainteligencia alemana, le comunicó a Hitler este acuerdo, el Führer tuvo uno de sus típicos estallidos de cólera, dio varios puñetazos encima de una mesa de mármol, y acabó himplando: “¡Yo prepararé un brebaje diabólico para esta gente!” Las gentes de Canaris interpretaron que ésta fue la primera vez que Hitler se decidió a pactar con Stalin. El 11 de abril, Hitler firmó una circular a la Wehrmacht ordenándole preparar una guerra contra Polonia.
En Moscú, como ya sabemos, la Narkomindel y el gobierno de los soviets habían decidido no hacer nada ni decir nada ante el apiole de Checoslovaquia por los alemanes. En lo que toca a las llamadas de ingleses y franceses para apuntar a la URSS a la coalición antialemana, los que pronto acuñarían el concepto de coalición antifascista que se ha convertido en la interpretación average de lo que pasó en la segunda guerra mundial no se tomaron aquellos acercamientos ni medio en serio. En ese momento, la verdad, parar al fascismo les importaba una mierda. El 4 de abril, la agencia oficial Tass publicó un despacho en el que desmentía tajantemente que la URSS fuese a enviar ayuda militar a Polonia, o que fuese a detener sus exportaciones de materias primas a Alemania. A mediados de abril, las soflamas antifascistas publicadas en Izvestia por Paul Jocelyn, el seudónimo más estúpido de la Historia pues todo el mundo que lo tenía que saber sabía que Jocelyn era Ilya Grigorievitch Ehrenburg, dejaron de publicarse. El 17 de abril, el nuevo embajador soviético en Berlín, Alexei Fedorovitch Merekalov, llamó al secretario de Estado de Exteriores alemán, Ernst von Weitzsäcker. En la enésima intentona de lo mismo, el soviético le dijo al germano que las diferencias ideológicas entre ambos países no debían ser obstáculo para un buen entendimiento; que la URSS ni había explotado las fricciones entre Alemania y los países a su occidente, ni pensaba hacerlo.
El 3 de mayo, Stalin dio un paso que yo creo pensó definitivo para atraer a los alemanes: el nombramiento de Viacheslav Molotov en el puesto de Litvinov. El judío, a tomar vientos; ése era el mensaje. Werner von Tippelskirch, encargado de la Embajada que comunicó el nombramiento a Berlín, definió al del cóctel como “mucho más amigable y colaborador” respecto de Alemania; además, obviamente, de no ser judío (lo que era el vivo retrato de El Risitas no lo pudo decir por razones obvias).
Funcionó. Gustav Arthur Hilger, quizás el diplomático alemán que más sabía de la Unión Soviética, fue llamado a Berlín desde Moscú y, una vez allí, llevado a pelo puta a Berchtesgaden, a ver a Hitler. El Führer, que estuvo delante de Hilger todo el rato comiéndose las uñas, le preguntó qué significado tenía el cese de Litvinov; Hilger fue de la opinión de que el cesado quería que la URSS se apuntase al carro francoinglés. Hitler se tranquilizó, como siempre que alguien le decía lo mismo que estaba pensando, y preguntó a bocajarro si Hilger pensaba que Stalin firmaría un acuerdo con Alemania. Hilger le dijo que en el discurso de 10 de marzo ante el XVIII Congreso no había nada que animase a pensar lo contrario; e, incluso, opinó que el día a día soviético se estaba alejando del comunismo.
El 20 de mayo, Molotov recibió a Schulenburg. Le dijo que, ya que había que recomenzar las negociaciones económicas entre ambos países, sería deseable darle a esas negociaciones económicas una “base política”, que no concretó. Schulenburg no se fio; en su comunicado a Berlín, aconsejaba no dar pasos, pues todavía sospechaba que las ofertas alemanas fuesen usadas por Stalin para conseguir lo que tal vez ambicionaba, que era un acuerdo con ingleses y franceses.
El 31 de mayo, Molotov rindió un informe al Soviet Supremo en el que criticó los acercamientos y ofertas anglofranceses que, dijo, eran inadecuados. Asimismo, dejó claro que esas conversaciones en modo alguno iban a frenar las negociaciones “económicas” con Alemania e Italia.
Stalin decidió mover ficha una vez más. El funcionario de la Embajada soviética en Berlín Georgi Alexandrovitch Astakhov visitó al embajador búlgaro el 14 de junio y tuvo una conversación con él en los términos que se le habían encargado, para que fuese reportada a los alemanes. Moscú, le dijo Astakhov a su colega búlgaro, estaba dudando entre tres posibilidades: un pacto con Inglaterra y Francia, quedarse con las manos libres ante lo que pasara, y un acercamiento con Alemania. O sea, el truco inmobiliario de toda la vida de “piénsatelo lo que quieras, pero hay una parejita que me ha dicho que está muy interesada en comprar...”
Astakhov lanzó la zanahoria comentando que la tercera de las opciones era la ganadora en Moscú. Pero había problemas, entre los que citó la reclamación de la Besarabia, que hacía a los soviéticos temer que Rumania permitiese a los alemanes atacar a la URSS por su territorio, o que lo hiciesen desde los países bálticos. Y ahí estaba la oferta: si Alemania concluía un pacto de no agresión con la URSS, la URSS respondería no pactando con Inglaterra.
Conforme avanzaba el verano, y puesto que Hitler no se terminaba de poner a tiro, Stalin le ordenó a Molotov activar la opción anglofrancesa para darle celos. La presencia en Moscú de William Strang, responsable del Departamento de Europa Central en el Foreign Office, se hizo pública y notoria. Strang, sin embargo, dejó Moscú a principios de agosto con la cartera vacía. El 11 de agosto, sin embargo, altos mandos militares franceses e ingleses llegaron a Moscú para discusiones de Estado Mayor con los soviéticos.
¿Cuánto de cerca estuvo en 1939 el acuerdo que acabaría por fijar los contendientes de la segunda guerra mundial? Es difícil de saber. Lo que sí sabemos es por qué, finalmente, no se llevó a cabo. La culpa fue la cerrazón de Polonia, que se negó en redondo a garantizar el paso de las tropas soviéticas por su territorio para tomar contacto con el enemigo. Polonia quería que la URSS le enviase armas; pero no quería ver a los soviéticos en su territorio.
El plan de Hitler era apiolarse Polonia antes de que Inglaterra o Francia pudiesen defenderla. Para poder llevar eso a cabo, su Ejército debía moverse a principios de septiembre, antes de que las lluvias de otoño ralentizasen los movimientos. Para ello, quería tener una total ausencia de conflictos con Moscú. Ribentropp le telegrafió a Schelenburg el 14 de agosto que no consideraba que entre los países bálticos y el Mar Negro hubiese un solo conflicto territorial en el que Alemania y la URSS no pudieran entenderse.
La aceptación por parte de Hitler de borradores y propuestas elaboradas por Molotov, movida por las prisas que le habían entrado a los alemanes de tenerlo todo preparado el 1 de septiembre, fue lo que movió a Stalin a invitar a Ribentropp a volar a Moscú el 23 de agosto. Hilger estaba con Hitler cuando el Führer recibió la noticia de la invitación, y contó que tuvo un estallido de alegría y gritó: “¡Ahora tengo el mundo en mi bolsillo!” El 20 de agosto, anunció que Alemania y la URSS habían concluido un pacto de no agresión.
El 23 de agosto, Ribentropp llegó a Moscú en el Falcon de Hitler que, en realidad, era un Focke-Wulf Condor. Fue recibido con todos los honores; aquella tarde-noche cinco grandes banderas con la esvástica ondearon en el aeropuerto de Moscú. El pacto de no agresión de diez años se firmó antes de medianoche. El acuerdo llevaba un protocolo secreto que ponía Finlandia, Estonia y Letonia, pero no Lituania, en la esfera de influencia de Rusia, asumía el interés soviético por la Besarabia, y especificaba una demarcación germanosoviética a lo largo del Vístula, el San y el Bug “en el caso de que hubiese una reordenación del territorio polaco”.
Después de las dos de la mañana del 24 de agosto, una vez que Ribentropp abandonó Moscú, Stalin hizo una re-cena (antes había cenado con los alemanes) con algunos miembros del Politburo, entre ellos Khrusckev, en su dacha de las afueras de Moscú. Khruschev había sabido de la llegada de Ribentropp apenas horas antes del aterrizaje. Todo lo habían hecho Stalin y Molotov por colleras. Horas después, Stalin dio la orden de detener inmediatamente las conversaciones de Estado Mayor que se seguían con ingleses y franceses. Voroshilov, efectivamente, llamó a los jefes de las dos misiones y les dijo que seguir era tontería.
El 31 de agosto, Molotov se dirigió al Soviet Supremo para solicitarle la aquiescencia al pacto que, obviamente, el parlamento le iba a dar. El responsable de Asuntos Exteriores fue muy duro con las potencias occidentales, a las que acusó de haber instigado a Polonia a negarse al paso de las tropas soviéticas, cargándose el acuerdo con la URSS.
Cuando se produjo el avance alemán sobre Polonia, hemos de entender que los soviéticos no sabían nada de los acuerdos a los que habían llegado Moscú y Berlín sobre la partición del país. En consecuencia, muchos soviéticos temieron seriamente que los alemanes no se detuviesen en Polonia. Las autoridades, además, llamaron a los reservistas, lo cual no colaboró demasiado a la hora de tranquilizar al personal. Lo que estaba pasando en realidad es que Hitler estaba presionando a Stalin para que movilizase sus propias tropas hacia Polonia. Algo que Stalin no quería hacer, porque quería retrasar lo más posible, idealmente impedir, que el mundo, y sus propios ciudadanos, acabasen por darse cuenta de que había hecho mucho más que firmar un pacto de no agresión.
El avance supersónico de los alemanes, sin embargo, echó a perder esta estrategia y, el 17 de septiembre, las tropas soviéticas entraron en Polonia por la puerta del este. La gente, en las fábricas y en las calles de la URSS, saludó la noticia con grandes demostraciones de alegría. Pero eso era porque pensaban que la URSS iba a combatir a los fascistas alemanes.
Ese mismo 17 de septiembre, cuando anunció el movimiento de tropas en la radio, Molotov, puesto que no quería admitir que había llegado a un pacto con los nazis para repartirse Polonia, lo vendió como una iniciativa para proteger a los rutenos (ucranianos y bielorrusos) mayoritarios en la Polonia oriental. Esta explicación, sin embargo, no le gustó nada a Ribentropp, que consideraba que eso exponía a Ucrania y a Bielorrusia como enemigos contra Polonia cuando Alemania los quería neutrales (ningún frente al este, recordad); así que Stalin y Molotov tuvieron que abandonar esa explicación.
Los soviéticos, en todo caso, apenas encontraron resistencia, pues el Ejército polaco bastante tenía con los alemanes. Ocuparon rápidamente 200.000 kilómetros cuadrados habitados por 13 millones de personas, 7 millones de ucranianos, 3 de bielorrusos, un millón de polacos y un millón de judíos.
Los avances soviéticos al principio de la guerra fueron también oro molido para la NKVD y, consiguientemente, para Beria. Siguiendo la invasión de la Polonia oriental, la NKVD se responsabilizó de 200.000 prisioneros. En octubre de 1939, aproximadamente la mitad de estos prisioneros fueron liberados, mientras que la otra mitad fue transportada a los campos soviéticos de Staroblesk, Kozielsk y Ostachkov. Cuando las hostilidades entre Alemania y la URSS comenzaron, todavía había 15.000 oficiales polacos de los que nadie sabía nada. Vladislav Anders, el comandante del ejército polaco, él mismo recién liberado de la prisión de la Lubianka en Moscú, le exigió a Stalin información acerca de la suerte de aquella gente. Stalin primero dijo que habían escapado, y luego que habían sido liberados. En 1943, los polacos le presentaron a Merkulov una lista de oficiales polacos que querían ver liberados. Aparentemente, Merkulov dijo: “Ya no están; cometimos un gran error con ellos”; a lo que Beria, presente, inmediatamente intervino para decir: “Esos prisioneros ya no están bajo la administración soviética. Se fueron adonde quiera que se fueran”. Todo esto tiene que ver bastante con el temita de Katyn, del que ya hablaremos algún día.
En el mismo área y por aquel tiempo, la NKVD de Beria también trabajó duro para pavimentar el proceso de creación de gobiernos comepollísticamente comunistas en los países bálticos; algo que incluyó la deportación de muchos ciudadanos hacia el interior de la URSS.
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